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A Mandy en ningún momento se le había ocurrido hacer otra cosa. Respondió:

– No hay ningún problema. Creerán que soy gafe, ¿no? Allí a donde voy, encuentro un suicidio.

Lo dijo sólo medio en serio, pero, para su sorpresa, la señorita Peverell le replicó casi gritando.

– ¡No digas eso, Mandy! ¡No has de pensarlo siquiera! ¡Es una superstición! Nadie va a creer que eres gafe. Escucha, Mandy, no me gusta la idea de que te quedes sola esta noche. ¿No preferirías llamar a tus padres…? A tu madre… ¿No sería mejor que esta noche fueras a su casa? Podría venir ella a recogerte.

«Como si fuera un maldito paquete», pensó Mandy.

– No sé dónde está -dijo. Y se sintió tentada de añadir: «Tal vez en el Red Cow, en Hayling Island.»

Pero las palabras de la señorita Peverell y la amabilidad que la había movido a pronunciarlas despertaron en ella una necesidad hasta entonces inconsciente de consuelo femenino, del ambiente acogedor y familiar de la habitación de Whitechapel Road. Sintió deseos de aspirar aquella cálida y cargada atmósfera en la que el olor a bebida se mezclaba con el del perfume de la señora Crealey, de acurrucarse ante la estufa de gas en aquel sillón que la envolvía como un útero, de oír el tranquilizador rumor del tráfico de Whitechapel Road. No se encontraba cómoda en ese apartamento elegante, y aquellas personas, con toda su amabilidad, no eran de los suyos. Quería estar con la señora Crealey.

– Podría telefonear a la agencia -apuntó-. A lo mejor aún encuentro a la señora Crealey.

Frances Peverell pareció sorprenderse, pero condujo a Mandy a su dormitorio, en el piso de arriba.

– Aquí podrás hablar con más intimidad, y hay un cuarto de baño al lado por si lo necesitas -dijo.

El teléfono estaba en la mesilla de noche y sobre él colgaba un crucifijo. Mandy ya había visto crucifijos antes, por lo general en el exterior de las iglesias, pero éste era distinto. El Cristo, casi lampiño, era muy joven, y su cabeza, en lugar de caer sobre el pecho, estaba echada hacia atrás con la boca muy abierta, como si pidiera a gritos venganza o compasión. Mandy pensó que no era el tipo de objeto que le gustaría ver junto a su cama, pero sabía que aquella imagen era poderosa. Las personas religiosas rezaban delante de un crucifijo y, si tenían suerte, sus plegarias eran atendidas. Valía la pena intentarlo. Mientras marcaba el número de la oficina de la señora Crealey, se quedó mirando la figura de plata coronada de espinas y pronunció mentalmente las palabras: «Haz que conteste, por favor, haz que esté en el despacho. Haz que conteste, por favor, haz que esté en el despacho.» Pero el teléfono siguió emitiendo su zumbido intermitente y no hubo respuesta.

Menos de cinco minutos después sonó el timbre de la puerta. James de Witt bajó a abrir y regresó con Dauntsey y Bartrum.

Frances Peverell preguntó:

– ¿Qué ocurre, Gabriel? ¿Ha venido el comandante Dalgliesh?

– No, sólo la inspectora Miskin y el inspector Aaron. Ah, y también ese sargento joven y un fotógrafo. Ahora están esperando a que llegue el médico de la policía y certifique que está muerta.

– ¡Pues claro que está muerta! -exclamó Frances-. No hace falta un médico de la policía para verlo.

– Ya lo sé, Frances, pero por lo visto es el procedimiento establecido. No, no quiero vino, gracias. Sydney y yo hemos estado bebiendo en el Sailor’s Return desde las siete y media.

– Café, entonces. ¿Quieres un café? ¿Usted también, Sydney?

Sydney Bartrum parecía cohibido.

– No, gracias, señorita Peverell. De veras, tengo que irme. Le dije a mi esposa que me quedaría a cenar en un pub con el señor Dauntsey y que llegaría un poco tarde, pero siempre estoy en casa antes de las diez.

– Naturalmente que debe irse. Ya empezará a estar preocupada. Puede llamarla desde aquí.

– Sí, creo que será lo mejor. Gracias.

Bartrum salió del cuarto tras ella. De Witt preguntó:

– ¿Cómo se lo han tomado? Me refiero a la policía.

