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– ¿Está Paloma?

– ¡Paloma!

Al cabo de unos segundos, Carlos oyó que decían «es para ti».

– ¿Quién es?

– El mago de Oz.

– Estás tú bueno -dijo Paloma riendo.

– Oye, ¿nos vemos luego?

– No. Te suena rara la voz. ¿Te has acatarrado?

– No. Es que me tapo la nariz porque en esta cabina huele fatal -dijo Carlos soltándose la nariz y poniendo cara de asco-. ¿Por qué no?

– ¿Por qué no qué?

– ¿Por qué no me quieres ver luego?

– Porque no. No puedo… No… Vamos, que no quiero.

– Te voy a dar la lata hasta que te canses.

– Te cansarás tú antes.

– Yo de ti no me voy a cansar.

Paloma rió.

– Bueno… -Guardó silencio un momento y luego dijo-: La perseverancia es una buena virtud.

Colgó. Carlos se quedó mirando el auricular.

– Coño de veinte duros -dijo.

A lo lejos, en la puerta del bar apareció el Pitri. Se pasó la mano por el pelo; lo tenía mojado y le brillaba. Después alzó la cabeza y escupió con abundancia. Se volvió hacia donde estaba Carlos e hizo un corte de mangas.

13.00

– Oiga, De Juan -dijo el subcomisario asomándose a la puerta del despacho que Carlos compartía con el Gera.

– Diga, jefe.

– Ricardo nos manda este fax desde La Haya. Se me encarga usted de esto, ¿verdad?

– Sí, señor. Oiga, jefe -dijo Carlos y levantó una mano-. Me parece… esto… vamos, que Horcajo está en Madrid.

– Venga ya. Está usted de coña.

– No, señor, no -terció el Gera-. Lo vimos anoche por Diego de León.

– ¿Me están ustedes diciendo que anoche, a una hora no determinada, cuando transitaban por la calle de Diego de León, seguramente rascándose los cataplines, avistaron a Jacinto Horcajo, un peligroso asesino buscado por la policía de siete continentes, y no lo detuvieron?

Abandonando el quicio de la puerta del despacho de Carlos desde el que había hablado, el subcomisario se acercó a la mesa. El Gera, que estaba sentado frente a ella en una butaquita de madera empequeñecida por la mole de su ocupante, se puso de pie y carraspeó.

– Sí, señor -dijo-. Lo que ocurre es que no lo pudimos detener porque no lo reconocimos así de pronto. Se ha dejado barba y ha debido de perder unos diez o doce kilos. Para cuando nos dimos cuenta de quién era, ya se había metido en un coche…

– Sólo por la chepa… Pero descuide, jefe, que ya hemos dado el queo y lo encontraremos corriendo… -añadió Carlos.

– Pero ¿será posible? ¿Los vio él a ustedes?

– No. Yo creo que no. Verá usted, jefe, íbamos muy despacio…

– Como pensando en otra cosa, ¿sabe?, y era aún muy de noche.

– No me cuente usted la historia de su vida. -El subcomisario apretó los labios, se dio media vuelta y salió del despacho. Carlos y el Gera se miraron. El Gera estiró la boca hacia abajo y Carlos se encogió de hombros. Desde el pasillo, el subcomisario añadió-: Me lo encuentran y me lo sirven en bandeja, previamente asado en su jugo.

– Creo que el jefe es de los que no perdonan -dijo el Gera en voz baja.

– No quedan virtudes cristianas en este mundo. ¿Has visto cómo se ha puesto?

– Ya, jolín.

– ¿Y tu hermano?

– ¿Pepillo? -Esta vez fue el Gera el que se encogió de hombros-. Como un flan. Después de comer se van a la concentración. ¿Qué dice el fax ese? Ya tengo las entradas. Le he dicho a Pepillo que como no meta al menos un gol, lo despellejo.

– Claro, hombre, le va a meter un gol a Molina. Dice… -Carlos se calló mientras leía el fax de la embajada-. Oye, tú, que en Holanda han secuestrado a un tío que es el dueño de una de las mayores empresas allá. Tiene más millones que pulgas el perro de un gitano. Que estemos al loro, porque a Ricardo le huele a cosa del tráfico de droga…

– ¿Has visto Ricardo, qué señorito? Hale, allí como el embajador. La vida padre, los coches, seguro que tiene chófer el tío. El señor agregado a la embajada en representación del Ministerio del Interior para la colaboración en la represión del tráfico de drogas. Jopé, suena de miedo. El día menos pensado pido el traslado yo también. A ver, ¿me dejas el papel?

