De todos ellos, Kees era el único que había mantenido un estilo sobrio de vida y orden meticuloso en cuanto hacía. Y fue precisamente esa forma de ser la que le jugó la peor pasada posible.
Había dejado de llover en Amsterdam y el sol lucía espléndido en el cielo azul entreverado de nubes. Por el canal circulaban los bateaux-mouche repletos de turistas. Bien valía la pena el paseo por entre las nobles casas dieciochescas y por debajo de los puentecillos estrechos, sobre cuyas calzadas vagueaban mil gentes de edad indefinida y vestimenta las más de las veces estrafalaria. Circulaban ciclistas a gran velocidad sorteando con sus viejas máquinas tranvías amarillos que, sin detenerse, hacían sonar un impertinente timbrazo antes de dar un aceleren.
De pie en la acera, en la misma puerta de los establecimientos que llevaban su nombre, Kees van de Wijn, balanceándose con discreción sobre la punta de los pies, se permitió una breve y amable mirada al mundo apacible del espectáculo urbano flamenco en primavera. A su espalda, haciendo chaflán en la esquina del Kaisergracht con Vijzelstraat, quedaba el acceso al pesado edificio de mármol rosa construido a finales del siglo xix para albergar uno de los bancos más importantes de Holanda. El viejo Van de Wijn lo había comprado después de la guerra.
Kees respiró hondo el incierto perfume de la primavera, mezcla de jazmines y barro, tulipanes y gasolina, que es tan típico de Amsterdam. Sonrió con benevolencia a unos jóvenes flacos y desarrapados que, vestidos de negro y arrastrando extraños botines de punta retorcida y despellejada, pasaban ensimismados hacia el Singel discurriendo nebulosos silogismos. En el interior del potente Mercedes aparcado con el motor en marcha a veinticinco metros de la esquina en la que se encontraba Van de Wijn, Hank Kalverstat resopló con disgusto.
– Hippies de mierda -dijo-. Nos han estropeado la ciudad y encima pretenden que les financiemos la vagancia.
Los otros tres ocupantes guardaron silencio.
Una de las últimas personas que vio a Van de Wijn aquella tarde fue el anticuario Waterman. Lo saludó con la cordialidad calurosa que reservaba a los excelentes clientes, levantando el sombrero y sonriendo con genuino calor.
– Buenas tardes, Kees. Preciosa primavera.
– Adiós, Hendrik -contestó el millonario, alzándose con un movimiento breve sobre la punta de los pies-. Una tarde preciosa, sí, señor.
– Vamos -dijo con impaciencia Hank Kalverstat desde el interior del automóvil-. ¡Vamos!
Como si lo hubiera oído, Waterman no se detuvo. Le hubiera gustado hacerlo para comentar con Kees que había recibido un maravilloso objeto aquella misma mañana; lo había comprado a un marchante de Dresde. Se trataba de un delicado medallón pintado por Holbein, el retrato de una niña apenas adolescente, de doce o trece años de edad, que miraba fijamente al pintor desde ojos achinados y abultados párpados; tenía el pelo enrollado en una gruesa trenza de hilos de oro tapada por un pañuelo de blonda y encaje; un modesto escote sugería el amanecer de dos pechos pequeños y blanquísimos. Waterman sabía que se lo acabaría vendiendo, pero también sabía que debía armarse de paciencia y esperar a que su cliente lo visitara el siguiente martes (como lo venía haciendo cada semana desde hacía años), iniciando así un complicado ritual de consultas, dudas y discusiones que eran para el industrial millonario parte del placer de adquirir una espectacular obra de arte. Van de Wijn se hacía de este modo la ilusión de que le costaba trabajo encontrar el dinero para pagar el precio del cuadro. «Tengo que visitar a Waterman pronto -se dijo, dando con distracción un paso hacia el bordillo de la acera-. Tal vez el martes.»
Sonrió para sus adentros, satisfecho de su propia broma.
