Выбрать главу

Mandy le preguntó:

– ¿No es curioso el silencio que hay cuando se han ido todos? ¿Soy la última?

– Sólo quedamos la señorita Claudia y yo. Y yo me marcho ahora mismo. La señorita Claudia conectará las alarmas.

Salieron juntos, y George se aseguró de dejar la puerta cerrada a sus espaldas. Durante todo el día había caído una lluvia intensa e incesante que danzaba sobre el patio de mármol, chorreaba por las ventanas y casi impedía ver la crecida masa gris del río. Pero hacía poco que había cesado de llover y, bajo el resplandor de las luces traseras del coche de George, los adoquines de Innocent Passage brillaban como castañas recién peladas. En el aire soplaba la primera mordedura del invierno. A Mandy empezó a gotearle la nariz, y hundió la mano en la bolsa para sacar un pañuelo y la bufanda. Antes de subir a la moto esperó a que George, con exasperante lentitud, sacara su viejo Metro al pasaje en marcha atrás. Tras un instante de vacilación, la muchacha corrió a darle la señal de que no venía nadie por Innocent Walk. Nunca venía nadie, pero George salía invariablemente en marcha atrás como si aquella maniobra fuera su diaria partida de dados con la muerte. Cuando George aceleró hasta perderse de vista, después de hacerle un gesto de despedida y agradecimiento, ella se dijo que al menos el hombre ya no tendría que preocuparse por su empleo y se alegró por él. La señora Demery le había contado que se rumoreaba que el señor Gerard tenía intención de despedirlo.

Mandy avanzó serpenteando por entre el tráfico vespertino con su acostumbrada habilidad y un desdén jovial hacia los gritos ocasionales de algún que otro conductor ofendido. Habían transcurrido poco más de treinta minutos cuando vio ante sí la fachada del White Horse, una imitación del estilo Tudor, festoneada con luces de colores. Se alzaba algo apartada de la calle, en un solar de unos cien metros donde las hileras de casas suburbanas cedían su lugar a una franja de arbustos y matorrales al borde del bosque de Epping. El patio delantero ya estaba completamente lleno de coches, entre los que distinguió la camioneta del conjunto y el Fiesta de Maureen. Mandy llevó lentamente la moto hasta el aparcamiento de la parte posterior, más pequeño, y tras coger la bolsa de la maleta se abrió paso por el corredor que conducía a los aseos de señoras, donde se unió al bullicioso caos de muchachas que colgaban los abrigos y se cambiaban de zapatos bajo un cartel que les recordaba que ellas eran las responsables de sus pertenencias. Todas hacían cola para ocupar uno de los cuatro cubículos y esparcían sus trastos de maquillaje sobre el estrecho estante que se extendía bajo un largo espejo. Fue entonces, después de hacerse con un lugar ante el espejo y mientras registraba la bolsa en busca del neceser de plástico donde llevaba su maquillaje, cuando Mandy se dio cuenta de algo que le hizo dar un vuelco al corazón: le faltaba el monedero, el monedero de piel negra que servía también de cartera y contenía su dinero, su única tarjeta de crédito y la tarjeta del cajero automático, preciados símbolos de su situación económica, así como la llave Yale de casa. Sus ruidosas exclamaciones de desaliento atrajeron la atención de Maureen, que interrumpió su cuidadosa aplicación de eye-liner.

– Vacía la bolsa. Es lo que yo hago siempre -le aconsejó. Acto seguido reanudó la tarea de pintarse los ojos de negro sin la menor preocupación.

– Para lo que a ella le importa -masculló Mandy.

Después de apartar los productos de maquillaje de Maureen a un lado, volcó el contenido de la bolsa. Pero el monedero no estaba. Y entonces se acordó. Debía de haberse enredado con la bufanda y el pañuelo, cuando los sacó de la bolsa a la salida de Innocent House. Seguramente aún estaría allí, tirado sobre los adoquines. Tendría que volver a buscarlo. El único consuelo era que no había muchas posibilidades de que lo hubiera encontrado nadie: Innocent Walk, e Innocent Lane en particular, siempre estaban desiertos después de oscurecer. Se perdería la cena, pero, con suerte, no más de media hora de la actuación.

