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– Sí, pero ¿qué vas a hacer?

– Salir a la calle y cepillármelo. Qué voy a hacer, qué voy a hacer. Nada, eso es lo que voy a hacer. ¿Qué quieres? Mira tú éste. No nos podemos permitir lujos hasta dentro de una semana.

Galán puso un gesto de alivio.

– Pues entonces lo mejor es que te quedes aquí y no enseñes la cara por ningún sitio. Otra cosa: no te lo preguntaría si no hubiera surgido esto, pero ¿está la mercancía en lugar seguro?

– ¡Qué coño me voy a quedar aquí! ¡Claro que está en lugar seguro la mercancía! -Rió-. Está en el lugar más seguro de Madrid.

– ¿Dónde?

Horcajo no dejó de reír y apuntando a Gato con un dedo dijo:

– Ah, pillín, ya te gustaría. En las cajas de seguridad de cuatro bancos.

A Gato le hubiera gustado preguntar qué bancos, pero era hombre prudente y se guardó la curiosidad para el coleto.

– ¿Dónde te vas a esconder? -dijo en cambio.

– En mi madriguera. No te preocupes, que no me van a encontrar. Luego, dentro de una semana, saldré y me llevaré por delante al Gera.

14.00

– ¿Qué pasa, te han prestado un coche? -preguntó Paloma.

– ¿Por qué? -contestó Carlos.

– No sé. Como dices que no tienes…

– Me lo ha prestado el Gera. -Y antes de que pudiera preguntarle quién era el Gera, se apresuró a añadir-: Es mi colega en esto de la lucha contra el crimen.

Paloma rió de buena gana.

– Idiota -dijo-. Vaya nombre tonto. El Gera…

– El Gera es el Gera. De toda la vida, ya sabes.

– Por como hablas de él, parece que debe de ser chiquitito. Seguro que es grande.

– Mide un metro noventa y pesa cien kilos.

– Angelito. -Paloma se incorporó en el asiento y se volvió a mirar a Carlos. Alargó la mano y con el dedo índice le acarició el mentón por debajo de la barba. Luego, con toda la mano, tiró de ella y acercó su cabeza. Lo miró despacio, sin sombra de sonrisa. Sólo asomaba por entre sus labios la punta rosa de la lengua-. No me vengas a buscar más al trabajo, ¿me oyes? -Le sacudió la cabeza-. Nunca me vengas a buscar si no me lo pides antes, ¿vale?

– Es que si te pido permiso, no me dejas.

– Claro. -Luego añadió-: Te huele el aliento a tabacazo.

– Si quieres, lo dejo.

– Quiero.

– Ya, pero ¿qué me das a cambio?

Paloma sonrió. Le soltó la barba y, poniéndole las manos a ambos lados de la cara, lo besó.

– Un beso -dijo en voz baja-. Pero no vengas más sin mi permiso.

– Te llevo al fútbol el domingo, te llevo a las Seychelles el lunes o te casas conmigo ahora. A mí me da lo mismo -dijo Carlos.

– Pues… -Paloma miró hacia el techo del coche, reflexionando-. Me caso contigo… un rato sólo, ¿eh? ¿Por qué le llamas Gera?

– Yo no le llamo Gera. Todos le llamamos Gera.

– Bueno. No seas idiota. Se llamará Gerardo.

– Se llama Epifanio. No te rías. Es verdad. Se llama Epifanio.

– ¿Entonces por qué le llamáis Gera?

– Nada. Por una chorrada.

– Será gay, una flor, y por eso lo llamáis Gera, por geranio.

– Que no.

– Si no me dices por qué, me bajo del coche y ni rato de boda ni nada.

– ¿Por qué no me quieres ver?

– Sois todos iguales. Tenéis que preguntar, preguntar, preguntar. Déjalo, anda, no te vaya a contestar… Anda, Carlos, confórmate con un trocito de cielo. Huy, ¿seré cursi?

15.00

– Oye, tú -dijo José Luis Álvarez-. Me manda el Gera.

