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– Esmé Carling -respondió-. Esto parece una nota de suicidio.

Frances exclamó:

– ¡Otra no! ¡Otra vez, no! ¿Qué dice?

– No resulta fácil leerla. -Se volvió y sostuvo el papel de manera que la luz del globo cayera sobre él. Casi no había márgenes, como si hubieran recortado la hoja a ras de las palabras, y el agudo florón de la barandilla había perforado y rasgado el papel-. Parece escrito de su puño y letra. Va dirigido a todos nosotros.

Alisó el papel y leyó en voz alta.

– «A los socios de la Peverell Press. ¡Dios quiera que os pudráis todos! Durante treinta años habéis explotado mi talento, habéis ganado dinero conmigo, me habéis descuidado como escritora y como mujer, me habéis tratado como si mis libros no fueran dignos de ostentar vuestro precioso sello. ¿Qué sabéis de la escritura creativa? Sólo uno de vosotros ha escrito alguna palabra, y su talento, el que tuviera, murió hace años. Yo y los escritores como yo somos los que hemos mantenido viva vuestra casa. Y ahora me echáis, sin explicaciones, sin derecho a apelar, sin una oportunidad para reescribir o revisar. Después de treinta años estoy acabada. Sí, acabada. Me habéis despedido del mismo modo que los Peverell han despedido durante generaciones a los sirvientes que no deseaban. ¿No comprendéis que esto acaba conmigo como persona, además de como escritora? Pero al menos puedo hacer que vuestro nombre apeste en todo Londres, y creedme que lo haré. Esto sólo es el principio.»

– Pobre mujer -se lamentó Frances-. Oh, pobre mujer. ¿Por qué no vino a vernos, James?

– ¿Habría servido de algo?

– Ha sucedido lo mismo que con Sonia. Si había que hacerlo, se habría podido hacer de otra manera, con compasión, con un poco de bondad.

James de Witt respondió con suavidad:

– Ahora ya no podemos hacer nada por ella, Frances. Tendremos que llamar a la policía.

– ¡Pero no podemos dejarla así! Es demasiado horrible. ¡Es obsceno! Tenemos que sacarla; hacerle la respiración artificial.

– Está muerta, Frances -le explicó él con paciencia.

– Pero no podemos dejarla así. Por favor, James, hemos de intentarlo.

Mandy tenía la sensación de que se habían olvidado de ella. Ahora que ya no estaba sola, aquel terrible miedo paralizador había desaparecido. El mundo se había vuelto, si no normal, al menos familiar y controlable. Pensó: «No sabe qué hacer. Desea complacerla, pero no quiere tocar el cuerpo. No puede sacarlo él solo y no soporta la idea de que ella le ayude.» Lo que dijo fue:

– Si querían tratar de hacerle la respiración boca a boca, tendrían que haberla sacado enseguida. Ahora ya es demasiado tarde.

James contestó, y a Mandy le pareció que con una gran tristeza:

– Siempre ha sido demasiado tarde. Además, la policía no querrá que nadie manipule el cuerpo.

¿Manipular el cuerpo? Mandy encontró graciosa la expresión y tuvo que reprimir el impulso de soltar una risita, consciente de que si empezaba a reírse acabaría llorando. «Oh, Dios mío -pensó-. ¿Por qué no hace algo de una maldita vez?»

– Si ustedes se quedan aquí, puedo ir a llamar a la policía -se ofreció-. Déme la llave y dígame dónde está el teléfono.

– En el vestíbulo -respondió Frances con voz neutra-. Y la puerta está abierta. Bueno, me parece que está abierta. -Se volvió hacia De Witt, súbitamente frenética-. ¡Oh, Dios mío! ¿He cerrado con la llave dentro, James?

– No -respondió él con paciencia-. La tengo yo. Estaba en la cerradura.

Se disponía a darle la llave a Mandy cuando oyeron un rumor de pasos que se acercaban por Innocent Lane y vieron aparecer a Gabriel Dauntsey y Sydney Bartrum. Los dos llevaban gabardina y su llegada aportó una tranquilizadora sensación de normalidad. Al verlos a los tres allí parados, mirando hacia ellos, se alarmaron y apretaron el paso basta acabar corriendo.

– Hemos oído voces -dijo Dauntsey-. ¿Ocurre algo?

Mandy cogió la llave, pero no se movió del sitio. A fin de cuentas, no había ninguna prisa; la policía no podría salvar a la señora Carling. Ya nadie podía ayudarla. Y otras dos caras se asomaron al río, otras dos voces musitaron su horror.

