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– Bueno, ya te lo contaré…

– Oye, pero… si el Gera está vivo… ¿Sabes una cosa? Me gustaría conocer al Gera… ¡No me digas nada! Esta noche, no…, no quiero…, no puedo… Además, el Gera y tú jugáis al póquer y esso ess cossa de hombress.

– Vale, chica. Vale…

– Que me parece que eres tú más largo que la M-30, anda… Oye, si el Gera está vivo, quiere decirse que los de la ETA saben quién es y que, como lo pillen, se lo llevan por delante.

– Bueno, afeitarse la barba hace milagros y, por mucho que quiera ETA, así, una gente que no sea muy sonada fuera del País Vasco no tienen muchas posibilidades de encontrarla, sobre todo si ha cambiado de trabajo… Además, nadie sabe cómo se llama…

– Yo sí.

Carlos se quedó callado. Paloma rió.

– Muy graciosa -dijo Carlos-. Como llegues a…

– Ya -dijo Paloma-, me fileteas. Carnicero.

23.30

Con un poderoso suspiro de sus frenos de aire, el enorme camión Pegaso se detuvo en medio del cementerio de coches del Chino como si hubiera topado contra una pared. De hecho no habría podido moverse ni medio metro más allá de adonde había llegado: le cerraban el paso dos sólidas paredes de chatarra, que se habían ido estrechando a medida que el camión se adentraba en el corazón del descampado, un laberinto de hierros y goma, porcelana, suciedad y cables. Maldiciendo en todos los tonos, el conductor lo había llevado hasta ese punto, marcha atrás y muy despacio.

– De aquí no pasa -dijo y cortó el contacto. José Luis Álvarez se metió las manos en los bolsillos e hinchó los carrillos. Luego exhaló con lentitud y dijo:

– Bueno, Chino, me parece que de ahí no pasa. Tú verás cómo traemos el trasto aquel.

– Z'empuja -dijo el Chino-. Ezo z'empuja y aluego ze jiza. -Se encogió de hombros como si el asunto no fuera con él.

– ¿Sabes por qué a los gitanos no os va mejor? Te lo voy a decir, hombre -sentenció juiciosamente José Luis. El Chino se cambió el palillo de lado y esperó, sin dejar de mirar a la parte trasera del camión-. Os falta espíritu de iniciativa.

En las dos grandes puertas traseras y en los costados del Pegaso, sobre el fondo de pintura blanca, enormes letras azules anunciaban que «sobre el mueble de oficina Gato» se sentaba «el mundo entero». «Fábricas en Chiloeches y San Fernando de Henares, depósito franco: Coslada.» En letras más pequeñas daba el e-mail y la dirección de Internet.

Mientras hablaban José Luis y el Chino, el conductor del camión y sus dos compañeros se bajaron de la cabina. Dando un rodeo por detrás de los montones de chatarra y basura, se dirigieron a la parte trasera.

– Te digo yo lo que te pasa; no tienes un departamento posventa de atención al cliente. -José Luis rió con estrépito-. Eso es lo que te pasa.

El Chino volvió a cambiarse el palillo a la comisura izquierda de la boca.

– ¡Manolo! -dijo José Luis.

El conductor, que miraba el camión con cara de disgusto como si quisiera medir lo que faltaba para que pudiera pasar por entre los escombros, se volvió y con la barbilla hizo un gesto de interrogación.

– Como no te puedes echar más para atrás, me parece que va a haber que empujar el trasto aquel hasta aquí y luego se carga con la polea eléctrica, ¿no?

Manolo se rascó la coronilla y dijo «bueno».

Los tres hombres se dirigieron hacia donde estaba la desvencijada camioneta blindada de transporte, una veintena de metros más allá. Parecía estar algo vencida sobre el costado izquierdo. La rueda delantera de ese lado estaba pinchada y el faro derecho, reventado detrás de su rejilla protectora. Sobre la pintura amarilla, el símbolo de Transmoney tan distintivo y familiar para cualquier transeúnte madrileño, aparecía sucio y medio despintado.

– E'pera -dijo el Chino.

El conductor se volvió a mirarlo. El Chino se acercó a la camioneta.

– Empujan -dijo a los tres hombres, haciéndoles gestos de que empujaran hacia atrás.