Dio un paso cuidando de no pisar en el montón de basura que se extendía, como una pústula, a la derecha de la verja de entrada. Llamar verja de entrada al trenzado de alambre de gallinas que hacía las veces de cancela era una verdadera exageración, pensó José Luis, pero bueno.

Una vez, no hacía mucho, Madrid se acababa en aquel descampado. Luego, con los años, Canillejas había crecido poco a poco de forma más o menos ordenada. Viejos talleres, antiguas empresas familiares habían sido derruidos (aunque, aquí y allá, aún podían verse los esqueletos de alguna nave y los sarmientos retorcidos y resecos de alguna vid enroscándose en alguna verja herrumbrosa) para ceder el lugar a grandes industrias, a periódicos, a transportistas. Las cosas habían ido creciendo de forma más bien anárquica, como setas, siempre en el sector sur de la avenida de Aragón (en el norte, todo lo invadían ya elegantes urbanizaciones; «un día de éstos voy a dar un pelotazo y me voy a venir a vivir a un adosado de estos finos del parque del Conde de Orgaz», decía José Luis). Todavía quedaban huecos grandes de descampado, hechos de montones de tierra y chatarra, acotados por nuevos edificios de cristal y acero.

En uno de esos desmontes, en la calle Maratón, pegado a la tapia de una fábrica de azulejos, estaba el cementerio de coches del Chino. En realidad, era más que un simple cementerio de coches.

Era bien cierto que en él había muchos automóviles. La mayor parte de ellos era chatarra amontonada y sólo de vez en cuando podía verse algún vehículo en lo que se supone es estado de marcha. A la izquierda de la entrada, en una chabola con el tejado de hojalata, tenía su casa-despacho-expendeduría el industrioso comerciante José Rodríguez, más conocido por Chino, apodo que, al contrario de lo que podía suponerse, no le venía de la configuración de sus facciones. El Chino era un gitano renegrido, de pelo castaño muy repeinado hacia atrás con una mezcla de porquería y fijador. Le venía el apodo de que una vez en el puerto de Barcelona a un marinero que lo quiso engañar vendiéndole melaza en lugar de opio, lo rajó de arriba abajo con una navaja barbera que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón. El marinero era de padre chino y madre de Tarrasa.

José Rodríguez, el gitano, vestía traje marrón a rayas blancas, más o menos blancas, de chaqueta cruzada y pantalón de pata de elefante; en la cabeza llevaba un sombrero gris muy sucio, con la orla negra y, por encima de ella, una marca de sudor de un dedo de ancho.

Detrás de su chabola había un cercado hecho de palos, alambre y cajas de cartón, en el que se encontraban, en abigarrados montones, cajas de tornillos y clavos, muebles de madera, algún lavabo de porcelana, tazas de retrete, neumáticos a estrenar (cuando el Gera inquirió del Chino el origen de los neumáticos, le fue explicado que se habían caído de un camión que circulaba a gran velocidad por la autopista de Barajas), máquinas de coser Singer, recipientes de hojalata y una hoguera permanente con un trébede a caballo del fuego. En una cacerola colocada sobre el trébede, siempre hervía una sopa de color marrón. La compañera del Chino, la Cai-rata , salía de vez en cuando de la chabola para remover el guiso con una cuchara de palo. Dos o tres mocosos, en un estado de suciedad indescriptible, jugaban por entre los escombros en un idioma ininteligible.

Al fondo del cercado había una caseta de aire sólido. Hecha de madera y planchas de hierro, en ella guardaba el Chino la mercancía robada que le entregaban los peristas y en ocasiones algún alijo de caballo. El Chino sólo traficaba con heroína, nunca de gran pureza, que compraba a los camioneros turcos llegados de Holanda. Se la suministraban ya cortada varias veces y a buen precio. El Chino sabía que el precio era unas ocho veces lo que se pagaba en la costa turca (más, claro, porque el caballo en la costa turca venía al setenta y cinco por ciento de pureza, mientras que el que le entregaban los camioneros no pasaría del quince o dieciséis por ciento), pero era persona que no quería meterse en berenjenales que le acabaran costando la vida a uno. La avaricia rompe el saco.