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– Ya, y si te pillan, el que acaba en el chiquero eres tú.

– No te pillan.

– Ya me lo contarás cuando acabe la broma esta de Marey -dijo José Luis.

– ¡No, hombre, no! No les va a pasar nada. Estaría bueno. ¿Sabes lo que te digo? Si a mí mañana me dicen que para acabar con el crimen este tengo que meterme en el fango con guantes de cabritilla y luego sacarlos de la mierda como una patena… Oye, que se lo cuenten a otro.

– Y dale, Carlos. Que estos tíos del GAL son tan quinquis como el Nani…

– Ya. Bueno… eso no tiene nada que ver. Ya sabemos que en la policía hay mucha porquería. Vale. Dicho lo cual, que me dejen hacer mi trabajo. Y además, ¿se han quedado con el dinero?

– Pues sí.

– Vaya, bueno, pero es que son unos sinvergüenzas.

– O sea, que para lo de un quinqui el fin justifica los medios. Jopé, oyéndote cualquiera diría que te los cepillas por pares, Carlos.

– No, oye, no me tergiverses las cosas, que yo sé lo que me digo.

– Sí, hombre, tienes una empanada mental que no te aclaras.

– No, Gera. Si a mí se me quedara un quinqui entre las manos, ten por seguro que habría sido por una desgracia intentando hacer cumplir la ley. No se me queda, claro, porque soy un tío normal, pero así son las cosas. A mí lo que me estorba sobremanera es que se me vaya a quedar un quinqui entre las manos… o un etarra, vamos, y yo acabe pagando el pato por todos. Y mientras tanto nuestros jefes sonriendo en las Cortes…

– … Dando la cara en los tribunales…

– Vale, vale, poniendo la carita donde quieras, pero librándose del lío porque ellos son excelsos servidores del Estado con e mayúscula y no se habían enterado. -Hizo un gesto negativo con la cabeza-. Ni hablar, Gera. Si yo me pringo y presto mi servicio a la comunidad, los demás que también apechuguen con lo suyo.

Otrosí digo. Y si no les gusta, lo que tienen que hacer es dedicarse a las grandes finanzas…

– Sí -dijo José Luis riendo-, como el director de la Guardia Civil.

– No, hombre, no seas idiota. Como el Javier Montero ese, que lo que hace es comprarse bancos, bailar sevillanas e ir de fino por la vida. También habrá que ver ése lo que no habrá hecho para estar allí arriba. Y por la tarde, cierra el chiringuito, se coge el Ferrari, se monta a una tía y a otra cosa. -Se comió una aceituna y, volviéndose hacia José Luis Álvarez, dijo-: Oye, ¿tú conoces mi teoría sobre las mujeres?

– No conozco tu teoría sobre las mujeres. Pero espera un momentito, que antes de que me la cuentes, porque me la vas a contar, quiero que el Gera… Oye, Gera, ¿dónde está el cementerio de coches ese de Canillejas?

– ¡Ah! No se trata sólo de saber dónde está, querido, a ver si me entiendes. Hay que ser colega del gitano que anda suelto por ahí. -Lo miró con curiosidad; apuró su vaso de cerveza de un trago-. ¿De verdad que quieres buscarle un renol cinco desvencijado a tu mujer? Tú sabrás, tío. Bueno, tú te las compones con el gitano -añadió, encogiéndose de hombros; cuando el Gera se encogía de hombros, se le movía toda la gigantesca anatomía-. Detrás de un vertedero, al final de la calle Maratón, ahí está. Encontrarás de todo. Mejor te llevas una hoja pericial, a ver si me entiendes, ¿sabes lo que te digo? Ayer hasta vi una furgoneta blindada de esas de transportar dinero. Hombre, desconchada y tal, pero no me pareció que estuviera tan mal, ya ves… Oye, Carlos, antes de que les cuentes a éstos tu teoría sobre la conquista de las mujeres, yo me voy a comer. Te veo en la brigada a las cuatro y media. Agur, camaradas.

Alzó la mano, dio una palmada en el hombro de Carlos y se marchó.

– ¿Sabíais que el hermano del Gera juega por fin el domingo con el Madrid? Están todos como flanes, empezando por el propio Pepillo…

– El Marca da la alineación esta mañana -dijo Andrés desde detrás de la barra-. El chaval está inmenso. ¿Viste los dos goles que metió el domingo con el Madrid B?