– Ha dejado una nota -les informó De Witt-. Aquí, en la barandilla. Nos condena a todos nosotros.

– Sacadla del agua, por favor -les rogó Frances.

Dauntsey asumió el control de la situación. Al mirarlo, al mirar la piel que a la luz de los globos parecía tan verde y enfermiza como las algas del río, las líneas que le surcaban el rostro como cicatrices negras, Mandy pensó: «Es muy viejo. No debería ocurrirle esto. ¿Qué puede hacer él?»

El anciano se volvió hacia De Witt.

– Sydney y tú podríais izarla desde los escalones. Yo no tengo fuerza.

Sus palabras hicieron reaccionar a James, que sin otra objeción empezó a descender con cuidado por los limosos peldaños, sujetándose a la barandilla. Mandy vio que se estremecía involuntariamente al sentir la mordedura del agua fría en las piernas. Pensó: «Lo mejor sería que el señor De Witt sostuviera el cuerpo desde los escalones, mientras el señor Dauntsey y el señor Bartrum tiran de la correa, pero no querrán hacerlo así.» Y, en verdad, la idea de ver surgir del agua el rostro ahogado mientras los dos hombres tiraban de la correa, como si estuvieran ahorcándola de nuevo, era tan horrenda que la muchacha se preguntó cómo había podido ocurrírsele. Otra vez tuvo la sensación de que se habían olvidado de su presencia. Frances Peverell se había apartado un poco, con las manos aferradas a la barandilla y la mirada fija en el río. Mandy imaginó lo que sentía: quería que sacaran el cadáver del agua y que le quitaran aquella horrible correa; necesitaba quedarse hasta que hicieran eso, pero no soportaba ver cómo lo hacían. Para Mandy, en cambio, desviar la vista era más horrible que mirar. Si tenía que estar allí, prefería saber que imaginar. Y naturalmente, tenía que estar allí; nadie había vuelto a mencionar su ofrecimiento de ir a llamar a la policía. Y no había ninguna prisa. ¿Qué importaba que llegaran más tarde o más temprano? Nada de lo que pudieran traer con ellos, nada de lo que pudieran hacer devolvería la vida a la señora Carling.

De Witt, que había seguido bajando cautelosamente, estaba con el agua por las rodillas. Agarrándose con la mano derecha a la parte inferior de la barandilla, buscó a tientas con la izquierda hasta encontrar la ropa empapada y empezó a tirar del cadáver hacia sí. La superficie del río se quebró en pequeñas ondulaciones y la correa se aflojó y enseguida volvió a tensarse.

– Si alguien desabrochara la hebilla, creo que podría subir el cuerpo a los escalones.

Dauntsey respondió con voz serena. También él se agarraba a la barandilla, como si necesitara apoyo.

– No dejes que se la lleve la corriente, James. Y no sueltes la barandilla. Podrías caer al agua.

Fue Bartrum quien bajó un par de peldaños y se inclinó sobre la baranda para soltar la hebilla. A la luz de los globos, sus manos se veían blanquecinas y los dedos parecían salchichas hinchadas. Estuvo un buen rato manoseando la hebilla con torpeza, como si no supiera cómo funcionaba.

Cuando por fin la desabrochó, De Witt dijo:

– Necesitaré las dos manos. Que alguien me coja de la chaqueta.

Dauntsey descendió para situarse al lado de Bartrum en el segundo peldaño. Apuntalándose el uno al otro, sujetaron con fuerza la chaqueta de De Witt mientras éste tiraba del cadáver con las dos manos y le quitaba la correa del cuello. El cuerpo quedó tendido boca abajo sobre los escalones. De Witt lo cogió por las piernas, que sobresalían de la falda como dos palillos, y Bartrum y Dauntsey asieron un brazo cada uno. Subieron entre los tres el bulto empapado y lo depositaron sobre el mármol en posición prona. A continuación, De Witt le dio la vuelta con delicadeza. Mandy sólo vislumbró por un instante el rostro, terrible en la muerte -la boca abierta con la lengua fuera, los ojos semiabiertos bajo los párpados arrugados, la horrenda señal de la correa en torno al cuello-, antes de que Dauntsey se quitara la gabardina con asombrosa velocidad y cubriera el cadáver. Por debajo de la tela empezó a rezumar un hilillo de agua oscura como la sangre, fino al principio pero cada vez más abundante, que se extendió por el mármol.