– Sí -dijo Piet van de Wijn con cierta irritación.
El comandante Baumann, que estaba a su lado, lo miró con preocupación y levantó una mano para aplacarle la ira. Pero no había que preocuparse: la brusquedad de Piet era puro nerviosismo.
– ¿Tiene usted los diamantes de la primera parte del rescate?
– Sí.
– Bien. Dispóngase a moverse con rapidez, utilizando un automóvil. Dentro de un cuarto de hora, recibirá usted nuevas instrucciones. Y, Piet…
– Diga.
– No haga usted tonterías.
La comunicación se cortó.
– ¡Aj! -exclamó el técnico de la policía-. Nada. No he podido siquiera aproximarme. Va a ser imposible.
Baumann apretó los labios.
– Humm. No cometen un solo error. Vamos a tener que mover a los equipos con rapidez. -Se volvió hacia Jongman-. ¿Está todo listo?
– Sí, señor.
– ¿El helicóptero?
– Dispuesto a despegar en el momento en que sea necesario.
– Perdonen ustedes -dijo Piet van de Wijn con inusitada firmeza. Baumann y Jongman lo miraron como si lo vieran por primera vez-. No va a despegar helicóptero alguno, ni se va a hacer operación de nada. No puedo permitir que todo esto parezca una operación militar… No puedo arriesgar la vida de mi hermano… El comandante Baumann se mordió los labios.
– Ya hemos hablado de ello, señor Van de Wijn. Nada de esto va a parecer una operación militar. Nada será detectable. Además, la vida de su hermano no corre más peligro con… Mire usted, en primer lugar, los secuestradores cuentan con que ustedes hayan avisado a la policía…
– No lo saben.
– ¡Claro que lo saben! Hágame usted caso…
– ¡Pero si nada ha salido en los periódicos! Nadie sabe nada. No tienen por qué suponer que hemos avisado a la policía.
Baumann cerró los ojos. Luego, como si quisiera deletrear la palabra, dijo:
– S-a-b-e-n que han avisado a la policía. Lo saben, señor Van de Wijn. Éste es el juego del secuestro. Los secuestradores tienen que inventar un método que no les falle a la hora de cobrar el rescate, contando siempre con que la policía va a intentar impedírselo…
– ¡La vida de mi hermano no es un juego!
– Naturalmente que no -se apresuró a decir el comandante-. Naturalmente que no… Perdóneme… Lo siento. Ha sido una expresión poco afortunada. Lo que quiero decirle es que nuestra intervención, al contrario de lo que pudiera parecer, no hace más agudo el peligro. Ni más ni menos peligroso. Un rescate es siempre peligroso, entre otras cosas, porque los secuestradores mismos están nerviosos. Aunque éstos… Por eso creo, además, que debe usted conocer nuestros planes. Es usted una persona responsable y debe estar al tanto de los peligros reales e imaginarios, ¿eh?, que una situación de este tipo encierra. Pero el hecho mismo de que usted lleve una radio disimulada en su ropa para que, en todo momento, sepamos lo que hace y qué instrucciones recibe de los secuestradores…, bueno…, indica que nos lo tomamos en serio. No debe usted preocuparse -añadió en tono conciliador-. Los efectivos que van a intervenir en la operación son verdaderos expertos. Nadie los va a detectar. Ningún helicóptero sobrevolará la zona y, cuando se utilice uno para seguir a los secuestradores, irá tan alto que no será detectable. -A Baumann, sus palabras se le antojaron muy poco convincentes. Pero era todo lo que estaba dispuesto a hacer para tranquilizar a Van de Wijn. Se encogió de hombros-. Esperemos la llamada.
Miró a Van de Wijn, esperando su desacuerdo, pero Piet no dijo nada.
Zandvoort, 12.40
Nick Kalverstat había detenido su camioneta Opel en uno de los extremos de la gran explanada de Zandvoort, en el sector de ésta que se encuentra circunscrito, a un lado, por la carretera que corre paralela a la playa y al mar y, al otro, por la verja que encierra las tribunas del famoso circuito de carreras. En días de carreras, la explanada se utiliza como aparcamiento suplementario. Ese día estaba vacía. Un único vigilante custodiaba la cancela de acceso al recinto. Tal como habían acordado temprano aquella misma mañana tras exhibirle Nick el oportuno permiso municipal (falso, claro está), el vigilante le franqueó la entrada.
