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– El Gera -dijo Paloma, haciéndole gracia.

– El Gera -dijo Carlos-. Como es muy grande y tiene cara de vasco y había hecho un curso en el Cesid, decidimos mandarlo de jamesbón a infiltrarse en los etarras de Biarritz. Como en San Sebastián no lo conocía ni su padre, pues, hale, nosotros así de generosos con la vida del prójimo. No sé ni cómo me habla todavía. Lo mandaron allá los jefes, ¡hale!, de novato, por recomendación nuestra… Somos la pera.

Carlos se cambió de oreja el auricular y sacudió la cabeza. El Gera se había encogido de hombros, se había puesto una boina y, después de pasarse dos días estudiando cuanto papel le habían llevado Horcajo y Carlos, había metido cuatro cosas en un saco de viaje y se había ido a cruzar clandestinamente la frontera por el monte. Carlos recordaba bien que, en el quicio de la puerta, el Gera se había vuelto y había dicho: «Voy cagado de miedo, colegas.»

– Durante seis semanas no tuvimos noticias de él -dijo Carlos-. Luego, un día, sonó el teléfono, me acuerdo como si fuera ahora, lo cogí yo y el Gera dijo: «Me tengo que cargar a un policía.» Bueno, tuvimos que montar una operación quepaqué, como de película de Hollywood, porque al Gera lo estaban examinando los etarras a ver si era de ley, ya sabes…

– ¿Qué operación?

– Algún día te la contaré. Le pusimos Gera entonces. -Y antes de que Paloma pudiera interrumpir, añadió-: Le debe la vida mucha gente. -Ahora Carlos hablaba relajadamente, como si hubiera salido de la pesadilla-. Me imagino que, para entonces, Horcajo ya estaba metido en la droga hasta las cejas…, quiero decir en el tráfico de drogas. Mucho después supimos que, al cabo de los años, llegó a controlar toda la cocaína que llegaba a Bilbao. Y era mucha… Hombre, una red de distribución no se improvisa y eso lo tuvo que montar en nuestro tiempo en el País Vasco. El caso es que, más o menos entonces, la ETA decidió montar una de verdad sonada y, claro, el Gera se enteró, porque, para entonces, estaba en el ajo de todo lo que se cocinaba al otro lado de la frontera.

«Oíd, colegas -había dicho-, esta operación hay que pararla porque es demasié; pero, como la paréis, el único que os la puede haber contado soy yo. Y estos tíos son muy brutos, pero hasta ahí llegan y, como, cuando lleguen a deducir quién los ha delatado, yo esté todavía aquí, no es que me corten los cataplines, es que me los hacen picadillo a martillazos, y yo me he casado hace poco y me apetece disfrutar de la vida. De modo que a mí me sacáis de aquí enterito. Y como, si queréis pescarlos a todos, no me podéis sacar de aquí antes de que haya empezado la operación, porque para eso ya me voy yo solito, me hacéis el favor de montar un operativo, che, mediante el cual yo salve el pellejo.» Detrás del tono de desenfado madrileño, Carlos, que conocía ya al Gera de toda la vida, había podido detectar el miedo y la histeria.

Carlos se calló.

– ¿Cuál de verdad sonada? -preguntó Paloma.

– Bah, una.

– Venga, ¿cuál? Anda, que me lo vas a decir de todos modos…

– Bueno, una… Se iban a cepillar al Rey en Mallorca…

– ¡Anda! Ya me acuerdo… Unos tíos con un rifle desde un apartamento. Pero no pasó nada…

– Ya. Los pillamos a todos.

– ¿Y Horcajo?

Carlos se pasó la mano por el estómago. La cicatriz del tiro le dolía en los cambios de estación y la piel de alrededor estaba aún casi completamente insensible.

– Cuando tuve que estar al quite para que sacáramos al Gera de Biarritz, porque al Gera lo iban a pillar los etarras, ¿sabes?, no llegó a la cita, el hijo de su madre. Luego nos enteramos de que se había escapado a Madrid a recibir el alijo más grande de coca que había llegado nunca a Barajas hasta entonces. Después se le habían complicado las cosas y había perdido el avión de vuelta a Fuenterrabía. Y, en vez de avisar, diciendo que se le había muerto la madre o qué sé yo, va el tío y se calla. Y desaparece.

Los había dejado solos, a las diez y media de la noche de un 29 de mayo, al lado de la estación de Biarritz. A Carlos, a quien le había dolido el estómago durante todo el día del susto que tenía, lo único que le tranquilizaba, por más que sólo relativamente, era saber que Horcajo sería quien les guardaría las espaldas. Horcajo nunca se andaba con chiquitas y, si había que llevarse a alguien por delante, se llevaba a alguien por delante y santas pascuas. Carlos no se había inquietado nada con su desaparición la noche antes, porque ése era el modo que todos tenían de operar. Lo que le tenía sobre ascuas era pensar en encontrarse de golpe en medio de una ensalada de tiros. Que fue exactamente lo que ocurrió.

Paloma contuvo el aliento.

– ¿Qué pasó? -preguntó, por fin.

– Una catástrofe… Unos cuantos salvamos la vida, ¿sabes?

– ¿Cuántos, cuántos?