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Hubo un momento de silencio satisfecho y apacible.

– Galán -dijo don Pepe al fin-, me pregunto si me puede usted hacer un favor.

– Faltaría más, lo que usted me diga, compadre -contestó don Julio.

– Verá usted. Viajo muy ligero, lo estrictamente necesario, y he comprado unos recuerdos para la familia y ya no me caben en la maleta. Me pregunto…, bueno, como ustedes van en coche… -Guiñó un ojo-. Hombre, la verdad es que son cosas de bastante valor y no quisiera tener que enseñárselas a la policía en Barajas…

– ¡Sí, hombre! Eso está hecho. Ya sabe que en coche y por Hendaya…

Y así fue cómo don Julio Galán Torrent, el rey del mueble de oficina, hizo su primer transporte de heroína a España, aunque, cuando lo hizo, iba convencido de llevar un aparato de vídeo o una buena máquina de fotos que don Pepe quisiera meter de extranjis. Galán le estaba muy agradecido: había ganado mucho dinero con él. De haber sabido lo que llevaba se habría llevado un buen susto, pero como no era ningún tonto y sabía que tanto su aspecto como el de su familia jamás despertarían sospechas en la policía española, hizo el viaje con toda tranquilidad.

Cuando llegaron a Madrid, don Julio llamó a don Pepe y le entregó el paquete, a cambio del cual, y en prueba del efusivo agradecimiento del recipiendario, recibió la friolera de un millón de pesetas.

El siguiente transporte lo hizo don Julio como socio a partes iguales con don Pepe. Y el tercero, ya como industrial independiente.

Aunque la distribución en Madrid no era problema, un hombre tan poco experimentado en ella como Galán cometió al principio uno o dos errores. Tal vez quiso que su negocio creciera demasiado de prisa. El caso fue que, por ese preciso motivo, el inspector José Luis Alvarez, su futuro yerno, lo pescó una noche con las manos en la masa, cosa de principiantes. Y allí mismo, sin andarse por las ramas, don Julio le ofreció tal cantidad de dinero que José Luis no dudó un instante en aceptar.

Años después, desayunaban juntos, pero al inspector Alvarez no le caía nada bien su suegro: lo encontraba aburrido además de rata. En aquella familia se vivía bien pero no se hacía ostentación de riqueza, «porque luego las preguntas las carga el diablo, ¿verdad, José Luis?», decía siempre Gato.

– Bueno -dijo don Julio, después de apurar su taza de café-, me alegro de que hayas podido venir, José Luis. Estaba yo algo preocupado con nuestras cosas y… ¿Qué tal va todo?

– Bueno, don Julio, me parece que tenemos poco tiempo para resolver este asunto y, sobre todo, para resolver la cuestión del transporte… No sé.

– El tiempo apremia -dijo don Julio-. No necesito recordarte el volumen de la operación, ¿eh?

– Ya, ya lo sé, ya.

– Seis días.

– Seis días, sí, el tiempo apremia, pero a mí me lo ha contado usted muy tarde, no me ha dado usted tiempo para preparar todo esto con cuidado, a ver si me entiende.

– Hombre, José Luis, estoy convencido de que, contigo al mando, no vamos a tener problemas, ¿eh?

– Ya.

10.30

– Oye, hijo de tu madre, no te quedes conmigo, que te rompo el alma -dijo Carlos en voz baja.

Con la mano derecha tenía agarrado al Pitri por el cuello y lo había empujado contra el rincón del sucio retrete. Casi ni cabían en él. Carlos tenía apoyada la cadera contra el descascarillado lavabo y la pantorrilla contra la taza del retrete. Olía poderosamente a orín y alcantarilla.

– ¡Que yo no me quedo con nadie, tío, jopé! -exclamó el Pitri con voz asustada.

Con la boca hacía un gesto de exagerada inocencia, curvando las comisuras de los labios hacia abajo, intentando aparentar absoluta ignorancia. Pero tenía miedo y sudaba. La camisa por la que le agarraba Carlos había sido blanca; ahora era marrón-gris y estaba pegajosa de suciedad.

