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El ultraligero empezó a perder altura, no mucha, claro, puesto que no volaba a más de treinta o treinta y cinco metros sobre el nivel de la playa. Dado su poco peso y la reducida velocidad a la que vuela, un avión ultraligero apenas si necesita unos veinticinco metros de superficie lisa para aterrizar. Volando ya cerca del muelle, Nick se inclinó para buscar un sitio apropiado en un sector de playa que, como el norte de la de Scheveningen, tiene siempre poca gente. Bajando su ala derecha, se adentró en el mar y siguió girando en redondo hasta encararse de frente con la playa.

– Va a aterrizar -dijo el copiloto del helicóptero-. ¿Señor?

– Diga, helicóptero -contestó Baumann desde el interior de su automóvil.

– Se dispone a aterrizar en la playa de Scheveningen, al lado del Kurhaus…

– ¡Está loco! Va a matar a alguien.

– No, señor, la gente se está apartando.

– ¡Diablo! Se nos va a escapar… Helicóptero… ¡Baje a por él! ¡Baje, baje!

El piloto del helicóptero de la policía giró bruscamente el aparato e inició un rápido descenso.

Nick había apagado el motor y se deslizaba planeando hacia la playa. Levantó un poco el morro de la avioneta y se posó limpiamente. Se detuvo a los pocos metros de rodar.

Se soltó el cinturón de seguridad, se apeó de su asiento, levantó la vista hacia un niño que le miraba con asombro y le sonrió.

– Hola -dijo-. En seguida vuelvo.

Un perro se acercó a olisquearle los zapatos. Nick sacó una pequeña navaja de su bolsillo, se aproximó a la barra de aluminio que sobresalía del motor y cortó la cuerda que sujetaba la bolsa de caucho. La recogió del suelo, la lanzó una vez al aire, se la metió después en un bolsillo y se dirigió rápidamente hacia las galerías del frente marino del Kurhaus.

Cuando habían planeado la operación del rescate, Christiaan había dicho que era imposible aterrizar en el Kurhaus sin armar un pandemónium y sin que a Nick lo detuviera la policía.

– Ni hablar -había contestado Hank-. Tú te crees que están siempre preparados para todo y que todos los días les cae una avioneta del cielo. Mira, se van a quedar tan pasmados que no se va a mover nadie. Y, cuando quieran reaccionar, será demasiado tarde. No. Ni hablar. A Nick le dará tiempo a bajarse del trasto, cortar la bolsa y llegar a las galerías, antes de que a un policía se le ocurra siquiera preguntarle lo que está haciendo. No habrá ni policía, hombre.

Después habían pasado cuatro domingos comprobando la teoría de Hank; y, en efecto, sólo una pareja de policías paseaba de modo habitual por la zona. Solían quedarse más bien en el extremo sur de la playa y, cuando regresaban hacia el centro, nunca alcanzaban el muelle. Por otra parte, mientras qué en el sector sur de la playa, una carretera separaba la arena de los edificios y ahí sí circulaban con frecuencia coches de la policía, en el sector norte, la arena llegaba hasta los edificios mismos, con lo cual los coches-patrulla no tenían modo de acceder a la playa.

Una vez dentro de la galería comercial, Nick se dirigió hacia la escalera mecánica de bajada al sótano. Descendió por ella, torció a la derecha y entró en el aparcamiento. Diez metros más allá, lo esperaba el Mercedes de Hank. Se abrió la portezuela trasera y Nick se subió al coche, que se puso en marcha.

– Lo hemos perdido, señor -dijo lacónicamente el copiloto del helicóptero.

19.10

– No, no -dijo el comandante Baumann-. Ahora va a ser necesario esperar a que los secuestradores vuelvan a llamar para la segunda parte del rescate. Sin embargo…

– Dios mío -dijo Saskia.

– Si llaman, comandante -interrumpió Piet-, si llaman. No olvide usted que, contra lo que se les prometió, la policía intentó cazarlos cuando cobraban el rescate.

– Nunca nos vieron, señor Van de Wijn… No. De hecho, podemos decir que por el momento han cumplido… -Baumann se calló bruscamente-. Nos han tomado el pelo desde el principio.

– ¿Qué dice usted? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien mi hermano?

Baumann sonrió.

– Desde luego. No deben ustedes preocuparse. Su hermano regresará pronto sano y salvo. Miren ustedes. Desde el principio sospechábamos que la segunda parte del rescate era una estratagema. Nadie en su sano juicio puede esperar que unos ciudadanos respetuosos con la ley la infrinjan obteniendo y entregando a unos secuestradores una cantidad enorme de droga. ¿Setenta y cuántos kilos? -preguntó, volviéndose hacia Jongman.

– Setenta y un kilos y cuatrocientos gramos, señor.

– Ridículo. Ridículo porque ustedes no hubieran tenido más remedio que acudir a las autoridades para que les suministraran esa cantidad de droga. A menos de que ustedes mismos sean traficantes, cosa que no me parece ser el caso -añadió sonriendo-. No. Y el Gobierno no se va a poner a venderles a ustedes droga, ¡una droga, además, tasada por los propios delincuentes!, porque acabaría siendo el cuento de nunca acabar. ¿Se lo imaginan ustedes? Habría cola para secuestrar a gente. -Rió.

– ¿Y entonces? -preguntó Piet.

Baumann se puso serio.

– ¿Cómo dice?

– Digo que entonces, ¿qué pasa?

– Ah, sí, perdone… No, claro. Una broma de mal gusto, claro está. Desde el principio pensamos que era una estratagema. Teníamos razón: los secuestradores querían preocuparnos con la segunda parte del rescate, puesto que la primera, con ser cara, era sencilla de resolver. Así, hacían que bajáramos la guardia. Sabían de antemano que no podía ser, claro. Pero es que, además, hemos tenido la prueba de ello todo el rato y no la hemos visto. -Levantó una mano para que no lo interrumpieran-. Le decían a usted, ¡no acuda a la policía!, ¡cuidado, su hermano corre peligro!, ¡que no se enteren las autoridades de que ha sido raptado!, y durante todo este tiempo, se suponía que tenían que comprar droga, ¿de quién?, de las autoridades… -concluyó triunfalmente-. Una cortina de humo que no se cree ni un niño de pecho, quiero decir, ¿verdad?

– Perdone, comandante Baumann -dijo Piet.

– ¿Eh?

– A nosotros es normal, pero, por lo que dice usted mismo, les han engañado como a inocentes damiselas -dijo con severidad.

– ¿Cómo? -preguntó Baumann.

Roissy, 21.00

Habían rodado a buen ritmo, sin detenerse, pero sin sobrepasar el límite de velocidad de las autopistas holandesas, belgas y francesas. Un poco más lejos, a la izquierda, se distinguía la mole redonda e inconfundible de la terminal del aeropuerto Charles de Gaulle de París.

El gorila que conducía puso la flecha para indicar que abandonaba la autopista por la salida de Roissy, para acceder al hotel Sofitel.

En el aparcamiento del hotel estaba el BMW de Christiaan, con el motor aún caliente y haciendo el ruido clásico, ping, ping, del metal al enfriarse. Acababa de llegar.

– Está Chris aquí -dijo Nick, dando un graznido-. Oye, Hank, ¿tú crees que nos podríamos acercar a París a divertirnos un poco? Ya sabes…

– No. No puedes.

– Me llevaría a Bernhardt -imploró Nick, señalando al conductor.

– No, Nick, sabes que no. Vamos con el tiempo muy justo, tenemos que llegar a Madrid mañana por la tarde y no quiero arriesgar nada. No.

SEGUNDA PARTE

MADRID