Todo ocurrió en muy pocos segundos, en dieciocho para ser exactos. Un ciclista que rodaba a gran velocidad y del que, no habiendo vuelto a ser visto después del incidente, los testigos hicieron las más variadas y pintorescas descripciones, dio al pasar un golpe a Van de Wijn. El empujón fue lo bastante fuerte como para hacerle girar sobre sí mismo con sorprendido aturdimiento. Al ver llegar al ciclista, Kalverstat había dado una ligera palmada en el hombro de su hermano Nick que estaba al volante del Mercedes. Al tiempo que Kees perdía el equilibrio, Nick apretó con suavidad el acelerador y en tres o cuatro segundos el coche llegó a la esquina de la calle. Las portezuelas de la derecha se abrieron y los dos gorilas de Kalverstat que completaban el número de ocupantes del vehículo se bajaron del automóvil. Casi con el mismo movimiento, agarraron a Van de Wijn por debajo de los brazos y lo obligaron a sentarse en el asiento trasero.
– Vamos, vamos, ¡vamos! -dijo Hank con intensidad.
Mientras uno de los guardaespaldas se sentaba de nuevo al lado del conductor, el otro empujaba a Kees hacia el centro del asiento, apretándolo contra Kalverstat. El Mercedes arrancó despacio en dirección a la Stathouderskade y al Rijksmuseum.
– ¡Pero qué es esto! -exclamó Kees-. ¿Qué quieren ustedes?
– ¿A usted qué le parece? -preguntó riendo Nick.
– Cállate -dijo Hank y mirando a Kees añadió con voz pausada-: No se mueva, no haga nada, no dé un grito, no abra la boca.
Van de Wijn tragó saliva y guardó silencio.
Mientras el Mercedes, confundido en el intenso tráfico del final de la jornada, atravesaba la gran explanada que separa al Rijksmuseum del teatro de la Música, Van de Wijn se dijo que pronto se darían cuenta de su ausencia. Pero ¿quién? Anneke, claro. Sólo que Anneke no diría nada. ¿A quién le iba a decir nada? Y en su propia casa no se le esperaba hasta por lo menos las ocho de la tarde. Dios sabía dónde andarían para entonces. Carraspeó. El que se sentaba a su izquierda, el que le había mandado callar, que era sin lugar a dudas el jefe, lo miró con curiosidad. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo rubio muy fino, con grandes entradas en la frente y unos ojos azules muy claros, casi blancos. Tenía la boca de labios delgados y cuando hablaba enseñaba unos dientes irregulares y manchados de nicotina. Sonrió.
– ¿Me está usted estudiando para describirme mejor a la policía? -preguntó. El conductor rió; su risa era más un cacareo histérico que otra cosa.
Kees enrojeció y bajó la mirada.
– No -dijo y hablando muy despacio, como el que maneja una bomba, añadió-: ¿Cuánto?
El jefe sonrió de nuevo.
– Estas cosas no funcionan así. Es lamentable, pero no funcionan así.
– ¿Cuánto dinero quiere usted por mi rescate?
– Cállese.
Kees se dijo que el gorila de su derecha olía a sudor. Resultaba muy desagradable.
Llegaron a la autopista y el Mercedes empezó a ganar velocidad, y aun cuando nunca pasara del límite legal de 120 kilómetros por hora, pronto dejaron atrás la desviación hacia Laren, el barrio residencial en el que los Van de Wijn tenían su mansión, y siguieron en dirección al este del país. Kees pensó que tal vez lo estaban llevando a Alemania. No parecía sin embargo muy lógico que fueran a arriesgarse a cruzar una frontera por inexistentes que fueran los trámites de aduana y en seguida se puso a mirar a los coches que rodaban a su lado o a los que ellos adelantaban, por ver si conocía a algún conductor; a lo mejor podría pedir socorro haciendo gestos antes de que se lo impidieran sus captores. Pero, aparte de alguna mirada de curiosidad distraída que les dirigían los ocupantes de otros automóviles, no daban la sensación de reconocer nada alarmante en la expresión de controlada histeria que le parecía a Van de Wijn estar poniendo. Se le antojaba imposible no conocer a nadie o que nadie lo reconociera. Al fin y al cabo, él era un hombre famoso. Tenía que ser reconocido. Intentó inclinarse hacia delante por si fuera necesario levantar los brazos y gesticular. Pero el hombre de su derecha lo empujó con firmeza hacia atrás. Todo ocurrió en unos segundos. El jefe volvió a mirarlo con curiosidad plácida y sonrió.