– Sí, señora. ¿Sabes cuánto vale una papelina?
– Ni idea.
– Unas cuatro mil pelas. Depende.
– Coño.
– Sí, señora. Un kilo, dividido en papelinas, vale unos doscientos millones de pesetas en la calle. ¿Sabes lo que costó en Madrid al primer distribuidor?
– ¿Cuánto?
– Dos millones y medio.
Paloma se quedó muda.
– ¿Y sabes lo que Horcajo pagó en Bogotá por él? Te has quedado muy silenciosa. Seguro que estás preciosa cuando no dices nada al teléfono. Pagaría cualquier cosa por verte ahora… Vamos, pagaría lo que Horcajo en Bogotá por su kilo de polvo de ángel… Un millón de pesetas. Está bien, ¿no?
Paloma dio un largo silbido, como si fuera un hombre extasiándose ante cualquier cosa.
– Está bien, sí. Vamos, que no sé para qué te dedicas a la represión del contrabando ese. O sea, que dicho en otras palabras, con todo el dinero que hay que ganarle a este asunto, no me creo que ninguno de vosotros se pringue.
– ¿Quién te dice a ti que ninguno de nosotros se pringa?
– No sé. Como vais de Santiago apóstol por la vida…
– Qué manía, Paloma… No, no. Verás. Aquí se pringan muchos.
– No me vas a decir ahora que Horcajo era poli.
– Y no termina ahí el negocio. ¿Sabes lo que el jefe del cártel de Medellín, el jefe de los malos, el más rico, el de los aviones…, le paga al indio pelón por un kilo de cocaína pura? Cincuenta dólares, lo que, traducido al esperanto, quiere decir unas siete mil pelas mal contadas. Claro que el indio pelón prefiere los cincuenta dólares de Ochoa a los tres pesos de mierda que le da el gobierno para que plante maíz y se aleje de la tentación de la coca…
Carlos rió con ironía.
– ¿Ochoa? Oye, ¿ese tío no es el que tuvimos detenido aquí y luego, en vez de mandarlo a los americanos para que lo emplumaran, se lo dimos a los colombianos?
– … Que lo pusieron en la calle, sí, señora. Eso fue hace un año o dos y además lo acabaron matando. Y, encima, estuvo tan cabreado con los ministros españoles que lo habían detenido y metido en Carabanchel, que les tuvieron que poner una escolta especial a cada uno para que oteara, a ver si venían los de Medellín. Sí -añadió-, ya lo creo. Don Jacinto Horcajo, inspector de policía. El mejor. Don Jacinto Horcajo, me cago en su padre.
– Anda ya.
Carlos suspiró.
– ¿Te veo esta noche?
– No.
– No tienes corazón. Tienes… una válvula impelente-aspirante, construida en acero inoxidable. ¿No te das cuenta de que es viernes y mañana no se trabaja?
– Eso, los común mortales. Vosotros, los salvadores de la patria, nunca descansáis. Que lo sé yo. De modo que, tú, a dormir.
– Me iré a jugar al póquer con el Gera.
– Y, además, juegas al póquer.
– No. No juego al póquer, pero voy a aprender esta noche, ¿sabes?, para no quedarme solo y tener que pensar en ti… Cuando pienso en ti, me duelen los dedos, ¿sabes? Eses… como si les hubieran arrancado tu piel a tiras. ¿Sabes?
Paloma guardó silencio.
– ¿Estás ahí?
– A veces dices unas cosas que me sobrecogen… Y entonces me gustaría dejar que tus dedos me acariciaran. -Carraspeó-. Pero sólo un rato.
– Cuando carraspeas, se te pone la voz más rasposa, casi como la de un tío, y me quiero morir…
Paloma rió, con su risa ronca, sensual, tan dura y afónica que parecía un insulto.
– ¿Vais a encontrar a Horcajo?
Durante un rato, Carlos no dijo nada. Respiró hondo dos o tres veces y Paloma rió de nuevo.
