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– De eso nada -contestó con indignación-. Yo no pego… ni mis compañeros. Estamos un poquito hasta las bolas de que la gente lo diga, la verdad.

– O sea, que todos los años salís en el cuadro de honor de Amnistía Internacional como los más pegones de los países civilizados y me dices que no rompéis un plato…, ¿eh, tío? -Lo empujó con un dedo.

– Ni hablar…, eso son chorradas.

– ¿Chorradas? ¿Tú crees que soy imbécil o qué? A ti, o sea, a ti no se te escapa una galleta en cumplimiento del deber en tu vida, ¿no? -Carlos negó con la cabeza-. Ni siquiera cuando el tío ha violado a una niña. -Carlos volvió a hacer un gesto negativo-. O si se acaba de llevar a un compañero tuyo por delante. Pues yo lo haría…

– Hombre… -murmuró Carlos encogiéndose una vez más de hombros-, hay veces que… -alzó las cejas-. Bueno… qué quieres que te diga, somos humanos, ¿no?

– ¡Aha! Y así, cuando estás convencido de que un quinqui sabe dónde hay un alijo de cocaína pero no lo quiere decir…

– … se le interroga sin violencia.

– … se le cose a tortas hasta que canta y luego vosotros, los celadores del orden, os quedáis con la coca por hacerle un bien a vuestros semejantes. Ya.

– No digas bobadas, mujer. Hombre, bueno -añadió al cabo de un momento Carlos con resignación-, la verdad es que hay veces en que se necesita saber la verdad muy de prisa para que no se te escapen los demás de la banda…

– Vamos, que tú le forras al detenido la cara a guantazos por prestarle un servicio a la Sociedad con ese mayúscula.

Carlos finalmente se impacientó.

– Oye, chiquita, vamos a ver: aquí vivimos en un mundo sórdido, sucio y lleno de hijos de puta que a poco que puedan dejan a esta Sociedad con ese mayúscula, como tú la llamas, para el arrastre…

– No me grites -dijo Paloma en voz baja.

– Si no te grito…, de verdad, perdona, no te grito. Pero es que hay veces en que se me llevan los demonios. Verás. El mundo de cuento de hadas en el que vives tiene por debajo otro que es un infierno. Ése es el que yo vivo, ése es el que me ha tocado vivir para proteger el tuyo…

– ¿Sí? Mi mundo, Carlos guapito, es uno en el que yo y mis hermanas trabajamos diez horas diarias porque mi padre está en una silla de ruedas y mi madre se murió en el mismo accidente. Mi cuento de hadas…, qué sabrás tú de cuentos de hadas… -Sacudió la cabeza-. A ver si despertáis, chico, que está una hasta aquí de que me defendáis y luego no encontráis a un secuestrado de ETA así os aspen, espíritu de Ermua os iba yo a dar, y luego salgo a la calle a ver qué colgao me arranca el bolso y eso que, como estoy buena, tengo suerte si además no me viola… Anda, anda, que os ponéis como el Cid Campeador con esto de la campaña de la virtud… -dijo virtud con sorna exagerada.

– Paloma, Paloma, verás. Que no me pongo nada ni pretendo nada. Lo único que te digo es que, con lo mal que lo pasas tú, lo mal que lo pasa tu viejo, todavía estáis en el paraíso comparado con la mierda que yo como todos los días… Y cuando mis colegas y yo estamos de vuelta de madrugada habiendo trincado a un camello que probablemente tiene el sida y que se lo ha contagiado a Dios sabe quién… ese tío no merece ni vivir, no te quiero contar llevarse unas cuantas bofetadas para que nos diga dónde le suministran la droga…

– Ya. Y un día se os calientan las bolas a unos cuantos y adiós Nani…

– No, Paloma. Ésos fueron unos bestias criminales…

– ¿Y en qué se diferenciaban de vosotros?

– En que, me cago en la mar, ellos se pringaban o se pringan, qué sé yo, el bolsillo y yo no me pringo nada de nada. Lo único que intento es hacer cumplir la ley, pero no para que se salve un quinqui, que me da lo mismo, sino para que no joda al prójimo…

– Muy fino.

– Bueno, perdona. ¿Qué haces?

– Ya lo ves: me visto.

– Pero ¿por qué?