Los tres se apoyaron contra el motor de la camioneta y con visible esfuerzo se pusieron a empujar.

– Aguantan -dijo el Chino, poniéndose en cuclillas para mirar debajo de la camioneta por entre las piernas de uno de ellos.

Muy despacio la camioneta se movió, primero, unos centímetros y luego, como si se hubiera vencido un tope, medio metro más rodando con mayor facilidad.

– Vale -dijo el Chino.

Se puso de pie y dio un paso hacia adelante. Una barra de metal, plantada en el suelo e invisible hasta entonces porque la ocultaba la mole de la camioneta, sobresalía de la tierra unos cincuenta centímetros en un ángulo de cuarenta y cinco grados. La barra había actuado de palanca contra el cárter del motor de la camioneta, impidiendo que ésta rodara hacia delante. El Chino la agarró con las dos manos y tiró de ella con todas sus fuerzas. No consiguió moverla.

– Cago en zu padre -dijo jadeando al cabo de unos segundos. Se enderezó y, quitándose el sombrero, con el meñique de la misma mano se rascó la frente. Con gran cuidado volvió a colocarse el fieltro en la cabeza, se dio la vuelta y se adentró por los escombros-. Esperan -dijo.

Manolo el conductor miró a José Luis.

– Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó-. Que esta mierda pesa más que Dios.

– Esperar, hombre -dijo José Luis-; ahora volverá.

El Chino volvió. Al hombro traía una pesada maza de hierro. Cuando hubo llegado hasta donde estaba la barra, puso la maza en el suelo dejando que el mango se le apoyara en el muslo. Se escupió cuidadosa y abundantemente en las manos, se las frotó, volvió a coger la maza y con gran precisión asestó uno tras otro cuatro tremendos mazazos a la barra, que casi desapareció clavada en la tierra.

El gitano se volvió hacia donde había quedado José Luis.

– Cervicio po'venta -dijo.

El policía rió de buena gana.

– Sois la leche -dijo-. Anda, ven, vamos a hacer cuentas. ¿Dónde tienes el motor Perkins?

El Chino hizo un gesto con la cabeza y los dos hombres se encaminaron hacia la chabola, apenas visible a la luz del cuarto menguante lunar. El rescoldo sobre el que hervía la sopa marrón de siempre iluminaba un poco, muy poco, el sendero. Cuando hubieron recorrido unos metros, el Chino puso la mano sobre una carretilla metálica que estaba al lado izquierdo del camino y de cuyas cadenas colgaba un enorme motor diesel. José Luis se detuvo y, volviéndose hacia donde sus hombres se afanaban empujando, gritó:

– ¡Manolo! El motor está aquí, sobre la carretilla amarilla.

– Vale -contestó Manolo.

– Chino -dijo José Luis-, te voy a hacer un favor. Porque te has portado, hombre. Te voy a hacer un favor. -El Chino siguió andando sin decir nada-. ¿Tú has oído hablar de los talleres de la Mercedes, esos que hay al otro lado de la M-30? -El Chino se paró-. Al lado de la carretera de la Playa, ¿eh? Ya sabes dónde te digo. A mí no me gustaría que unos chavalillos que andan por ahí fueran de tu familia, Chino. No por nada, tú me entiendes, que cada cual hace de su capa un sayo, ya sabes, ¿eh? Pero es que esos chicos, como la Mercedes exige que las reparaciones se paguen en dinerito contante y sonante, esperan entre la entrada a los talleres y la parada del autobús, allí escondidos detrás de una valla, y me parece que andan desvalijando a algún imprudente que, por ahorrarse el taxi, va en autobús. Tú me entiendes, ¿eh, Chino? Las cuentas de la Mercedes son la puñeta, ya se sabe. -El Chino, sin decir palabra, reanudó la marcha-. Tú me entiendes. Porque, ¿sabes?, he oído que los de la Mercedes y los vecinos van a montar un pequeño servicio de vigilancia, y como lleguen a enganchar a alguno de los gitanillos esos, lo desloman. ¿Eh, Chino? Yo quisiera ahorrarte el disgusto si esos chicos tienen algo que ver con tu familia. Te lo digo porque, como tienes un trescientos diesel y te lo arreglan allí, igual has podido comentarlo así a la remanguillé con alguno de los tuyos, ¿eh?