– ¿Entre el Gera y yo? Se sabe todos nuestros trucos de memoria. A lo mejor, no. Pero como le lleguemos a echar la mano encima, pienso obligarle a comerse sus cataplines.
– ¿A ti qué te hizo?
– ¿A mí? Bah…, nada. Nada. Chorradas, qué más da. Se fue con Ochoa, ¿sabes? Cuando le vinieron mal dadas, se fue con Ochoa, bueno, con la gente de Ochoa, qué más da. Claro que, si lo llegamos a pillar el Gera o yo antes de que se hubiera ido…
– … Lo hubieras fileteado, ya sé, pero ¿qué te hizo…?
– Bah…, nada…
– … Y no me digas que chorradas.
– Bueno…, la verdad es que Jacinto y yo, quiero decir, Horcajo y yo estuvimos tiempo metidos en la lucha antiterrorista y…-Se calló.
– ¿Y?
Carlos estuvo en silencio un momento más y luego dijo:
– Es largo para hablarlo por teléfono.
– ¿Qué más da? Anda, que hasta las nueve y media no tengo prisa.
– Pues te voy a buscar y te lo cuento.
– No. Venga, no digas tonterías, anda…
– ¿Y tú qué vas a hacer después de las nueve y media, oye?
– ¿Y a ti qué más te da? ¿Eres mi dueño, o qué?
– Ya me gustaría, ya…
– Venga, supermán, que seguro que no me puedo creer lo malo que es Horcajo… Estuvisteis haciendo el macheras en la lucha antiterrorista. ¿Y qué más?
– Bueno… Te vas a aburrir…
– Si me aburro, ya te lo diré.
– Vale, vale… Ya sabes cómo son esas cosas, ¿no? Te juegas la vida, porque los etarras, como sepan quién eres y dónde andas, a poco que puedan tener a alguien siguiéndote durante un par de semanas, te acaban esperando en un bar o en un teléfono o a la puerta de donde duermes. Ya sabes, lo habrás leído treinta veces en los periódicos. Bueno, pues Horcajo es muy bueno, tiene un olfato de perro de presa y yo también los huelo a la legua, supongo que por eso nos pusieron juntos, y anduvimos por el País Vasco una temporada… -Dejó de hablar y respiró despacio por la nariz. Paloma, al otro lado del teléfono, no dijo nada; escuchaba con atención, con los ojos cerrados, como si quisiera escudriñarle a Carlos el estado de ánimo-. Había noches en que, cuando llegaba el momento de meterse en la cama, nos temblaban las manos… Era del miedo, ¿sabes…? Nos reíamos y decíamos que hacía un frío del carajo y luego encendíamos un pitillo y bebíamos coñac a morro de una botella de 103 que teníamos en el piso… A mí me sudaban los sobacos todo el rato, pero… no sólo debajo del brazo, no; a lo largo de todo el costado, hasta la cadera, ¿sabes? Yo soñaba con un tío, todas las noches…, todas las noches, un tío que se me acercaba por detrás. Era muy grande y llevaba boina y una pistola del nueve color verde… Coño, Paloma, que era de color verde, y no me podía mover… Debía de tener los pies pegados al suelo, no sé, y venía el tío y me ponía la pistola detrás, un poco más debajo de la nuca y… -Carlos, con un sollozo a medio escapársele de la garganta, se limpió el sudor de la frente con la mano. Paloma tragó saliva y no dijo nada-. Bueno, va…, qué quieres… Todas las mañanas teníamos que mirar debajo del coche y dentro del capó, aunque fuera dentro del garaje de la brigada, porque nunca se sabe, ¿sabes?, y si nos habíamos parado en algún sitio…
– Oye, Carlos -dijo de repente Paloma-, si no quieres, no me lo cuentes…
Sorprendido, volviendo del sueño, Carlos, medio ido, preguntó:
– ¿Eh? ¿Qué? Habla más alto, que no te oigo…
– Que digo que, si no quieres, no me lo cuentes, anda.
Carlos se calló. Se encogió de hombros y cerró los ojos, apretándolos.
