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Repitieron la operación y, unos minutos más tarde, el ultraligero estaba listo para arrancar.

12.45

– ¿Está usted preparado, Piet? -preguntó Christiaan Kalverstat.

Piet apretó el auricular del teléfono con fuerza.

– Sí -dijo.

– Hágale hablar -dijo el comandante Baumann en voz baja.

– Una cosa.

– ¿Qué? No me entretenga.

– ¿Puede acompañarme mi chófer?

– No. No me vuelva a interrumpir -añadió Christiaan secamente-. Y, ahora, preste atención. Salga de su casa. Tome su automóvil. Arranque, salga de Laren, suba hacia Hilversum y, desde allí, por la autopista, vaya a Utrecht. Rodee la ciudad y vaya al edificio Jahrbeurs. Espere en la entrada principal. No se separe de la puerta. Tiene treinta y cinco minutos.

La línea enmudeció.

– Utrecht. Jahrbeurs. Entrada principal -dijo el técnico de la policía hablando en su micrófono. Después levantó la mirada hacia Baumann-. Lo siento, comandante, pero no habla el tiempo suficiente… Lo siento.

El comandante sacudió la cabeza.

Piet van de Wijn miró a los policías con preocupación.

– Me voy -dijo.

– No se preocupe. No tema. Le tenemos perfectamente cubierto… Todo saldrá bien -dijo Baumann-. Y no olvide que, ahora, los secuestradores ya están comprometidos a seguir. Quiero decir que, si han iniciado la operación, ya no se van a detener, aunque usted llegue tarde a los sitios y no pueda hacer lo que le exigen en los plazos que le ponen. Recuerde: no se ponga nervioso. Tiene tiempo. Por unos minutos, los secuestradores no van a dejar de querer cobrar el rescate.

Piet corrió una vez más la cremallera de la cartera flexible de Louis Vuitton que llevaba en la mano, comprobó que en su interior se encontraban los pequeños envoltorios con los diamantes, la cerró y, sin decir nada más, se dirigió hacia el salón contiguo. La esposa de Kees, más demacrada que nunca, estaba sentada en uno de los sofás.

– Saskia -dijo Piet-. Me tengo que ir ya.

– Que Dios te bendiga, Piet, que Dios te bendiga. Nunca olvidaré lo que haces.

Inclinándose, Piet besó a su cuñada en la frente. Suspiró y, con la mano derecha, le apretó el hombro con cariño.

– En seguida vuelvo -dijo.

Se incorporó, giró en redondo y se dirigió hacia la puerta de la casa. Un policía de uniforme, cuidando de no ser visto desde el exterior, abrió la puerta y lo dejó salir.

Piet se montó en su Mercedes, puso el motor en marcha y arrancó, encaminándose con lentitud hacia la cancela de salida del jardín.

Treinta y seis minutos más tarde estaba en la entrada del Jahrbeurs, el gran palacio de exposiciones de Utrecht. La acera estaba desierta. Aparcó con dos ruedas sobre el bordillo, se bajó del automóvil y, sujetando con firmeza la cartera que contenía las piedras preciosas, dio unos pasos hacia la puerta. Miró a derecha e izquierda con indecisión. No ocurrió nada. Nadie le interpeló, nadie se acercó a él. También estaba desierto el vestíbulo del edificio. Desde la calle, a través de las cristaleras de la fachada, podía verse, al fondo, un mostrador de guardarropía, cerca de los ascensores y de la escalera mecánica. A un lado de la puerta, había tres cabinas de teléfonos. Por enésima vez, Piet consultó la hora en su reloj.

Durante varios minutos más no ocurrió nada. Olvidando los buenos consejos que le había dado el comandante Baumann, Piet empezó a agitarse. En la distancia, se oyó el timbre de un teléfono que sonaba insistentemente sin que nadie atendiera la llamada. Van de Wijn tardó un buen rato en darse cuenta de que era uno de los que estaba en las cabinas públicas y de que no podía sonar sino para él. Comprendiendo por fin de qué se trataba, dio un gemido agitado y se precipitó hacia el vestíbulo. Acercándose a una de las cabinas, descolgó el auricular. Jadeaba.

– Diga…, diga -exclamó con voz entrecortada.

– Seis minutos de retraso, Piet. No lo vuelva a hacer.