– Ya -dijo Carlos-, mientras no se eche a perder… Lo que yo os diga, colegas: no hay sensación en este mundo como la que se lleva en el estómago cuando por fin vas subiendo despacio por la escalera de casa con la señora dos escalones más arriba, sabiendo que la vas mirando, porque lo sabe, y pensando dentro de cinco minutos estaremos en el catre… Acabas de darle de cenar, has jugado a mirar y a insinuar, le has acariciado un hombro y todo ese tiempo ella sabía a por lo que ibas y no se te ha echado para atrás.

– Yo le dije al jefe -interrumpió José Luis- que el colombiano aquel era mal bicho y que, además, con la pasta que manejan, tienen comprada a media España.

Carlos, con su teoría de la conquista de la mujer a medio explicar, se volvió hacia Andrés y le susurró confidencialmente:

– A mí me parece que aquí el camarada Álvarez es más maricón que un pato: le interesa más el kilo de coca que le metieron al jefe en la maleta cuando volvió de Bogotá que el método infalible para llevarse a una señora al tálamo…

– ¿Tálamo? -preguntó Andrés arrugando el entrecejo. Alargó la mano, cogió una botella de rioja y se sirvió un vaso.

– Lecho, catre, piltra, altar en el que se consuma la suprema suerte…

– Suerte, la que tendrás tú si algún día te tiras a una tía, chaval.

– Pues mira, hombre, José Luis, como no lo remedie la divina providencia, que no lo va a remediar, sin ir más lejos, esta noche, mira tú por dónde. -Y le guiñó un ojo muy azul.

CAPITULO VI

VIERNES 22 DE MAYO

2.30

– Qué va -dijo Carlos, incorporándose sobre un codo-. Lo que pasa es que en la brigada nos obligan a mantenernos en forma y uno, que es fuerte de natural, se trabaja el músculo.

A su lado, tapada por almohadas y arrebujada en las sábanas, Paloma dio un gruñido.

– ¿Cómo dices? -preguntó Carlos.

– Digo que… -Y el resto se perdió en un murmullo vago e ininteligible.

– No te entiendo una palabra, chica.

De un golpe, Paloma se apartó las sábanas de la cara y, resoplando para quitarse el pelo que le tapaba la boca, dijo con paciencia:

– Digo que sólo me interesa que te trabajes un músculo que yo me sé.

Y se volvió a tapar. Al cabo de un momento, del montón de ropa escapó una risa. Carlos se inclinó hacia atrás y alargando el brazo cogió un cigarrillo de la mesilla de noche. Lo encendió.

– No sé para qué fumas -dijo Paloma desde debajo de las sábanas-. Te huele el aliento a tabacazo y no me gusta nada.

– Pues no se te nota.

– Oye, poli -dijo Paloma incorporándose de un salto y sentándose con las piernas cruzadas-. ¿Cómo os llaman ahora? ¿Polis, pasma, maderos o qué? -Carlos se encogió de hombros-. Como eres el primero con el que ligo… Oye, tú, no seas impertinente. Deja ya de mirarme -dijo doblando una pierna para taparse. Su rodilla quedó a la altura de la cara de Carlos, que se inclinó y le dio un beso-. Quita, no seas plasta… ¿Qué tienes ahí?

Con el dedo índice le tocó suavemente la cicatriz que tenía en la boca del estómago. Carlos cerró los ojos.

– Nada. Una cicatriz.

– No me digas. Eso ya lo veo yo. Pero ¿de qué es? -insistió Paloma, pasándole el dorso de la mano por la rugosidad de la piel.

– ¿Eh?

– Seguro que de un tiroteo con los malos en vuestra incesante guerra contra el crimen, ¿no? -Carlos, con los ojos cerrados, sonrió-. Oye, dime una cosa. ¿Tú pegas bofetadas?

– ¿Cómo?

– Que sí, hombre, que si pegas bofetadas. Ya sabes, a los quinquis… en las comisarías y tal. Ya sabes, en los interrogatorios. ¡Confiesa! ¿Dónde has puesto la pasta? ¡Zas! -Ladeó la cabeza-. Ya sabes. Porque vosotros pegáis ¿eh?