– No, no. Que da igual. Ya… da igual, ¿no? De veras… O mejor me paro, ¿no?, qué sé yo -dijo, por fin, agarrando el auricular con fuerza.
– No… No sé… Es que da angustia oírte, ¿sabes? Lo siento…
– ¿Por qué?
– Nada. Da igual… Pero, si quieres seguir, sigue, porque muy malo debió de ser lo que te hizo Horcajo, ¿no? Para que te pongas así de disparado. ¿Sabes qué? Me gustaría que estuvieras aquí y tener tu cabeza arrebujada, en mi regazo, sobre mí -dijo Paloma con voz ronca.
Como si no la hubiera oído, Carlos siguió hablando.
– Un día, el tiarrón grande de la boina vino de verdad, ¿sabes? Un minuto que bajamos la guardia, me cago en su padre… Eran tres -dijo a borbotones-.Jacinto se había metido en un bar de Azpeitia a llamar a no sé quién coño, y mira que nos lo habíamos dicho veces, nunca hay que esperar sentados en el coche, yo me quedé sentado al volante, esperando como un pajarito. -Puso los ojos en blanco-. Lo vi por el rabillo del ojo. Pero antes lo había visto Horcajo… y antes que Horcajo a los otros dos los habían visto dos guardias civiles que doblaban la esquina, por pura casualidad, cuando estaban desenfundando las pistolas. Iban hacia el bar a por Horcajo. Eh, me parece que gritó uno de los civiles, y el otro dijo ¡alto! Y se puso a disparar sin encomendarse a Dios ni al diablo. No creas, todo fue cosa de un segundo o dos, pero Jacinto ya estaba detrás del tiarrón de la boina y le tenía puesta el arma en la sien y, delante del coche, vi que uno de los etarras caía mientras el otro ya estaba corriendo…, y el tiarrón puso la pistola suya en el techo de nuestro coche, bajó las manos y dijo «me rindo». Me sudaban las manos y el cuello, ¿sabes?, si vieras cómo tenía la camisa de empapada. Y miré a Jacinto que me acababa de salvar la vida y le vi la mirada y le dije ¡no lo mates! Pero ya era tarde… Le metió un tiro en la sien y lo dejó seco. Y todo el rato, me acuerdo todavía como si fuera ahora, todo el rato no dejé de mirar a Horcajo y ni siquiera parpadeó… ¡Dios! Ni siquiera parpadeó, Paloma, ¿te das cuenta? Y luego me dio un par de palmadas en el brazo, por la ventanilla, sin mirarme. En aquellos días, nadie se iba a fijar si el terrorista tenía un tiro a bocajarro o si se lo habían pegado cuando huía… Los jueces acudían a levantar el cadáver y aquí no ha pasado nada. -Carlos quiso tragar, pero se le había secado la saliva y sólo le chasqueó la lengua contra el paladar. Y todo el rato se rebuscaba los bolsillos por ver de encontrar un cigarrillo-. Luego, que me hablen del GAL… Para entonces había dejado de existir, pero las operaciones eran las operaciones. Mira, porque no estaba en ese rollo, pero, oye, en esta historia…, qué quieres que te diga, ojo por ojo y diente por diente, ¿eh? -Resopló-. Aunque…, bueno, bah…, te lo digo por la rabia que me da que anden sueltos esos tíos, secuestrando y matando gente inocente. Ya ves. La rabia y el miedo, la verdad. Hay veces en que, si pillara a un etarra, lo cosería a tiros… ¡Bueno! ¡Qué va, la verdad…! -Se encogió de hombros y miró hacia arriba-. No me hagas caso. No es verdad… Me parece, yo creo…, vamos, no sé…, que, a lo mejor, ése no es el trabajo de la policía. Aj… Me llamas supermán. Ya. Aquella noche mismo pedimos el traslado a Madrid. El jefe nos dijo que, bueno, que nos trasladarían pero al cabo de unos meses, que había mucho follón en el Norte y que no estaba la cosa para prescindir de gente… Fue cuando nos mandaron al Gera recién casado. Más bien nos iban a mandar de refuerzo a un novato que se llamaba Epifanio García…