Alargó la mano y Carlos le entregó el fax.

– ¿Qué papel es ése? -preguntó José Luis Alvarez desde la puerta.

El Gera puso los ojos en blanco.

– José Luis -dijo Carlos-, eres más pesado que un saco de martillos. Siempre andas metiendo la nariz. Nada, un tío que han secuestrado en Holanda.

– Por aquí se dice que anoche estuvisteis de copas con Horcajo y vosotros sin enteraros.

Rió y cerró la puerta desde fuera.

– José Luis -dijo Carlos-, vete a la mierda.

Alargó la mano hacia el teléfono que había encima de la mesa, descolgó el auricular y marcó el número de Paloma. Mientras esperaba, con un bolígrafo pintarrajeaba distraídamente sobre el secante verde.

– ¿Puedo hablar con Paloma, por favor?

El Gera, que estaba releyendo el fax, alzó la mirada y la fijó en Carlos. Meneó la cabeza varias veces.

– Oye -dijo Carlos-. ¿Cenamos esta noche?… Hombre, hay que intentarlo, ¿no? Está bien…, está bien. Te invito al fútbol el domingo… Espera, espera, verás. Juega el hermano de un amigo mío con el Madrid… Sí, por primera vez… Estamos todos como flanes… Hombre, hay que arropar a mi compi… Sí -dijo con resignación-, también los animales tenemos sentimientos. Vale, chica, vale. Cómo te pones. -Y colgó.

– Te va a traer por la calle de la amargura -dijo el Gera.

– Oye, Gera. ¿Sabes cómo deberíamos llamar a Ricardo el de La Haya? -Inclinó la cabeza, mirando al secante.

– ¡Otro mote no, por Dios!

– Eseopeelea -dijo Carlos, deletreando-. Servicio oficial… no, obsequioso… Servidor obsequioso para la lucha antidroga. El Sopla.

13.20

– Ha sido fácil -dijo Jacinto Horcajo-. Además, hace tres años que no volvía por España y me parece que no me reconocen ni las ratas.

– Así, bueno -dijo Julio Galán, Gato-, pero por si las moscas sería mejor que no te pasearas hasta dentro de una semana. Luego me importa un pimiento lo que hagas.

Horcajo rió. Cuando reía, Jacinto Horcajo enseñaba lo único aceptable de toda su anatomía, una dentadura espléndida, muy blanca, de dientes grandes y bien distribuidos. Era una risa que parecía falsa porque iluminaba una cara renegrida y picada de viruela que más debería de ser amenazadora que risueña. Una barba muy negra y espesa le salía casi desde debajo de las profundas ojeras. Un aspecto patibulario detrás del que no se escondía una personalidad especialmente cruel o sádica. Sólo expeditiva.

– Nada, hombre, no te asustes, Galán. Nadie nos va a estropear el negocio, ¿eh?, toca madera. Bueno -se frotó las manos-, ¿dónde quieres que cerremos el trato?

– Aquí, desde luego. Este negocio se hace en Madrid, Horcajo.

– Hombre, eso ya lo sé. Lo que quiero decir…

El teléfono que estaba encima del velador de al lado de la ventana empezó a sonar. Don Julio hizo una mueca de que qué se le iba a hacer, se levantó de la butaca y lo contestó. De golpe, tras escuchar en silencio durante unos segundos, se puso muy serio. Suspiró y colgó sin decir palabra.

– Era mi yerno -dijo-. Sus compañeros te vieron anoche por Diego de León.

– ¡Mierda! -exclamó Horcajo-. ¿Quiénes me vieron?

– Dos que son compañeros de José Luis.

– Sí, pero ¿quiénes?

– Ni idea.

– Apuesto a que uno era el Gera -dijo Horcajo mordiendo las palabras con rabia-. A ése no se le despinta nunca una cara. ¿Y por qué se le iba a despintar la mía si me conoce mejor que mi madre? ¡Aj! Soy idiota.