– No, no… Es que había mucho tráfico.

A unos kilómetros de Utrecht, sentado en el potente automóvil que hacía las veces de cuartel general, Baumann dio un gruñido al percibir la angustia de Piet, tan clara incluso a través del filtro del sonido metálico y deficiente de la radio con la que se mantenía en mudo contacto con él.

– Diríjase a La Haya por la autopista -dijo Christiaan Kalverstat-. Una vez allí, aparque frente a la estación de ferrocarril. Entre en ella por la puerta en la que está la floristería, acceda a la zona de andenes. Inmediatamente a la izquierda, hay unas cabinas telefónicas. Espere allí. Tiene sesenta minutos.

– ¿Qué hacemos con el helicóptero? -preguntó Jongman.

– Que se dirija a La Haya, pero que se quede lejos -Jongman dio unas instrucciones por radio-. Aún estamos dando rodeos, Jongman. Van de Wijn nos irá llevando de sitio en sitio. -Señaló un monitor de pantalla cuadriculada, en cuyo centro se encendía y apagaba alternativamente una luz roja-. Mientras siga funcionando nuestro pequeño chivato del maletero, podremos seguirlo bien, ¿verdad? -Hizo un mínimo gesto de duda-. Me pregunto cuándo va a intentar despistarnos.

– ¿Quién?

Baumann puso los ojos en blanco. Suspiró.

– El secuestrador, hijo, el secuestrador.

En el gran vestíbulo de la estación de La Haya, Piet se acercó a las cabinas telefónicas y se detuvo. Rígido, sin moverse, se puso a esperar. Llevaba la cartera que contenía los diamantes agarrada con fuerza en la mano izquierda. Al cabo de un momento, sintió que le daban unos golpecitos en el brazo. Sobresaltado, se dio la vuelta, exclamando:

– ¿Qué…?

Un hombre de edad, sucio y mal trajeado, le miraba con curiosidad.

– ¿Es usted Van Wijn? -preguntó.

– Sí.

– Tome. Esto es para usted.

Le entregó un sobre, giró sobre sí mismo y se fue.

– ¡Eh, un momento! -dijo Piet al ver que el anciano desaparecía rápidamente.

Durante un instante, siguió mirando con fijeza al lugar por el que se había ido el desconocido y, después, se encogió de hombros. Bajó la vista al sobre que tenía en la mano, lo rasgó y extrajo de él una hoja escrita a máquina y una llave.

«Vaya a los armarios de la consigna y abra el número 76.»

Corriendo, Piet se dirigió al banco de armarios de la consigna de la estación y abrió el 76. En su interior había un mono azul, unas zapatillas de deporte y una nueva hoja mecanografiada.

«Vaya a los retretes que tiene enfrente. Quítese toda la ropa, póngase el mono y las zapatillas y deje absolutamente todos los objetos que lleve encima de la banqueta. Cartera, reloj, pulseras, radios, micrófonos, todo. RECUERDE: LE VA EN ELLO LA VIDA DE SU HERMANO. Cuando lo haya hecho, vuelva al lugar de los teléfonos. Tiene 4 minutos.»

Fueron los cuatro minutos más cortos y angustiosos de su vida. Y cuando por fin, endosado su ridículo atuendo, salía corriendo de los servicios públicos de la estación, se cruzó con seis hombres que, aunque de paisano, no podían disimular su condición de policías. Entraron en tromba en los servicios. Mientras tanto había empezado a sonar uno de los teléfonos. Corrió hasta él y lo descolgó. Jadeaba.

– Le estamos vigilando, no lo olvide. Diríjase en coche hacia Katwijk, pasando por el interior de Wassenar. Cuando llegue a la playa de Katwijk, aparque y vaya a pie por ella en dirección a Noordwijk. Hay dos casetas a los cien metros de entrar en la playa. Rebasada la segunda, tuerza a la derecha e intérnese por la duna en línea recta. Deténgase en el segundo poste de la electricidad. No haga tonterías.

Piet se puso a escudriñar a cuanta gente pasaba por el vestíbulo de la estación. Al cabo de un momento, como nadie parecía hacerle caso, salió a la calle.

Apenas un kilómetro más allá, el comandante Baumann se dio una fuerte palmada en el muslo.