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Frances Peverell se acercó al cadáver y se arrodilló a su lado.

– Pobre mujer. Oh, pobre mujer -repitió.

Mandy vio que movía los labios en silencio y supuso que debía de estar rezando. Esperaron todos sin decir nada; en el aire silencioso de la noche, los roncos jadeos de los hombres resonaban con extraña intensidad. Al parecer, el esfuerzo de sacar el cuerpo del agua había dejado a De Witt y Bartrum sin fuerzas ni capacidad de decisión, de modo que fue otra vez Dauntsey quien se hizo cargo de la situación.

– Alguien debe quedarse junto al cuerpo. Sydney y yo esperaremos aquí. Tú lleva a las mujeres a casa, James, y avisa a la policía. Necesitaremos todos café caliente o algo más fuerte, y en abundancia.

47

La puerta del número 12 se abría a un estrecho zaguán rectangular. Mandy siguió a Frances Peverell y James de Witt por un empinado tramo de escalera enmoquetado en verde claro, que terminaba en un rellano, más grande y más cuadrado, con una puerta justo enfrente. Mandy se encontró en una sala de estar que ocupaba todo el ancho de la fachada. Las dos ventanas altas que daban al balcón tenían las cortinas corridas para proteger la estancia de la noche y el frío. En una cesta, junto al hogar, había una pila de carbón. El señor De Witt apartó la rejilla de latón y acomodó a Mandy en una de las sillas de respaldo alto. De pronto, empezaron a mostrarse tan solícitos con ella como si fuera una invitada, quizá, pensó Mandy, porque preocuparse por ella al menos les mantenía ocupados.

La señorita Peverell se detuvo junto a ella y le dijo:

– Lo siento muchísimo, Mandy: dos suicidas, y las has encontrado tú a las dos. Primero la señorita Clements y ahora ella. ¿Qué podemos ofrecerte? ¿Café? ¿Brandy? También hay vino tinto. Pero, no debes de haber cenado, ¿verdad? ¿Tienes hambre?

– Bastante, sí.

De pronto se dio cuenta de que, en realidad, estaba famélica. El olor caliente y aromático que inundaba todo el piso resultaba casi intolerable. La señorita Peverell miró a De Witt y comentó:

– Íbamos a cenar pato a la naranja. ¿Tú qué dices, James?

– Yo no tengo apetito, pero seguro que Mandy sí.

Mandy pensó: «Debe de tener lo justo para dos. Seguramente comprado en Marks & Spencer. ¡Estupendo para los que pueden permitírselo!» La señorita Peverell había organizado una agradable cena íntima. Y era evidente que lo había hecho con mucho esmero. En el otro extremo de la sala había una mesa puesta con mantel blanco, tres copas relucientes para cada comensal y un par de candelabros de plata con las velas aún por encender. Al acercarse, Mandy vio que la ensalada ya estaba servida en pequeños boles de madera: delicadas hojas en diversas tonalidades de verde y rojo, frutos secos tostados y pedacitos de queso. Había una botella de vino tinto abierta y una de blanco en un enfriador. La ensalada no le apetecía; lo que anhelaba con vehemencia era comida caliente y sabrosa.

Se notaba, además, que la señorita Peverell no sólo se había esmerado en la preparación de la cena: el conjunto estampado en azul y verde, de falda plisada y blusa suelta con un lazo al costado, era de seda auténtica y realzaba su color natural. Demasiado serio para ella, por supuesto, demasiado convencional y un poco soso. Y la falda era demasiado larga; no favorecía en nada su figura, que podría ser espectacular si la señorita Peverell supiera vestir mejor. Las perlas que centelleaban sobre la seda seguramente eran auténticas. Mandy deseó que el señor De Witt supiera apreciar todos esos esfuerzos. La señora Demery le había dicho que estaba enamorado de la señorita Peverell desde hacía años y que, ahora que el señor Gerard ya no se interponía, parecía que el asunto empezaba a encarrilarse.

