– Adelante.
– Por la línea de la costa se acerca un ultraligero.
– ¿Un qué?
– Un avión ultraligero, señor.
– Son avioncitos de juguete con un motor de dos tiempos, comandante -dijo el conductor de Baumann-. Puede volar una persona, despacio y a baja altura…
– Ya sé lo que es un ultraligero… No soy idiota…
– … en dirección al sur. Si mantiene la trayectoria, acabará pasando por toda la playa. ¿Bajo y le hago dar la vuelta?
– ¿No puede usted darle instrucciones por radio?
– No, señor, no llevan radio.
– No. Negativo -dijo Baumann, encantado de poder utilizar un término que le parecía el paradigma de la eficacia verbal americana-. Negativo -sonrió-, no baje. No queremos ser vistos.
– OK.
Van de Wijn dio una última vuelta alrededor del poste eléctrico y, por último, se detuvo desconsolado. Pensó en darle una patada a un pequeño cilindro que había en el suelo, medio disimulado debajo de un matorral. Dio un paso hacia él, empezó a empujarlo con el pie y repentinamente el cilindro, forzado por el desnivel, rodó una corta distancia.
Piet frunció el ceño y se agachó a mirarlo más de cerca. Con una exclamación de sorpresa, se puso en cuclillas. El cilindro tenía una longitud de unos cuarenta centímetros por un diámetro de diez y estaba envuelto en una gruesa tela de camuflaje militar. Tenía unas agarraderas hechas de algodón trenzado, como el de las asas de las bolsas de viaje, y de ellas colgaban unas hebillas de latón. A todo lo largo aparecía en negro la inscripción PAL 90, Personnel Air-Lift, Personal Arrned Forces Liberating Unit 90, series no. 05-881-208345-bh. US made, property of the US Defence Dpt.
– ¿Y esto? -se preguntó Piet frunciendo el ceño.
De una de las abrazaderas colgaba una pequeña bolsa de caucho negro reforzado. Enrollada a su alrededor, había una cuerda de nailon. En el centro del cilindro había una hebilla de plástico de unos cinco centímetros de diámetro. Al tomar la bolsa de caucho entre los dedos de la mano izquierda, Piet vio que había una hoja doblada y sujeta a ella con papel celo. Con gran cuidado, se incorporó. Le dolían las rodillas y se sentía un poco mareado por el esfuerzo. Alzó la barbilla para respirar mejor. Dejó que transcurrieran quince o veinte segundos mientras respiraba profundamente por la nariz. Después se agachó de nuevo y arrancó el papel.
En ese mismo momento, en el aparcamiento de coches de la playa, Baumann daba instrucciones al numeroso grupo de agentes que lo rodeaba.
– Ábranse en abanico… Ya saben lo que tienen que hacer. Rápido pero con cautela… No sabemos cuántos son ni si Van de Wijn corre peligro inmediato. Adelante. Buena suerte.
El papel, una nota escrita en lo que más tarde se comprobó que era la misma máquina de escribir que la utilizada para las anteriores instrucciones, decía:
Coloque los diamantes en la bolsa de caucho negro y ciérrela con la cinta aislante que encontrará en su interior. Con la parte más redonda apuntando hacia arriba, sostenga el cilindro verticalmente, apártese diez pasos del poste y tire de la anilla de plástico con la otra mano.
En la distancia se oía el motor de un pequeño avión, cuyo zumbido, como si se tratara del vuelo de un moscardón, aumentaba y disminuía de volumen con las corrientes de aire y las reverberaciones producidas por las irregularidades del terreno.
Piet hizo lo que le ordenaban, y al coger el cilindro, se sorprendió de su peso. La bolsa de caucho, ahora llena con el botín del rescate, colgaba de una fina y resistente cuerda de nailon de unos dos metros de largo.
Se apartó del poste los diez pasos requeridos, agarró la anilla con dos dedos y cerrando los ojos tiró de ella con fuerza.
– Dios mío -dijo.
Con un violento tirón que desplazó a Piet y lo dejó, primero, tambaleándose y, luego, sentado en el suelo, el cilindro, haciendo un ruido neumático como si absorbiera aire con fuerza por una bocana muy estrecha, empezó a hincharse como un globo y a elevarse con rapidez. Colgando dos metros por debajo de él, la bolsa de caucho se balanceaba apacible y, le pareció a Piet, majestuosamente.
