José Luis, encantado con la finura de su propia prosa, no dijo más.
– Hale, hodé, maiami vai -dijo el Chino sin inmutarse-. Qué abuchere, colega.
CAPITULO VII
Madrid, 02.30
Carlos dormía profundamente sobre su costado izquierdo, respirando por la nariz.
Durante un rato muy largo, Paloma estuvo mirándolo en la penumbra, quieta, sin hacer un gesto. La luz de la lámpara del vestíbulo, que había encendido al entrar, apenas si llegaba a iluminar de forma difusa el suelo del dormitorio.
Inmóvil a los pies de la cama, Paloma aún llevaba en la mano derecha la llave del piso, sujeta entre el pulgar y el índice, como si fuera una cerilla. Muy despacio, sin pensar, se puso a juguetear con ella, intentando equilibrarla sobre los dedos extendidos. Luego, inclinó la cabeza y, con un gesto distraído, se abrió el cuello de la blusa de seda. En la base de la garganta le latía el pulso muy despacio, haciendo bailar una sombra furtiva a un lado de la clavícula.
Se quitó los zapatos, uno detrás de otro, empujándolos con los pies. Luego se descolgó el bolso del hombro, lo abrió y metió la llave. Se dio la vuelta buscando una silla sobre la cual dejarlo y, después, tiró también sobre ella la chaqueta. Se volvió de nuevo hacia la cama y, por entre los labios, dejó que asomara la punta muy rosa de su lengua, mientras tiraba de la blusa hacia arriba y la sacaba de la falda. Uno a uno, se desabrochó los botones. «Va por ti, bobo», murmuró. No llevaba sujetador. «Nunca lo llevo, carlosquinto -le había dicho a Carlos la noche antes-; para qué, si casi no tengo tetas.» Y había reído su risa provocativa y ronca. «No es verdad; las tienes como manzanas», había dicho Carlos. Y luego había añadido: «Ya, ya, no me lo digas, que ya lo sé. Son el fruto prohibido.»
Acabó de quitarse toda la ropa, dejando que cayera a sus pies, y desnuda, con la carne de gallina, mitad por el frío, mitad por la excitación, se acercó al costado de la cama. Se inclinó, agarró la sábana, la apartó con suavidad y se deslizó con sigilo por la espalda de Carlos.
Durante un momento, no ocurrió nada. Luego Carlos dejó de respirar. Completamente despierto, había abierto los ojos en la semioscuridad y había dejado que la piel de Paloma le recorriera la espalda. Nunca había tenido una sensación de mayor carga erótica. Sintió que se ahogaba y se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Despacio, dejó que escapara el aire de sus pulmones.
– Para que veas, santiagoapóstol. He venido -murmuró Paloma sin asomo de ironía.
Madrid, 11.00
– Oye -dijo Paloma-, este café tuyo no está mal, ¿sabes?
– Hombre…, es una mezcla exprés que hago yo con una cafetera italiana. Uno, para estas cosas, es un genio -dijo Carlos-. Lo empaquetan especialmente para mí en Colombia. Como a James Bond los pitillos. ¿Quieres una tostada?
– No, que engorda -rió Paloma, estirándose sobre la silla de la cocina sin que se le apreciara un átomo de grasa sobre la anatomía. Carlos contorneó la mesa y, poniéndose en cuclillas, le dio un beso en la cadera desnuda. Paloma cerró los ojos-. Estáte quieto -dijo-. Ponte allí, anda -añadió señalando la otra silla.
Carlos resopló.
– ¿Cuántas hermanas sois?
Se incorporó, rodeó la mesa y se sentó en la otra silla.
– Cuatro. Y vosotros, ¿cuántos?
– ¿Estáis todas igual de locas?
– ¡Qué va! -Paloma rió de nuevo-. Qué va. ¿Te crees tú, o sea, que podríamos aguantar un manicomio así? -Chasqueó la lengua-. Na. Con una cabra en la familia, basta.
– Oye, y…
– Apuesto a que eres hijo único.
