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– ¡Ya está! ¡Ya está! -dijo con excitación-. Vamos…, vamos… Le han hecho cambiarse de ropa para que se quite cualquier micrófono a través del que nos pudiera estar hablando. Ahora va en serio… Sobre todo, no le perdamos de vista en este monitor. -Rió-. El pez es listo -se frotó las manos-, pero el pescador es más listo y más paciente.

Jongman lo miró con curiosidad sorprendida, pero no se atrevió a preguntarle nada. Sonó un teléfono móvil.

– Sí -dijo Jongman y escuchó con atención. Cortó la comunicación y añadió-: Comandante, los hombres que han entrado en los lavabos de la estación no han encontrado a nadie… Han recogido objetos personales y ropa de Van de Wijn. Nada más.

– Claro, lo que yo decía.

Hank Kalverstat, desde su coche, observó cómo Van de Wijn salía de la estación, se subía a su Mercedes y arrancaba en dirección a Wassenar.

– Un momento -dijo al guardaespaldas que conducía.

Esperaron dos minutos y vieron cómo pasaba a toda velocidad el automóvil del comandante Baumann. Kalverstat sonrió.

– Vamos -dijo.

Mientras arrancaban en dirección contraria a la tomada por los otros dos vehículos y se dirigían hacia la playa de Scheveningen, Hank cogió un teléfono móvil que había dejado en el asiento de al lado suyo. Marcó un número.

– ¿Me oyes?

– Te escucho… -dijo su hermano Christiaan.

– Va para allá.

– OK…

Christiaan se encontraba instalado en una tumbona de la playa de Katwijk. Personificación misma de la inocencia, parecía un turista nórdico disfrutando de un día de sol. Para tener mayor libertad de movimientos y para que, en cualquier caso, no existiera riesgo de que alguien le oyera cuando sus hermanos o él usaran los teléfonos, se había colocado lejos del agua, para así estar más aislado.

Respiró con profundidad dos veces. Sólo relajándose conseguiría que se le pasaran los nervios. La noche anterior casi no había dormido: repasaba una y otra vez el catálogo de cosas que podían salirles mal y de casualidades malhadadas que podían coincidir aquella tarde en aquel sitio. Nada de ello había contribuido a tranquilizarlo. Y durante la mañana, mientras comprobaba que todo estaba bien preparado y que nada había sido dejado al azar o, más tarde, al hacer las llamadas de teléfono, la tensión había ido aumentando. Pese a la calma que aparentaba, apaciblemente sentado en la playa como si fuera un bañista más, tenía un apretado nudo en la boca del estómago. Decidió beber un poco de agua, pero al acercarse la cantimplora a la boca le tembló tanto la mano que sujetaba el recipiente que tuvo que ayudarse con la otra.

Carraspeó. Miró a su alrededor con aparente indiferencia y, luego, consultó su reloj. Eran exactamente las dos y media de la tarde. En ese mismo momento, Nick, instalado en el asiento de su avión ultraligero, debía de estar encendiendo su móvil.

Christiaan tenía un saco de deportes sobre las rodillas. Dejó la cantimplora a un lado y, tomando la bolsa con ambas manos, se la acercó a la cara. Había hecho lo mismo unos minutos antes, al hablar con Hank. Abrió el saco y se inclinó hacia su interior, como si buscara alguna cosa. En esa misma posición, cogió una vez más su teléfono y marcó un número.

– Nick…-dijo.

– Ya -dijo Nick al cabo de un segundo.

– Buena suerte -dijo Christiaan y el receptor le devolvió un graznido. Esperó con la comunicación abierta.

Durante unos minutos, no pasó nada. Hasta donde estaba Christiaan llegaban amortiguados los gritos y risas de los turistas que jugaban sobre la arena o que entraban y salían del agua. Un domingo de mayo del todo normal.

A las tres menos cuarto, Piet van de Wijn llegó al aparcamiento de la playa. Detuvo el automóvil y, sin moverse de su asiento, bajó la cabeza y tragó saliva. Luego, despacio, se bajó del Mercedes, lo cerró y empezó a andar. Firmemente sujeta bajo el brazo llevaba la cartera con los diamantes.