Todos, Piet, desde el suelo, y el comandante Baumann y Jongman y la miríada de agentes que se encontraban a unos cincuenta metros del poste de la electricidad, fueron alzando la cabeza, boquiabiertos, siguiendo con la mirada el fantástico vuelo de los diamantes.
Quinientos metros más al norte, Nick dio un graznido de entusiasmo y, sin apartar la vista del cilindro que se elevaba delante de él, corrigió mínimamente la dirección de vuelo del ultraligero. Había ensayado la maniobra muchas veces y sabía lo que debía hacer, casi con los ojos cerrados. Tantos PAL 90 robados de la base de Woensdrecht habían servido para perfeccionar la maniobra hasta alcanzar la precisión más absoluta.
Vio que el PAL 90 volaba más despacio que los que había utilizado para las pruebas e inclinó un poco el morro del avión. Pensó que tenía suerte de que no hubiera viento, aunque, en tal caso, Hank habría retrasado el pago del rescate. Hank lo había previsto todo. Siempre lo preveía todo.
Y, en seguida, Nick se había colocado con gran exactitud entre el cilindro y la bolsa de caucho negro que colgaba debajo de él. La cuerda fue a encajarse más o menos por su mitad en la uve del extremo de la barra de aluminio instalada en el frente de la hélice del ultraligero. Habían comprobado que si la cuerda se cortaba más o menos por la mitad, quedaba con una longitud de un metro que, añadido a los veinte centímetros de la bolsa de caucho negro, no alcanzaba a sobrepasar el metro y medio de la barra, con lo que no provocaba la destrucción del paquete por la hélice. Nick se había entrenado a cortarla por más abajo de su mitad.
Al entrar en contacto con la cuerda, la uve metálica se cerró cortando a aquélla en dos. Se trataba de un instrumento muy sencillo y preciso: en su parte inferior era una pinza muy ancha, capaz de sujetar el extremo de la cuerda y la bolsa y resistir la presión del viento. Por su parte superior, era simplemente una tijera.
El PAL 90 siguió su lenta ascensión.
Nick, echando la cabeza hacia atrás, dio un grito gutural, casi primitivo, de triunfo. Inclinó el avión hacia la izquierda y, reduciendo su altura, se dirigió por encima de la duna, hacia los campos de flores rodeados de árboles que había en el interior.
– ¡Santo…! -exclamó Baumann.
Todos estaban petrificados. El comandante se llevó a la boca el transmisor portátil.
– Helicóptero -dijo.
– Le oigo.
– ¿Han visto eso?
– Afirmativo, señor. Le tenemos. ¿Bajamos a por él?
– No, no…, en absoluto, no… Esto… ¿Él no los puede ver a ustedes?
– Lo dudo, señor…, quiero decir… negativo. No nos puede ver. Estamos muy alto.
– Entonces, no lo pierdan de vista. Síganlo.
– OK.
– ¿Hacia dónde va?
– Hacia el este. Está aproximadamente a dos kilómetros en línea recta… No, señor… ahora vuelve a girar hacia el sur… a retomar la línea de la playa… Sí. Va en dirección a Scheveningen.
– ¡A los coches! -dijo Baumann. Y alzando la voz-: Señor Van de Wijn. Venga aquí, por favor. Nos vamos.
– Pero…, pero -dijo Piet, aún paralizado por la rapidez con que se habían sucedido los acontecimientos.
Baumann extendió un brazo hacia él.
– Vamos -dijo.
El conductor de Hank Kalverstat hizo girar el automóvil y, marchando muy despacio, lo acercó hasta la barrera del aparcamiento subterráneo. Bajó la ventanilla, alargó el brazo y tomó el billete que escupía la máquina.
La barrera se levantó y el Mercedes entró en el garaje. Se encontraban debajo del inmenso hotel Kurhaus de la playa de Scheveningen.
El hotel, en la parte que da a la playa, tiene una gran terraza. Frente a ella existe una enorme explanada, llena de bares, cafeterías, orquestinas y una gran piscina pública. Casi sin solución de continuidad, la playa se extiende a derecha e izquierda de la explanada. Adentrándose en el mar desde su centro, como si se tratara de una prolongación del hotel Kurhaus, un ancho muelle parte la playa en dos. Varios edificios rodean al Kurhaus y, al nivel de la calle, los recorren en todos los sentidos decenas de galerías comerciales, llenas de gente a todas horas. Scheveningen es un sitio ideal para que un delincuente confunda a la policía y le haga perder su rastro.