El pato venía acompañado de guisantes y patatitas nuevas. Mandy, barrida totalmente su inseguridad por una oleada de hambre, se abalanzó vorazmente sobre él. Los dos se sentaron con ella a la mesa. Ninguno comió, pero ambos se sirvieron una copa de tinto. La atendían con ansia solícita, como si de algún modo se sintieran responsables de lo ocurrido y trataran de repararlo. La señorita Peverell insistió en servirle una segunda ración de verduras, y el señor De Witt le llenó la copa. De vez en cuando se retiraban los dos a la habitación que Mandy supuso debía de ser la cocina y que daba a Innocent Passage; desde el comedor se oía el murmullo apagado de sus voces, y Mandy comprendió que estaban diciendo cosas que no querían decir en su presencia, mientras observaban y prestaban oído a la inminente llegada de la policía.

Su ausencia momentánea le dio ocasión de examinar más detenidamente la sala mientras comía. Su elegante sencillez era demasiado sobria, demasiado convencional para el gusto de Mandy, más excéntrico e iconoclasta, pero tuvo que reconocer que no estaba mal si uno tenía suficiente dinero para pagársela. La combinación de colores también era bastante convencionaclass="underline" un verde azulado suave con toques de rojo rosado. Las cortinas de satén drapeado colgaban de barras sencillas, y a cada lado de la chimenea había una estantería llena de libros, cuyos lomos relucían a la luz de las llamas. En cada uno de los estantes superiores había lo que parecía ser la cabeza en mármol de una muchacha con una corona de flores y un velo que le cubría la cara; seguramente pretendían ser novias, pero los velos, maravillosamente delicados y realistas, más bien parecían sudarios. Mandy, con la boca llena de pato, pensó que aquello resultaba morboso. El cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea representaba a una madre del siglo xviii abrazada a sus dos hijas y estaba claro que era un original, al igual que una curiosa pintura de una mujer acostada en la cama, en una habitación, que a Mandy le recordó su visita escolar a Venecia. Los dos sillones de orejeras, colocados uno a cada lado del fuego, estaban tapizados en lino liso de un rosa descolorido, pero sólo uno de ellos, con el respaldo y el asiento cubiertos de arrugas, parecía utilizarse a menudo. Así que ahí era donde se sentaba la señorita Peverell, pensó Mandy, mirando el sillón desocupado y, más allá, el río. Supuso que la imagen colgada en la pared de la derecha era un icono, pero no pudo comprender por qué nadie había de querer una Virgen María tan vieja y renegrida ni un Niño con cara de adulto que, a juzgar por su aspecto, no había comido caliente en varias semanas.

Mandy no envidiaba la habitación ni nada de lo que contenía, y pensó con satisfacción en la espaciosa buhardilla de techo bajo que ocupaba en la casa alquilada de Stratford East: la pared que quedaba frente a la cama, con sus sombreros colgados en un tablero provisto de perchas, en una impetuosa floración de cintas, flores y fieltro de color; la única cama, apenas lo bastante ancha para dos personas si de vez en cuando algún amigo se quedaba a pasar la noche, cubierta con su manta de rayas; la mesa de dibujo donde hacía sus diseños; los enormes cojines esparcidos por el suelo; el equipo de música y el televisor; el hondo armario que contenía su ropa. Sólo existía otra habitación en la que le hubiera gustado más estar.

De pronto se quedó quieta, con el tenedor en el aire, y escuchó con atención: sin duda lo que se oía era un crujido de neumáticos sobre los adoquines. A los pocos segundos, James y Frances salieron de la cocina.

– Ha llegado la policía -le anunció James de Witt-. Dos coches. No hemos podido ver cuántas personas han venido. -Se volvió hacia Frances Peverell y por primera vez habló en tono de incertidumbre, necesitado de apoyo-. No sé si debería bajar.

– Oh, creo que no. No querrán que haya demasiada gente. Gabriel y Sydney pueden explicárselo todo. Además, supongo que cuando terminen subirán aquí. Querrán hablar con Mandy. Es la testigo más importante; después de todo, fue quien la encontró. -Se sentó de nuevo a la mesa y habló con suavidad-. Me imagino que estarás deseando irte a casa, Mandy. El señor De Witt o yo misma te acompañaremos más tarde, pero creo que debes quedarte hasta que venga la policía.