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– Es que fumas que es demasié, tío -le dijo su compañero dándole un empujón.

Se acercaron a un automóvil blanco aparcado frente a ellos. El que había tosido se subió por el lado del conductor y se inclinó para abrir desde dentro la portezuela del pasajero. Su acompañante se instaló a su lado y en seguida el coche arrancó en dirección a Serrano. Carlos y el Gera, andando despacio y medio distraídos, habían seguido toda la escena desde la acera de enfrente.

– Por ahí tiene su nido una pareja de cernícalos -murmuró por fin el Gera-. Los veo por las mañanas temprano, planeando, buscando ratones. Son preciosos, amarillo dorado. Oye, Carlos, ¿tú sabes quién es ese que va con el tío que tose? Esos que acaban de salir del bar aquel… -Se paró-. ¿A ti qué te recuerda esa medio chepa?

– Jacinto Horcajo -dijo Carlos-. Mierda, Gera, que es Jacinto Horcajo.

Los dos echaron a correr hacia la esquina, pero el coche iba ya lejos y sólo se le divisaban las luces traseras, que se encendían con mayor intensidad cuando el conductor frenaba al llegar a algún cruce.

– ¿Qué coche era? ¿Tú lo has visto? -preguntó Carlos jadeando.

El Gera entrecerró los ojos para intentar ver mejor y luego, encogiéndose de hombros, apretó los labios.

– Blanco…, blanco…, dos puertas…, podría ser un Opel Corsa -dijo al cabo de unos segundos.

– Somos más lentos… Puede, Gera. Opel Corsa, matrícula de Madrid… ¿Qué más?

– ¿Qué más quieres, macho? Me cago en la mar, Horcajo, Carlos. Conque ya no volvía de Colombia, ¿eh? Se había ido ¿hace qué?…, ¿dos, tres años? ¿Eh?

– Casi tres -murmuró Carlos.

– … y no volvía porque le arrancaban la piel a tiras los holandeses y los americanos y los del cártel de Cali y la madre que los parió… Al jefe le da una apoplejía, me cago en la mar, Carlos.

– Vamonos a la brigada, tú. ¡Corre!

Y alzando una mano llamó a un taxi que pasaba en. aquel momento.

– ¿Qué me decías de que te habías enamorado? -preguntó el Gera en voz baja al sentarse en el taxi. Se inclinó hacia Carlos como quien espera una confidencia.

10.15

Al inspector José Luis Alvarez que, junto con Carlos de Juan y el Gera, estaba destinado en el Grupo 4.° (Cocaína) de la sección operativa de la Brigada Central de Estupefacientes, le aburría sobremanera tener que acudir a desayunar a casa de su suegro, Julio Galán Torrent, el rey del mueble de oficina. No le caía bien su suegro; es más, no le divertía en absoluto. Pero no le quedaba más remedio que aguantarse.

Nacido setenta y cuatro años antes en Chiloeches, Galán había fundado su primera fábrica en 1945 y se había organizado una saneada fortuna gracias a la buena amistad que le había unido al gobernador civil de Toledo. En su momento, el gobernador le había facilitado el amueblamiento del nuevo Ministerio de Obras Públicas en Madrid. A partir de aquel golpe de fortuna, el mueble de oficina Gato había enriquecido a su creador y sólo le había jugado una mala pasada durante la estabilización económica de 1959. Pero mal que bien don Julio había logrado capear el temporaclass="underline" con unos créditos aquí y unas ayudas allá se había mantenido más o menos sobreviviendo hasta que llegó el boom de los años setenta. Fue su gran salto económico. Lo malo fue que la riqueza hizo ambicioso a Galán. «El secreto está en la diversificación», solía decir. Al principio de la década de los noventa, Gato, como se le empezó a conocer en imitación de su marca de muebles en más de un ambiente no demasiado recomendable, decidió que el camino de la diversificación pasaba por el movimiento rápido de capitales.

Se metió en el tráfico de heroína por pura casualidad, casi sin saber de lo que se trataba.