– Tú te me llevas escaqueando desde hace una semana y ya no me vas a escurrir el bulto más -dijo Carlos.

Y lo empujó con violencia contra la esquina del cuchitril. Al mismo tiempo, le pegó un puñetazo seco en la boca del estómago. Cortada la respiración, el Pitri abrió mucho la boca e intentó doblarse en dos. Pero Carlos no le dejó y al Pitri se le llenaron los ojos de lágrimas. Bajó la cabeza y de su boca abierta escapó un reguero de saliva.

– ¿Por qué no me has dicho que está Horcajo en Madrid, tío mierda? ¡No me escupas encima, cabrón!

El Pitri se quedó callado. Jadeaba y movía los labios como si, aun queriendo hablar, se lo impidiera el dolor.

– ¿Eh? -dijo Carlos, zarandeándolo.

– ¡Que no lo sabía, jopé, tío!

– Pero te enteraste, ¿eh? ¿Cuándo?

– Ayer…, sólo ayer…

– Oye, hijo de perra, cuando uno se entera de una cosa así, se me llama al instante, ¿te enteras? ¿Eh, te enteras?

La puerta del estrecho retrete se abrió y asomó por el quicio la cara afilada y triste de un yonqui llamado Lo-lín al que todo el mundo conocía en la calle de la Ballesta. Carlos volvió la cabeza, lo miró y dijo «largo». Luego alargó la pierna derecha hacia atrás y cerró la puerta de un golpe.

– ¿Qué pasa? -preguntó el Pitri sacudiendo la cabeza-. ¿Nos sale la fiebre equina? -Y en seguida levantó ambos brazos para indicar la inocencia de la broma; cuando vio la mirada de Carlos, añadió sin bravuconería-: Ya, ya no me pegues más, jopé, tío.

– Pitri -dijo Carlos con paciencia-, te voy a tener que acabar partiendo en dos. Pero te lo voy a decir despacio porque a ti el caballo te tiene ablandado el seso y no te enteras: Pitri, cuando un tipo como Jacinto Horcajo vuelve a Madrid, me tengo que enterar a los dos minutos, qué digo, al minuto, Pitri, ¿te enteras? -El Pitri asintió con vigor-. Cuando Jacinto Horcajo está en Madrid y yo no lo sé, me asusto. Y si me asusto yo, no te quiero decir cómo tienes que ponerte tú.

– Vale, tío, vale. Oye, que es muy peligroso decir nada de Horcajo. Le va a uno la vida en ello, Carlos. ¡Espera!

Carlos lo zarandeó de nuevo.

– No haberte metido en esta vida de rata… Tú me vas a encontrar a Horcajo y me vas a decir dónde está, Pitri, ¿me oyes?, porque algo malo está tramando.

– Vale, pero no sé si se esconde…, no sé nada… Vale, vale…

Carlos lo soltó con un empujón, con asco de tenerlo tan cerca. Se dio la vuelta y salió del retrete ajustándose la chaqueta. Doblando las rodillas, el Pitri fue encogiéndose despacio hacia el suelo. Se quedó en cuclillas, apoyó los codos en los muslos y se tapó la cara con las manos. Dio un gemido.

– Mierda -exclamó en voz baja y se le escapó un sollozo.

Al pasar por el bar, completamente desierto a esa hora (a excepción del camarero, que se entretenía leyendo el As), Carlos levantó una mano en señal de saludo y sin pronunciar palabra salió a la calle. Empezó a andar hacia la Gran Vía. Al llegar a la esquina, se detuvo frente a una cabina telefónica; apoyó una mano contra su puerta y estuvo quieto un momento. Luego, decidiéndose, entró en la cabina. Intentó hacer caso omiso del poderoso olor a vómito que había en ella y descolgó el auricular medio roto. Puso una moneda de cien pesetas en la ranura y marcó un número.

– Diga.