– Porque me voy a casa, anda éste. Me voy al cuento de hadas. ¡No me toques! Mira que si se te escapa una galleta…

– No hay quien os entienda -dijo Carlos, levantando las dos manos a la altura de los hombros.

Paloma rió.

– Supermán -dijo-. Que pareces el guerrero del antifaz.

4.35

– Gera…

– Oye, Gera… Ya sé que es tarde. Gera…

– Carlos. -El Gera tosió, bostezó de forma interminable y se rascó la coronilla. Luego alargó el brazo buscando el interruptor de la mesilla de noche-. Cago en diez, Carmen, vamos a poner la dichosa lámpara en un sitio donde lleguemos todos.

Por fin encontró el cable eléctrico. Encendió la luz e hizo girar el despertador hasta que consiguió ver la esfera.

– Carlos. Me cago en tu padre… Carlos, jopé, las cinco menos veinticinco de la madrugada.

Carmen, arrebujada en las sábanas, se dio la vuelta y empujó la frente contra el estómago del Gera. «Macizo», murmuró.

– Gera, tío, espera un momento, hombre. Que nos llama el jefe…

– ¿Ahora? ¿Qué quiere? ¿Que le hagamos el zumo de naranja?

– Venga, tío, que estoy abajo esperando. Llevo diez minutos llamando…

– Como te pille el móvil, lo pateo.

– Jopé, que es que dormís como elefantes.

– Hombre, Carlos, usted perdone. Lo siento. Mira que ocurrírseme dormir por las noches…

Colgó el teléfono. Se volvió hacia la izquierda y se tapó con las sábanas.

– ¿Qué pasa? -preguntó Carmen.

– Las cinco menos veinticinco, eso es lo que pasa, que parece que estamos en las películas. Aquí no se trabaja más que por las noches, hala, para la cosa del misterio y del riesgo -contestó el Gera. Y se quedó dormido.

– ¿Qué tripa se os ha roto? -le preguntó a Carlos cuando bajó al portal diez minutos más tarde-. Oye, que aquí abajo hace un gris que afeita.

– Claro, es que son las cinco…

– Menos veinticinco, no me lo recuerdes más. Venga, vámonos. ¿Dónde nos espera el jefe?

Carlos carraspeó.

– Bueno, la verdad es que en ningún sitio. -Y dio con rapidez un paso atrás para evitar que el Gera lo agarrara por las solapas y lo zarandeara; conciliador, levantó una mano-. Espera, hombre, espera un momento, que para ser tan grande tienes la mano más ligera… Gera, me ca…, es que te tengo que hablar…

El Gera resopló y levantando la vista al cielo se apoyó contra el quicio del portal. Se metió las manos en los bolsillos.

– ¿Qué has hecho ahora?

– Me he enamorado. -El Gera sacó el llavín de su bolsillo, se dio la vuelta y lo metió en la cerradura-. Espera, hombre, tío, no te vayas. A alguien se lo tengo que contar, caray, que la tía no me hace ni caso.

– Menos mal que aún queda gente sensata por el mundo. ¿Es la tía buena que te esperaba a la puerta de la brigada?

– Ya ves…

– Pues está para untarle pan. No me sorprende que te pongas malo. ¿Te la has tirado o es sólo dolor de huevos?

– No, de veras, Gera, no te rías. Cuando la tenía en los brazos en casa, te juro que me daba la risa. Me parecía ridículo estar a solas con una tía tan buena…

Bajando por la calle de Diego de León se encaminaron despacio hacia Serrano. Carlos encendió un cigarrillo. La luz de las farolas se reflejaba en el pavimento mojado: acababan de pasar los regadores y aún se los oía tres calles más arriba dirigiendo el potente chorro de sus mangueras contra los bordillos de las aceras para que el agua desalojara hojas, bolsas de plástico, colillas y polvo acumulado durante las horas de sol. Olía a humedad de primavera y a asfalto encharcado. A lo lejos se divisaban las siluetas de los rascacielos de la Castellana en el claroscuro apenas intuido e incierto de los momentos que preceden al amanecer. Al otro lado de la calle, unos trasnochadores que acababan de salir de un bar que está en la esquina de Velázquez con Diego de León iban riendo. A uno le dio un ataque de tos.