Y entonces se le ocurrió una idea. Podía llamar por teléfono al señor Dauntsey o a la señorita Peverell. Así al menos sabría si el monedero estaba allí. Quizá pensaran que era una frescura por su parte, pero Mandy confiaba en que a ninguno de los dos le importase demasiado. Había trabajado muy poco para el señor Dauntsey y la señorita Peverell, pero cuando había hecho algo siempre le había parecido que se lo agradecían; además, la trataban con mucha corrección. Sólo les costaría un minuto ir a mirar; no tenían que andar más que unos cuantos metros. Y no era lo mismo que si aún siguiera lloviendo. Lo de la llave era una lata. Si el monedero estaba allí, cuando terminara la actuación sería demasiado tarde para ir a recogerlo. Si Maureen no tenía otros planes para la noche, volvería a casa con ella; de lo contrario, no le quedaría más remedio que despertar a Shirl o a Pete. Pero no podían quejarse: ¿cuántas veces la habían despertado a ella para que les abriera la puerta?

Perdió un poco de tiempo mientras engatusaba a Maureen para que le diera las monedas necesarias para la llamada y esperaba que una de las dos cabinas quedara libre, y un minuto más cuando descubrió que el listín que necesitaba estaba en la otra cabina. Llamó primero a la señorita Peverell, pero le respondió el mensaje del contestador, grabado por la señorita Peverell con voz queda, casi en tono de disculpa. Había muy poco sitio para manejar el listín, que se le cayó al suelo con un golpe sordo. Fuera de la cabina, dos hombres gesticularon con impaciencia. Bien, pues tendrían que esperar: si el señor Dauntsey estaba en casa, no pensaba colgar hasta que le dijera si había dado con su monedero. Encontró el número y lo marcó. No hubo respuesta. Dejó que sonara el timbre hasta mucho después de haber perdido la esperanza, pero al fin tuvo que colgar. Ya no le quedaba otra alternativa. No podía soportar la idea de pasarse la velada y la noche en vilo. Tenía que volver a Innocent House.

Esta vez circulaba contra la corriente principal del tráfico, pero apenas si se dio cuenta de las incidencias del trayecto: su mente era un revoltillo de ansiedad, impaciencia e irritación. A Maureen no le habría costado nada llevarla a Wapping en el Fiesta, pero ¿cuándo se había visto que Maureen dejara pasar la ocasión de una cena? Mandy también empezaba a sentirse hambrienta, pero se dijo que, con suerte, tendría tiempo de pedir un bocadillo en la barra antes de la actuación.

Innocent Walk estaba, como de costumbre, desierto. La parte posterior de Innocent House se erguía como un bastión oscuro contra el cielo de la noche; y de pronto, cuando Mandy alzó la vista, con la cabeza echada hacia atrás, se volvió tan insustancial e inestable como un trozo de cartón que remolineara sobre las nubes bajas velozmente impulsadas por el viento y teñidas de rosa por las luces de la ciudad. Los charcos de la cuneta se habían secado ya y, al llegar al extremo de Innocent Lane, la envolvió un viento frío que transportaba el penetrante olor del río. Las únicas señales de vida eran unas ventanas iluminadas en el piso alto del número 12. Por lo visto, la señorita Peverell ya estaba en casa. Mandy bajó de la moto al final de Innocent Lane, porque no quería molestarla con el ruido del motor ni verse retenida con preguntas y explicaciones. Avanzó con el sigilo de un ladrón hacia el tenue rielar del río, hasta el lugar donde había aparcado la Yamaha durante el día. Las lámparas del patio daban suficiente luz para asistirla en la búsqueda, pero no hubo necesidad de búsqueda: el monedero yacía exactamente donde ella esperaba encontrarlo. Mandy emitió una breve y casi inaudible exclamación de alivio y se lo metió en lo más hondo de un bolsillo de la cazadora provisto de cremallera.