– Madrecita mía -dijo Christiaan en voz baja, sin perder de vista el botín que sería suyo dentro de poco. Sin sacarlo de la bolsa, se acercó nuevamente el teléfono a la boca-. Vamos -dijo.

Una treintena de kilómetros más al norte, Nick levantó una mano para despedirse del público y pulsó el botón de arranque del motor del superligero. Funcionó a la primera. Protegido por un doble seto que delimitaba una improvisada pista de aterrizaje en el interior de la explanada (en realidad, se trataba de un pequeño espacio en el que, en los días en que se celebraban carreras de aficionados, los pilotos de las motocicletas más o menos preparadas calentaban sus motores), Nick hizo rodar el diminuto avión unos cincuenta metros, hasta el extremo sur de la pista. Allí, giró en redondo y, sin esperar, aceleró de golpe. Treinta segundos después, el aparato estaba en el aire y se elevaba con lentitud.

Rebasada la segunda de las casetas que había en la playa, Piet giró hacia su derecha como le había sido ordenado para internarse por la duna y alejarse del mar. Andaba despacio y con incomodidad: las zapatillas deportivas le estaban algo grandes y dejaban que le entrara arena que le oprimía los dedos de los pies. Cuando por fin alcanzó la maleza, se limpió las zapatillas dando pequeños saltos sobre cada pierna. Luego pudo acelerar su ritmo de marcha hacia el segundo poste eléctrico situado a un centenar de metros de donde se encontraba.

Christiaan Kalverstat, mientras tanto, se había levantado de su tumbona y, tras ponerse un chándal y meter todas sus pertenencias en la bolsa, se dirigió con lentitud hacia el aparcamiento. Una vez allí se montó en un pequeño BMW, arrancó el coche y lo encaminó hacia la autopista de Rotterdam y el sur.

Cuando Piet van de Wijn llegó al segundo poste del tendido eléctrico, miró con sorpresa a su alrededor. No había nadie. Tampoco había cabina telefónica ni aparente medio de comunicación con el exterior. En Holanda, el acceso a las dunas suele estar prohibido a la población civil y aunque desde donde estaba Piet podía oír los ruidos de los turistas en la playa, de algún altavoz y de los coches que pasaban por la carretera cercana, el lugar en el que se encontraba estaba desierto. Giró en redondo.

– No hay nadie -murmuró. Y después, levantando la cabeza, exclamó-: ¡Eh, no hay nadie! ¿Qué diablos…?

Dos kilómetros más allá, el comandante Baumann gritó:

– ¡Debe de estar ahí! ¡Vamos…, vamos! Jongman, esta gente va a aparecer desde detrás de cualquier sitio… ¡Vamos! ¡Los tenemos! -Bajó la voz-. Jongman! ¡Déme ese micrófono! -Se lo arrebató con impaciencia-. A todas las unidades… Estamos en la carretera sin salida que va hacia la playa de Katwijk. Diríjanse todos inmediatamente allá y sellen todas las salidas. ¡Sin sirenas!… Helicóptero, ¿me oye?

– Le oigo, señor.

– Acerqúese un poco a Katwijk…, pero no demasiado. Quédese a altura suficiente para que no lo vean.

– Comprendido.

– ¿Por qué no le dice que se ponga encima? -preguntó Jongman.

– Porque es nuestra última baza, hijo, si todo falla y por alguna razón que ignoro los secuestradores se nos escapan… -Se inclinó hacia el conductor y le dio dos golpecitos en el hombro-. Más de prisa. No comprende usted, Jongman, que los secuestradores no pueden ser tan idiotas como para meterse en un callejón sin salida. Han demostrado justo que son lo contrario. Lo han hecho todo bien hasta ahora ¿y ahora se van a equivocar? No, hombre, no.

El potente automóvil de la policía avanzaba a toda velocidad por la estrecha carretera, entre la duna y los campos de flores, perfectos rectángulos de tulipanes, jacintos y gladiolos de todos los colores, que desfilaban, aparecían y desaparecían del campo de visión de los pasajeros como en un caleidoscopio, exhalaciones de rojo, azul, amarillo y naranja. Por fin, al franquear una última curva y coronar una última pendiente, pudo verse el aparcamiento lleno de vehículos. Baumann dio un gruñido de impaciencia.

– ¿Comandante?… Aquí el helicóptero.