Выбрать главу

– Puedo darle mucho dinero. Más del que usted imagina siquiera.

El jefe asintió con lentitud comprensiva. Luego suspiró.

– Cállese -repitió.

Durante una hora rodaron en casi total silencio.

Kees era una persona pragmática y sabía bien que irritar al prójimo no servía de nada, sobre todo cuando el prójimo iba animado de aviesas intenciones. A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, sentía más miedo. Sudaba. Una vez se pasó el dedo índice por la frente; lo hizo con mucho cuidado para que no se enfadara el animal que iba sentado a su derecha. Una gota de sudor rodó hacia el cuello de su camisa. Una vez, el jefe sacó del bolsillo una caja de puritos Winterman's y le ofreció uno. Kees lo tomó no sin alivio, porque le pareció que eso denotaba una cierta buena voluntad por parte de sus secuestradores, y el jefe le dio lumbre con un encendedor de oro. Era un Dupont, como el suyo.

– Tengo uno igual -murmuró.

El jefe asintió amablemente como si estuviera al tanto de ello y entreabrió la ventanilla para que no les molestara el humo.

Al cabo de un largo rato, pasada la salida de Apeldorn, el coche redujo velocidad. Recorrieron despacio unos kilómetros más y acabaron abandonando la autopista por una pequeña carretera secundaria en dirección a Lochem. El paisaje había dejado de ser completamente llano: a medida que se acercaban a Alemania, el terreno había empezado a ondularse y los bosques a un lado y otro de la carretera habían perdido su estructura ordenada de crianza de invernadero para hacerse más frondosos, más silvestres. Llenos de sombras y silencio, daban la impresión de aislamiento y lejanía, de penumbra salvaje cubierta de maleza marrón y de agujas de pino. Sólo de vez en cuando un camino forestal rompía la línea de árboles. La luz del atardecer, aún clara pero tamizada ya por el crepúsculo índigo de la primavera, acentuaba la soledad.

El Mercedes se detuvo durante unos segundos frente a uno de los caminos y el conductor miró hacia él inclinando la cabeza con concentración. Cuando pareció satisfecho de que se trataba de la salida que estaba buscando, asintió sin decir nada e hizo girar el volante hacia la derecha al tiempo que pisaba el acelerador con suavidad. Despacio, el automóvil se adentró en el bosque. A los pocos segundos había dejado de ser visible desde la carretera. Siguieron avanzando por el camino por unos centenares de metros y, por fin, se pararon.

Kees van de Wijn carraspeó.

– ¿Me permite que le pregunte qué estamos haciendo?-dijo al jefe.

El jefe suspiró.

– No -dijo-. No se lo permito. Pero no se alarme. Bájese, por favor.

Los cuatro secuestradores habían abierto las portezuelas del Mercedes. Se bajaron. Kees deslizó su ligera anatomía por el asiento trasero y abandonó el coche por la parte izquierda. Le parecía la menos peligrosa porque de este modo salía detrás del jefe, que era con claridad el individuo más civilizado de cuantos le habían traído hasta allá. Al menos le parecía a él que habían entablado un diálogo, seco pero carente de amenazas a su integridad física. Por un momento pensó que se iba a entrevistar con alguna otra persona de mayor autoridad a la que podría ofrecer dinero a cambio de su libertad. Ni por un instante quiso recordar que les había visto la cara a todos y que eso no podía querer decir más que una cosa obvia: corría considerable peligro.

– Sígame, por favor -dijo el jefe.

A Kees le sorprendió que fuera más corpulento de lo que le había parecido en el interior del coche. Andaba con lentitud por entre la maleza, escogiendo con cuidado el lugar en el que ponía cada paso. Kees echó a andar tras él. Cerraban la marcha los tres restantes secuestradores. Cuarenta o cincuenta metros más allá el jefe se detuvo ante lo que parecía un montón de tierra recién excavada. Se volvió hacia Kees con aire resignado.

– ¿Qué…? -preguntó éste con franca alarma. Pero nunca supo cuál sería la contestación a su pregunta. Detrás de él, Nick Kalverstat había extraído una pistola Magnum que parecía doblemente gigantesca por el silenciador que llevaba atornillado al cañón. Sin decir una palabra, se acercó al empresario, le apoyó la pistola contra la coronilla e hizo un solo disparo. Como tenía la punta limada en cruz, la bala se abrió al perforar el cráneo y, arrastrando parte de la masa encefálica, arrancó la frente y el arco de la nariz de Van de Wijn, rompiéndole la cabeza como si fuera un melón maduro.

El gorila de la derecha eructó con violencia y le cayó un poco de saliva por la comisura de los labios. Nick rió con su graznido histérico.

– Vamos -dijo Hank Kalverstat con sequedad.

El segundo gorila sacó un gran cuchillo de monte de una funda que llevaba sujeta a la cintura. Se aproximó al árbol que quedaba a su derecha e, inclinándose, cogió una piedra lisa que estaba apoyada contra el tronco. Giró sobre sí mismo y con dos pasos se puso al lado del cuerpo de Kees, que estaba caído de bruces frente al montón de tierra excavado. Poniéndose en cuclillas, agarró con firmeza la mano izquierda del muerto, colocó la piedra debajo de ella y con un golpe seco del cuchillo de monte le cortó cuatro dedos. Con su propio pulgar e índice, cogió el anular seccionado en el que lucía un pequeño anillo de brillantes. Alargó el brazo como si quisiera apartar de sí el dedo de Kees y se incorporó.

Hank, mientras tanto, había extraído unos guantes de látex del bolsillo izquierdo de su chaqueta y se los había puesto. Luego, del derecho, había sacado un pequeño sobre acolchado y forrado de plástico transparente. Sin una palabra se acercó al gorila que sujetaba el dedo de Kees y presionó sobre los lados del sobre para que se abriera la embocadura. El gorila dejó caer el dedo dentro. Hank cerró primero el plástico que había sido encolado con anterioridad y después hizo lo propio con el sobre. Se lo metió en el bolsillo y se quitó los guantes. Los tiró a la fosa y se volvió a mirar a sus tres cómplices. Bajó la vista y escogiendo con cuidado el camino por donde colocaba cada pie empezó a andar en dirección a donde había quedado el Mercedes.

Acercándose a la improvisada fosa, Nick y los dos gorilas tiraron a ella sin miramiento el cadáver de Kees, la piedra ensangrentada y los tres dedos que habían quedado cortados sobre ella. Con mayor cuidado, llenaron la fosa de tierra y. acabaron tapando el túmulo con hojarasca y maleza. Cuando hubieron terminado, hicieron una última comprobación muy minuciosa para cerciorarse de que no quedaba rastro reconocible de su paso y emprendieron el regreso hacia el automóvil.

– Ha salido de miedo -dijo Nick cuando volvió a estar sentado detrás del volante.

– Cállate y conduce -contestó con sequedad su hermano.

Con gran prudencia y muy despacio salieron del bosque y desandaron el camino hecho por la carretera secundaria. Dos kilómetros más allá, en una parada de autobús interurbano, había una cabina telefónica. El Mercedes se detuvo. Hank bajó de él, entró en la cabina, descolgó el auricular, introdujo unas monedas y marcó un número. Al tercer timbrazo, oyó que le contestaban:

– Colombia.

Hank dijo «ya está» y colgó.

Treinta kilómetros al sur, en una cabina telefónica en las afueras de Nimega, Christiaan Kalverstat sonrió y colgó. Esperó un minuto y descolgó el auricular de nuevo. Introdujo varias monedas de dos florines y medio y marcó el número de teléfono de la residencia de los Van de Wijn en Laren.