– ¿Cómo lo sabes?
– Se os huele a la legua. Todos llenos de caprichitos… -Se inclinó y, con la mano derecha, le agarró la barba. Al hacerlo, la mesa le aprisionó un pecho, que quedó forzadamente apoyado sobre la superficie de madera. Al ver la mirada de Carlos, Paloma bajó la suya y se miró. Meneó la cabeza y, echándose un poco para atrás, se separó de la mesa. Sonrió-. Los hijos únicos sois todos iguales, blandorros. Muchos son maricas, que lo sé yo…
– Ya. Maricas. -Carlos asintió con solemnidad-. Lo que pasa es que no sabes reconocer a un hombre equilibrado, ordenado; déjame la barba si no quieres meterte en un lío.
Paloma le soltó la barba como si quemara.
– Chico -dijo.
Se levantó y, con la taza en la mano, se encaminó hacia el dormitorio. Se metió en la cama y se tapó con la sábana.
– Tengo frío.
– ¿Es verdad que trabajáis todas juntas? -preguntó Carlos desde la cocina.
– Sí. ¿Por qué?
Carlos se asomó por el quicio de la puerta del dormitorio.
– Por nada, la verdad. Intentaba imaginaros a todas juntas… Vaya guirigay.
Entró en la habitación y se sentó en la cama.
– Ni hablar. Funcionamos la mar de bien y nos reímos mucho.
– ¿Haciendo qué?
– Ropa.
– Ya. Ya, eso ya lo sé. Pero ¿ropa de qué?
– Hacemos ropa para una boutique. Trabajamos como negras.
– ¡Hale!
– No te rías, idiota, que es verdad. Le echamos un montón de horas diarias. Estáte quieto.
– Si sólo quiero calentarme la mano. ¿A quién se le ocurren los modelitos y eso…?
– A mí. Qué tontería. A mí se me ocurren a millones, pero no los hacemos. Nosotras copiamos los dibujos de los modistos franceses, de los italianos y tal… La verdad es que, luego, les cambiamos algunos detalles y tan frescas…
– Me está dando la impresión de que he descubierto una bolsa de economía sumergida.
– A ver cómo te crees tú que funcionan las boutiques de Madrid. Es todo una cuestión de monis. En Italia, los modelos de Versace, es un decir, cuestan un pastón. Y encima hay que pagar derechos de importación, IVA, deuda pública, los caprichos del alcalde y las licencias fiscales… De modo que te compras el Vogue y a copiar…
– Pero ¿estáis así, ¡hale!, encima de la máquina de coser, como hormiguitas, chas, chas? ¿Todo el puñetero día?
– No, jolines. ¿Tú estás, ¡hale!, así todo el día dirigiendo el tráfico?
– No, hombre. Es distinto.
– Pues eso. Nosotras también somos distintas. Somos industriales. Dos copiamos y hacemos los patrones, dos cortan y luego tenemos cinco chicas que cosen.
– ¡Toma! Pero si lo que tenéis ahí es El Corte Inglés.
– Ahí, franciscofranco, lo que tengo es la cadera y me haces cosquillas -dijo Paloma con severidad. Sacó un brazo de debajo de la sábana, rodeó el cuello de Carlos y tiró de él hacia abajo-. Tú, o sea, tú -dijo en voz baja-, te prohibo que se lo digas a nadie… Ni a mí, ¿eh? Te prohibo que luego me lo recuerdes… Yo contigo me…, me quedaría así hasta el año dosmildiez. -Lo empujó hacia atrás, riendo-. Pero, luego, me visto y se me pasa.
– Vale. Pues te secuestro y te tengo en bolas en la cama hasta el siglo que viene.
– Ya… ¿Sabes lo que se me ocurrió anoche cuando entré aquí? -Rió su risa desde el fondo de la garganta-. Pensé, hala, como en las películas. Ahora, éste, que es como cero cero siete, duerme con la pistola debajo de la almohada y, al oír ruido, se despierta de un salto y me larga tres tiros.