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La mayor parte de la cocaína seguía en la superficie de la lejía. Palo se puso a contar despacio. Al llegar a once, el polvo empezó a bajar flotando con lentitud hacia el fondo del vaso. Arriba quedó una mancha aceitosa. Palo gruñó.

– Manitol, ¿eh?

El Pitri puso cara de circunstancias y asintió.

– ¡Qué manía de cortar el polvo con la mierda esta del manitol! Tío, es que no sabéis ni por dónde andáis.

– Y yo qué, Palo, qué me cuentas. Vale… ¿Y el resto?

– Vale. Vale, sí. ¿Cuánto tienes, tío?

– Dos onzas.

– ¿En gramos?

– Sí, tío, en gramos. Cincuenta y seis gramos. Te van a salir quinientas sesenta papelinas a cuatro mil pelas. Dos millones doscientas cuarenta chuchas, tío. -Tragó saliva.

Palo miró con detenimiento al Pitri.

– ¿Y tu cuartelillo?

– Jopé, tío, ni se va a notar… Medio gramo de cada diez…

Palo se frotó las manos.

– Pitri -dijo-. Como sea más lo que te quedas, mi gente se me va a cabrear y no te digo yo.

– ¡Te juro que no! Que no me quedo con más, tío… -Le dio un ligero golpe en la manga de la camisa-. Te invito a una raya, tío, anda.

Palo sonrió.

– Vamos a terminar el bisnes primero, anda. Dos kilos doscientas cuarenta, ¿eh?… Como éstas -añadió y se sacó del bolsillo un fajo de billetes de cinco y diez mil pesetas. Contó la cantidad exacta y la separó; se metió el sobrante en el bolsillo.

El Pitri mientras tanto había sacado de su chaqueta una bolsa de plástico. La abrió, se puso en cuclillas, sacó las papelinas y las contó con sumo cuidado. Después se incorporó y las volvió a introducir en la bolsa.

Alargó el brazo y entregó la bolsa a Palo mientras éste le daba el dinero.

– Vale, tío, vamos a tomarnos esa raya.

Del bolsillo de la camisa el Pitri sacó un pequeño espejo de los que llevan las mujeres en el bolso. Lo colocó con cuidado en el borde del lavabo. Se incorporó y, mirando a Palo sin dejar de sonreír, sacó dos pajas del mismo bolsillo y se las dio. Después, y utilizando sólo dos dedos, extrajo dos papelinas, las abrió y vertió su contenido sobre el espejo. Con el borde de una de las papelinas hizo dos rayas paralelas de cocaína sobre el espejo.

Rió.

– A tu salud, tío.

Palo entregó una de las dos pajas al Pitri y acercando la otra al espejo inclinó la cabeza, se tapó un orificio nasal con el dedo índice, se colocó el extremo de la cánula en el otro y aspiró. Se enderezó. Se puso en cuclillas y cerró los ojos. El Pitri repitió la operación de idéntica manera, sólo que al final, en lugar de ponerse en cuclillas, se quedó de pie y acabó apoyando la cabeza contra la pared del retrete.

– Oye, Palo, tío -dijo al cabo de un momento-. Antes de que nos dé el colocón vamonos de aquí, que huele a mierda y en la calle hace bueno.

Palo rió de buena gana.

– Te comes el mundo, tío.

Pasaron delante de la barra sonriendo con aire beatífico, pero cuando el Pitri se disponía a franquear el umbral de la puerta del bar se detuvo y se echó hacia atrás. Palo exclamó:

– ¡Eh! Cuidado, coño. ¿Qué te pasa, tío? -Y le dio un empujón.

– ¡Hijo de…!

En la acera de enfrente, Carlos se volvió hacia el Gera.

– Gera -dijo-, la calle de la Ballesta huele a mierda.

– Tú dedícate a olfatear por ahí a ver si encuentras a Horcajo.

– Justo. Debe de andar por ahí. Huele a mierda.

– Cono, siempre haciendo chistes, jopé, que pareces Chiquito de la Calzada.

En el interior del bar, el Pitá se daba golpes en el muslo con la mano derecha y repetía:

– Mierda. Coño, mierda.

Miraba a todos lados buscándose una salida. No tenía miedo. Con una raya en el cuerpo no se tiene miedo. Con una pistola en el bolsillo es probable que hubiera disparado contra Carlos. Lo habría matado. El barman, que lo conocía como si lo hubiera parido, le dijo desde la barra:

– Oye, supermán, subiros por la escalera de atrás, anda, que os vais a meter en un lío. Hay un paso por la azotea.

– ¿Sabías que Horcajo está en Madrid? -le preguntó el Pitri a Palo, mientras subían. Sorbió por la nariz. Miró hacia abajo por el hueco de la escalera. Dio un graznido y, deteniéndose un momento, se inclinó por la barandilla e hizo un corte de mangas.

– Que te den por ahí, inspector -gritó.

– Sí que me lo han dicho, tío. No sabrás dónde anda, ¿eh?

– Como que me ibas a comprar la mierda a mí si pudieras pedírsela a Horcajo.

– O sea, que ésta -Palo se señaló el bolsillo- se la has comprado a él.

Pitri sorbió y guardó silencio. Llegaron al último descansillo.

– Qué va -dijo por fin-. Lo estoy buscando para ver si me meto yo solo en negocios y no tener que depender de mi gente.

En la calle había varios grupos de hombres parados con aire indiferente. Algunos, con las manos en los bolsillos y apoyados contra una farola o el muro de una casa, se hablaban sin mirarse, vigilando cuanto ocurría a su alrededor. Eran por lo general chicos jóvenes; iban sucios y sin afeitar. Había algún senegalés, bastantes marroquíes, muchos portugueses. Más de uno llevaba abrigo y, demacrado en extremo, temblaba de frío y miraba hacia abajo o, puesto de cara a la pared, apoyaba la frente en ella, como si quisiera vomitar.

Al aparecer Carlos y el Gera, varios de estos grupos se deshicieron y sus componentes se separaron apresuradamente. Unos cruzaron de acera y otros echaron a andar hacia la esquina con intención de dar la vuelta a la manzana y regresar al mismo sitio y reagruparse si para entonces los policías se habían ido.

Carlos se detuvo junto a una mujer que estaba apoyada contra el muro de la casa. Había doblado la pierna y tenía cómodamente enganchado el tacón de su zapato en un agujero del muro. Una minifalda muy ceñida le moldeaba el vientre, distendido por tres abortos y años de mala vida.

– ¿Me das fuego, preciosidad? -le dijo a Carlos señalándole el pitillo que le colgaba de los labios.

Mirando con fijeza hacia la entrada del bar al otro lado de la calle, Carlos se rebuscó en los bolsillos. Sacó un bic y, volviéndose hacia la mujer, le dio lumbre.

– Oye, María, preciosa -dijo sin sonreír-, estás tú más guapa que nunca.

– Carlos, coño, que eres un donjuán. Cuando quieras un regalo de verdad, me lo dices. ¿Eh, majete? Convida la casa -dijo María, riendo. Tenía un colmillo de oro.

– Eso es lo que más me gusta -intervino el Gera-Sois un par de románticos.