Hacía un día espléndido. Algunas nubes distantes se desflecaban en el horizonte, hacia la costa de Inglaterra, en el cielo limpio del mediodía de primavera. El viento estaba en calma y, por una vez, el mar del Norte, completamente sereno, había perdido su tonalidad grisácea habitual y estaba de color azul, casi turquesa. Miles de turistas llegados desde Alemania para pasar el fin de semana tomaban el sol tumbados sobre la arena. En algunos quioscos móviles se vendían hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas. Despedían un fuerte olor a aceite refrito y a sebo. Desde otras carretas motorizadas, vendedores de sólida tripa y fiero bigote ofrecían arenques crudos, sazonados con cebolla. Grandes triciclos con una nevera al frente prometían helados de vainilla y chocolate o crema.
Con solemnidad parsimoniosa y ante la mirada intrigada del vigilante, Nick se puso a desatar las cuerdas y desenganchar los pulpos que sujetaban las grandes alas dobladas del avión superligero al techo de la camioneta. Las alas eran livianas armazones de aluminio recubiertas de tela de seda y, por lo tanto, resultaban muy manejables. Una vez que las hubo liberado de sus ataduras, las descargó con cuidado una a una y las puso sobre el asfalto. Algunos curiosos empezaron a congregarse alrededor de Nick, que levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa, esperando fervorosamente que ninguno fuera el dueño del vehículo. Lo había robado aquella misma mañana en Amsterdam y, aunque le había puesto una matrícula falsa, nunca se sabía qué casualidades podían llegar a complicar las cosas.
Cuando tuvo las alas en el suelo, Nick se dirigió hacia la parte trasera de la camioneta y abrió la portezuela. Los asientos habían sido abatidos hacia adelante y, sobre el revestimiento de caucho negro que los cubría, había sido colocada una armazón de tubos de aluminio que se apoyaba sobre cuatro pequeñas ruedas de goma. Constituían una especie de jaula, en medio de la cual había un asiento metálico soldado al tubo transversal anterior. Sin excesivo esfuerzo, porque la estructura pesaba muy poco, Nick extrajo la carlinga y la colocó al lado de las alas.
Para terminar, sacó de la camioneta un diminuto motor de dos tiempos equipado con una hélice de madera, de cuyo eje sobresalía una barra de aluminio de un metro y medio, rematada por una uve. Los brazos de la uve apuntaban hacia adelante y cada uno tenía una longitud de cuarenta centímetros. Colocando el motor sobre la armazón, Nick lo atornilló, apretando ocho palomillas de enganche.
El público empezaba a ser numeroso.
– ¿Es fácil de montar? -preguntó uno de los espectadores.
– Ahora mismo lo verá usted -dijo Nick-. Es sencillísimo. Si quiere echarme una mano, iremos aún más de prisa.
– ¿Qué hay que hacer?
– Agarre usted esta ala por este extremo, por favor… Así. Eso es. Y ahora sepárese hacia allá. Yo -dijo Nick, levantando un poco la voz- cogeré el otro extremo, ¿ve?, y… lo encajo… aquí. -Dos tubos que sobresalían del ala fueron encajados en la carlinga y atornillados con sendas palomillas. Un tercer tubo salía en ángulo del centro del ala. Nick lo enganchó a la base de la carlinga y lo atornilló-. Y ahora, si desdoblamos el ala hacia usted, la tendremos extendida en toda su longitud. Así. Eso es… Atornillamos aquí y… listo. Y una. ¿Ve qué sencillo?
Su colaborador eventual rió, encantado. Me pregunto, pensó Nick, si esto hace a este tío cómplice de un crimen. Se le escapó un graznido de risa.
– ¿Quiere ayudarme alguien más? -preguntó. Un niño de unos doce años se adelantó-. ¿Tú? Estupendo. Ya has visto lo que hay que hacer, ¿eh?