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– No tengo ni idea. Cualquier suposición es válida. En realidad, bien pensado…, tienen más motivos para matarla a ella que a él. ¿Para qué lo iban a matar? Tienen aterrada a la familia. Saben que les van a pagar el primer rescate. Además, saben que los Van de Wijn nos han llamado, pero tienen que hacer como si creyeran lo contrario y, entonces, tienen que exagerar sus amenazas… De ahí el dedo cortado… Qué bestias. -Cogió un bolígrafo de encima de su mesa y, con gran cuidado, se hurgó en la oreja con la punta. Suspiró-. Qué bárbaros. Son como los secuestradores sardos… No, pero ésos cortan orejas, más bien. ¿Se acuerda usted del hijo del millonario aquel del petróleo… Getty? Mandaron su oreja por correo. Pero, bestias y todo, no lo mataron. No -asintió con firmeza-, no lo han matado. Mi impresión es que, por lo menos hasta que intenten cobrar el rescate, Van de Wijn está seguro. Luego…

– No sé.

– Efectivamente -dijo Baumann con tono reflexivo-, no sabemos. Sólo me preocupa una cosa: el modus operandi de esta gente no es usual. Me parece mucho más firme, más seguro que el de otros secuestros nuestros, ¿verdad, Jongman? -Jongman asintió-. Desde luego, son delincuentes habituales, pero, a ver si me entiende, no me parece que se dediquen habitualmente al secuestro… Detrás de este secuestro hay algo más que una pura operación de dinero -añadió, dándose con el dedo índice de la mano derecha repetidos golpes en la nariz-. Me lo dice mi olfato.

– Pero ¿y qué vamos a hacer con las drogas?

– ¿Con las drogas? ¿Qué drogas?

– Con los setenta kilos de heroína que exigen como segunda parte del rescate.

– ¡Ah! Por encima de mi cadáver, Jongman, por encima de mi cadáver. Me pregunto si ése es el verdadero objetivo de todo el secuestro… ¡Qué idiotez! -Se enderezó en su asiento-. ¡Claro! No puede ser otro. ¿Se imagina usted la moda que inauguraríamos? De ahora en adelante, cualquier secuestro llevaría aparejado un rescate en drogas pagadero por el Estado. No podemos ni considerarlo. Setenta y dos kilos de heroína pura, Jongman. Pura… ¿Se ha detenido usted a considerar cuántos millones de dólares vale esa cantidad una vez cortada, distribuida en papelinas y vendida en el mercado…? No quiero ni pensarlo.

– Pero, comandante, ¿le ha dicho ya al ministro del Interior lo que piden los secuestradores?

Baumann sonrió.

– No. No se lo he dicho, no. Mire, Jongman, la familia Van de Wijn tiene una capacidad de presión enorme… Quiero decir que seguro que van a presionar al Gobierno todo lo que puedan para que les faciliten la heroína. Justo por eso, no quiero anticiparme, oponerme desde ahora a la entrega de la heroína. A ver si me entiende: el ministro de Justicia, el del Interior, son políticos, Jongman, gente que necesita votos, dinero para las campañas… ¿Me entiende? Si empezamos a hablar de droga ahora, aunque sea para decir que no, es probable que la primera reacción de los ministros sea también negativa, pero luego tendrían más tiempo para pensárselo. No, Jongman, cuando un político tiene tiempo para pensarse las cosas, por lo general acaba haciendo una tontería.

El inspector rió.

– Espero que no le oiga el ministro de Justicia, comandante. Pero ¿qué impide a la familia Van de Wijn hablar con el Gobierno?

– Nada. Sólo que, por el momento, no piensan más que en el primer rescate y… -Baumann levantó la cabeza bruscamente y se quedó callado-. ¡Claro! -exclamó por fin-. Claro. Lo que los secuestradores quieren es que todos pensemos en el segundo rescate, preparemos nuestros planes para ese momento… Ya sabe, qué sé yo, un engaño…, ¿eh?, un kilo de heroína y el resto de harina, o lo que sea… Pensemos en engañarlos y, mientras tanto, nos parezca irrelevante el primer rescate. No, no, Jongman. Ellos no esperan que paguemos el segundo; sólo quieren distraer nuestra atención para que no dificultemos el primero.

– ¡Qué barbaridad!