– Profesionalmente -respondió Dauntsey-. ¿Cómo iban a tomárselo? No han dicho gran cosa. Tengo la impresión de que no les ha gustado mucho que moviéramos el cuerpo. Ni tampoco que leyéramos la nota.

De Witt se sirvió otra copa de vino.

– ¿Qué diablos esperaban que hiciéramos? Además, la nota iba dirigida a nosotros. Si no la hubiéramos leído, no sé si nos habrían comunicado lo que decía. Nos tienen bien a oscuras respecto a la muerte de Gerard.

– Subirán en cuanto llegue el furgón para llevarse el cuerpo -dijo Gabriel. Tras una pausa, añadió-: Me parece que quizá la vi llegar. Sydney y yo habíamos quedado en encontrarnos en el Sailor’s Return a las siete y media, y cuando llegaba a Wapping Way vi un taxi que entraba en Innocent Walk.

– ¿Viste al pasajero?

– No, no estaba tan cerca. De todos modos, lo más probable es que no me hubiera fijado. Pero sí que vi al conductor: era un hombre grande, de raza negra. La policía cree que eso facilitará su localización. Los taxistas negros aún son minoría.

Bartrum, terminada su llamada, entró de nuevo en la sala. Tras su habitual carraspeo nervioso, les anunció:

– Bien, será mejor que me vaya. Gracias, señorita Peverell, pero no me quedaré a tomar café. Prefiero volver a casa. La policía ha dicho que no es necesario que me quede. Les he contado todo lo que sé, que estuve en el pub con el señor Dauntsey desde las siete y media. Si quieren preguntarme algo más, me encontrarán en la oficina mañana por la mañana. No se puede interrumpir el trabajo.

La falsa animación de su voz los desconcertó; por un instante, al alzar la vista del plato, Mandy creyó que iba a darles la mano a todos los presentes. Luego se volvió y se marchó, y Frances Peverell fue a acompañarlo hasta la puerta. A Mandy le dio la sensación de que todos se alegraban de verse libres de él.

Se hizo un silencio incómodo; la conversación ordinaria, la charla trivial de sobremesa, los comentarios sobre el trabajo…, todo parecía inadecuado, casi indecoroso. Innocent House y el horror de la muerte era lo único que tenían en común. Mandy se dio cuenta de que los otros estarían más a sus anchas sin ella, que los lazos de la angustia y el horror compartidos estaban aflojándose y que ya empezaban a recordarse que ella sólo era la taquimecanógrafa interina, la compañera de chismes de la señora Demery, que al día siguiente la historia correría por todo Innocent House y que cuanto menos dijeran ahora, mejor.

De vez en cuando, uno de ellos iba a llamar por teléfono a Claudia Etienne. Por las breves conversaciones subsiguientes, Mandy dedujo que no estaba en casa; había otro número al que podían tratar de llamarla, pero James de Witt dijo:

– Vale más dejarlo. Ya hablaremos con ella más tarde. De todos modos, aquí no puede hacer nada.

Luego Frances y Gabriel pasaron a la cocina para hacer café y esta vez James se quedó con Mandy. Le preguntó dónde vivía y ella se lo dijo. De Witt comentó que no le gustaba la idea de que volviera a un piso vacío y le preguntó si habría alguien en casa cuando llegara. Mandy, que prefirió mentir para ahorrarse explicaciones y molestias, le dijo que sí. Después de eso, pareció que ya no se le ocurrían más preguntas y se quedaron los dos en silencio, escuchando los leves sonidos que llegaban de la cocina. Mandy pensó que era como estar en un hospital a la espera de malas noticias, como había estado con su madre cuando operaron por última vez a la abuela. Tuvieron que esperar en una habitación anónima y escasamente amueblada, en un silencio inhóspito, sentadas al borde de la silla, sintiéndose tan incómodas como si no tuvieran derecho a estar allí, sabiendo que en algún lugar fuera del alcance de la vista y del oído los expertos en la vida y la muerte se entregaban a sus misteriosas manipulaciones, mientras ellas no podían hacer otra cosa que permanecer sentadas y esperar. Pero esta vez la espera no fue larga. Apenas habían terminado de tomar el café cuando sonó el timbre de la puerta. Menos de un minuto después, la inspectora Miskin y el inspector Aaron se hallaban con ellos. Cada uno llevaba una especie de maletín grande, y Mandy se preguntó si sería su equipo para casos de asesinato.