En julio de 1992, hartos de los fastos del quinto centenario, Galán, su mujer y la niña soltera de ambos, Tere (la menor de cuatro hermanos), decidieron tomarse un bien ganado descanso y darse un paseo por la Europa septentrional. «Amsterdam, los canales, la Venecia del norte», decía don Julio al examinar los prospectos de Viajes Melií; se ponía lírico con cualquier cosa. Y fueron hasta Holanda en coche, parando en París a la ida y a la vuelta. Un viaje memorable. «Yo, de Chiloeches», decía don Julio sonriendo encantado. Era un hombre bajo y regordete, con el incierto aspecto del nuevo rico a quien aún no se le han borrado las arrugas esculpidas en la cara por horas de sol en una era de Toledo. En realidad nunca había estado en una era sino que había viajado muy joven a Madrid. Al principio se había ganado la vida haciendo del medio enano que se lleva todas las bofetadas en una compañía de revistas en el teatro Martín.

El caso es que en Amsterdam se alojaron en el hotel Krasnapolski, en el mismísimo centro de la ciudad. Hotel cuyo nombre don Julio era incapaz de pronunciar (Cranalosqui, lo llamaba) y que a Tere, una madrileñita pizpireta y vivaracha, se le antojaba misterioso y como de película de espías. El Krasnapolski tiene su fachada noble orientada hacia el Dam, al otro lado del cual se yergue la mole del palacio real. Entre uno y otro edificio, un gran monumento no muy imaginativo conmemora a los héroes caídos durante la guerra y da cobijo a otros héroes, acudidos a la capital holandesa para comprar y consumir droga barata.

Pero es a la espalda del hotel donde Amsterdam cobra su fama de Sodoma y Gomorra y fue a la espalda del hotel donde empezó la carrera delictiva de don Julio Galán Torrent, rey del mueble de oficina. El célebre barrio rojo de Amsterdam, en el que es posible encontrar de todo mientras no se sea exigente en exceso, desde la prostituta sentada detrás de la ventana que le hace de escaparate hasta el bar de homosexuales, pasando por los camellos y los borrachos, los artistas, los museos y las iglesias del xvii. Todo está en el Voorburgwal, el pequeño y pintoresco canal de bellas construcciones burguesas y sucias aguas. Hasta les es posible a las turistas pasear y horrorizarse con cuanto ven, sin que nadie las moleste o les recrimine la malsana curiosidad. Tere y su madre tuvieron ocasión de divertirse de lo lindo. «Jesús», exclamaba doña Hipólita viendo cuanto veía, mientras don Julio lamentaba sinceramente no haber hecho el viaje a solas.

La última tarde de su estancia en Holanda, cayendo ya el crepúsculo, paseaban por vez postrera don Julio y su familia por Warmoesstraat mirando sin mirar los escaparates de las tiendas de pornografía, andando con lentitud hacia la vieja iglesia que asoma al canal, cuando fueron interpelados desde la acera de enfrente.

– Pero, don Julio, caramba -exclamó risueño un hombre tanto más pequeño que Galán que sí parecía un enano de verdad.

– Es Pepe González -dijo don Julio a doña Hipólita mientras esperaban a cruzar de acera-. Está forrado. Le he montado su oficina. Tiene un montón de taxis en Madrid y en Guadalajara. ¡Pero, hombre, don Pepe! ¡Pero qué gusto verlo! ¿Qué hace usted por aquí?

– Ya ve usted. A sus pies, señora, y esta preciosidad es la hija de ustedes, ¿eh? Mejor será que la escondan, porque aquí…

– Ya, ya, esto es terrible, ¿verdad? ¿Dónde está usted alojado, don Pepe?

– Aquí, en el hotel este de la esquina.

– ¿En el Cranalosqui?

– Eso.

– Nosotros también.

– Pero, hombre, los invito a tomar una copa en el bar. ¿Hasta cuándo se quedan?

– Huy, ya nos vamos mañana -terció doña Hipólita.

Fueron andando con parsimonia hacia el hotel y, cuando hubieron llegado, se instalaron en el bar. Los dos hombres pidieron cerveza, doña Hipólita nada y Tere, un zumo natural. Charlaron durante un buen rato con animación y después decidieron que cenarían juntos. Fue una velada tan simpática y relajada que bien podría haber tenido lugar en el Casino de Madrid. Después de los cafés, mientras ambos señores encendían sendos puros, doña Hipólita anunció que subía a hacer las maletas y que Tere la acompañaba.