– Sí, señor. Me parece que esta gente es más lista y más peligrosa de lo que pensábamos… -Se rascó la frente con el bolígrafo y, sobre la ceja, quedó una pequeña bolita de cerumen-. No. Ni hablar. Vamos a impedir que se pague el primer rescate. Sí, señor.

– ¿Y Van de Wijn?

Baumann sacudió la cabeza.

– El eterno problema, ¿eh? El eterno problema. ¿Para qué estamos? Dígame, Jongman, ¿para impedir el crimen o para rescatar al secuestrado? En el primer caso, le cuesta la vida y en el segundo, el crimen paga… Dígame, dígame. No sabe, ¿eh? Pues se lo voy a decir yo -afirmó el comandante dando sobre la mesa un golpe seco con el índice de su mano derecha-. El comandante Baumann se ha cansado de condenar delitos. Palabrería. Estoy harto, sí, señor…, harto de que se sepa que en Holanda el secuestro paga, porque somos tan humanitarios que dejamos a los criminales que se salgan con la suya, con tal de que no les pase nada a los secuestrados. ¡Pues se acabó! El viejo Baumann va a capturar a los raptores y, con un poco de suerte, encontraremos a Van de Wijn con vida.

Jogman tragó saliva.

– ¿Y Frils?

– ¡Ah, la bella Anneke! Me parece que la vida le ha jugado una mala pasada. -Baumann se puso muy serio-. Lo cierto es que lo siento mucho por ella.

15.00

– ¿Comandante Baumann?

– Le oigo mal -dijo Baumann apretando fuertemente el auricular-. ¿Quién es?

– Debemos de tener una mala línea. ¿Comandante? Soy el comandante Slagter, de Utrecht.

– ¡Hombre, Slagter! Cuánto tiempo sin hablar con usted. ¿Y qué hace un jefe de policía en su oficina a las tres de la tarde de un sábado? Si es conocido que los policías no trabajamos nunca.

Slagter rió de buena gana.

– Me tienen encerrado aquí. Pero es culpa de sus chicas.

– ¿De qué chicas?

– De las de usted, Baumann.

De repente, Baumann se quedó callado. Cerró los ojos y dejó de tamborilear con su mano izquierda sobre su mesa de despacho. Ya la hemos encontrado, pensó. Dios mío, qué deprisa.

– ¿Baumann?

– Sí, sí, aquí estoy… Perdone.

– Acabo de recibir la fotografía de…, sí…, Anneke Frils. Nos la acaban ustedes de hacer llegar. Supongo que la habrán distribuido a todo el país. Pues no busque más. Me temo -carraspeó- que la hemos encontrado esta mañana.

– ¿La han encontrado?

– Sí. Encontrado, sí. Muerta. Ahogada. Sí… Quiero decir, asesinada.

– Válgame. ¿Asesinada? -Baumann se pasó la mano por la frente.

– Sí, claro. Tenía una piedra atada a la cintura. Más asesinada, imposible.

– Sí. Naturalmente. ¿Cómo iban ustedes a encontrarla si no? -preguntó, más para sí que para su interlocutor-. ¿Slagter? Voy para allá ahora mismo. -Colgó-. ¡Jongman!

– ¿Señor?

– Frils.

– ¿Frils?

– Jongman, hay días en que está usted especialmente espeso. Utrecht ha encontrado el cadáver de Anneke Frils. -Lo dijo espaciando las palabras, como si hablara con un niño pequeño-. Estos secuestradores… no se andan con chiquitas a la hora de borrar pistas. Válgame el Señor.

Jongman se había quedado completamente inmóvil. De pie, como estaba, con la cabeza inclinada, parecía un alumno al que el director del colegio estuviera regañando por alguna pillería.

Baumann suspiró.

– ¿Dónde va a acabar esto? -Hinchando los carrillos, apoyó las manos en el borde de su mesa de trabajo; tomó impulso y se levantó-. Vamos -dijo.

CAPITULO IV

DOMINGO 24 DE MAYO

12.30

– Tenga usted mucho cuidado, Piet -dijo Christiaan Kalverstat-, porque, como en las anteriores ocasiones, no repetiré ninguna de las instrucciones que le vaya dando. Si no me escucha atentamente, si no hace usted exactamente lo que le digo, si veo un solo coche de policía y no digamos un helicóptero, interrumpiremos toda comunicación con ustedes y no volverán a ver a su hermano con vida. Sólo si el rescate sale bien, pondremos en libertad a Kees. ¿Está claro?