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– ¿En serio?

– Sí. De verdad.

– Venga. Me tienes sin dormir desde hace dos noches… No me despertaba ni un elefante…

– Gracias.

– De nada. Oye, tú cuando te ríes, ¿te notas que la risa te sale del estómago o de dónde?

– Me sale de donde me llenas tú… Estáte quieto, te digo.

– Me vas a decir a mí estas cosas impunemente, ¿no?

– Sólo te dejo que te pongas así a mi lado. Pero como en un convento, ¿eh? Nada de tonterías.

– Vale, chica, vale -dijo Carlos y, metiéndose en la cama, se acostó, se apoyó sobre el codo doblado encima de la almohada y colocó una pierna sobre las de Paloma-. ¿Está bien así?

– Mientras no te muevas…

– No me muevo. Y además, las que no se mueven son las inglesas. Que lo sé yo.

– Vas tú a saber… ¿Es verdad que el hermano de un amigo tuyo juega mañana con el Madrid?

– Ss. El hermano del Gera…

– ¡Hombre!

– Sí. Lo tenemos frito porque le hemos dicho que, como no meta un gol, le sacamos del Bernabéu a patadas. ¿Vas a…?

– Como que le va a meter un gol a Molina.

Carlos la miró boquiabierto.

– Anda. ¿Y esta ciencia? ¿También entiendes de fútbol?

– Mi padre me llevaba al fútbol todos los domingos y, ya ves, me hice forofa. Hasta tengo un balón firmado por todo el Madrid…

– Sí, pero seguro que no te lo dieron por forofa, sino por estar tan buena.

– … El pobre. No le gusta otra cosa. Ahora se pasa los días pegado al televisor. Le hubiera gustado que yo fuera chico para haberme hecho jugar al fútbol… El hermano del Gera, ¿eh? A lo mejor voy con vosotros y así lo conozco.

Carlos inclinó la cabeza y, durante unos segundos, miró a Paloma desde muy cerca, bizqueando. Después, la besó.

– ¿Vas a venir de verdad? -preguntó.

– No sé… Ya veré -contestó Paloma, rascándole la barba-. Pinchas.

– ¿Eres la mayor?

Paloma carraspeó.

– Sí. Por eso quería mi padre que hubiera sido chico. Luego se resignó. Ahora le da igual, la verdad.

– Por eso saliste modistilla.

– Ya. Y a mucha honra… Me voy a comprar un coche…, con mis dineros.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Un K4. Es genial.

– Pero ¿sabes conducir?

– ¡Anda, éste! Ya lo creo que sé conducir. Me iba a comprar un coche, si no.

– Oye, pues cuesta una pasta, tú.

– Bien que me lo trabajo.

– Pero vosotras, con las cosas que fabricáis, ¿qué hacéis? Quiero decir, ¿vais de tienda en tienda con el muestrario o qué?

– No, hombre, qué bobo eres. Sólo trabajamos para una boutique. Somoss moda essclussiva. -Carlos rió-. No, jo, no te rías. Medio Madrid lleva mis blusas de seda. -Carlos miró la blusa de Paloma que estaba tirada sobre la silla, a los pies de la cama-. Sí, ésa es de las que me coso yo, bobo. Bien bonita que es. Sólo que tú no entiendes. Es un modelo de Merath.

– Me… ¿quién?

– Merath. Es una boutique que está en Claudio Coello. No te creas. Somos de lo más fino. La dueña es Elisa Montero, la mujer del banquero… ¡huy! Verso…

– ¿El tío más guapo del mundo? ¿Javier Montero?

– Ése. El presidente del Crecom -dijo Paloma-. Pues es un tío muy normal… Te digo yo que está muy bien… Pero ¿qué haces? -preguntó en voz baja. Carlos no dijo nada-. Ay -murmuró Paloma.

12.00

– Oye, tráeme un poco más de café -dijo Jacinto Horcajo desde la cama.

– Ahora mismo va, jefe -dijo el Pitá.

– Coño, Pitri, y abre la ventana, que aquí huele a pocilga.

El Pitri, que se disponía a recalentar el cazo de café sobre el hornillo, se dio la vuelta, se acercó a la ventana y la abrió de par en par. No le parecía que oliera particularmente mal en su casa, un cuarto y medio en el que el cubículo que albergaba la cama quedaba separado del resto por una vieja cortina de descolorida cretona azul.

Las viviendas que ocupaban las partes traseras de los patios de las viejas casas de vecindad de la calle Huertas no habían sido muy respetuosas con las ordenanzas municipales: caseros de no excesivos escrúpulos con los años habían ido añadiendo compartimentos, construcciones en las azoteas, divisiones en los pisos de los que la autoridad competente había perdido la traza tiempo atrás. Estas infraviviendas estaban generalmente ocupadas por familias enteras de inmigrantes marroquíes, por algún taller ilegal de chinos y por ancianos que llevaban allí desde toda la vida. Hacía apenas dos o tres años que el Pitri había conseguido que un fontanero amigo le empalmara una tubería de agua corriente hasta su casa robándosela al vecino que de todas formas había levantado los tabiques que constituían las tres viviendas del piso sin encomendarse a Dios ni al diablo. El Pitri había robado un viejo lavabo de un derribo en el barrio de Salamanca y se había montado lo que a él le parecía un coqueto rincón debajo de la ventana. En el descansillo, el dueño había dejado un retrete y un remedo de cuarto de baño en el que campaba una vieja bañera de porcelana y patas de latón; entre todos habían pagado un calentador de agua y se bañaban o duchaban por turnos sin excesivas disputas.

El hogar del Pitri.

Se asomó a mirar el cielo.

– Hace un día estupendo, jefe -dijo.

– Pitri, déjate de historias y tráeme el café. Y este cuarto de mierda huele a pocilga.

Al Pitri le hubiera gustado decirle a Horcajo que, si no le satisfacía, no tenía más que no haber venido a esconderse a su casa, pero no se atrevió. A Horcajo estas cosas no se le decían.

– Oye, y luego te bajas a comprarme El País, anda.

Jacinto Horcajo había escogido el cuartucho del Pitri porque, aunque, como había ocurrido, alguien llegara a enterarse de que estaba en Madrid, nunca podría sospechar que se rebajaría a esconderse en un sitio tan infecto, teniendo que compartir techo con un gusano semejante. Hacía años, sin embargo, que Horcajo estaba acostumbrado a no pedirle al entorno más de lo que éste pudiera ofrecerle, sobre todo cuando la necesidad aprieta. El lujo quedaba para cuando no hubiera otras consideraciones primordiales, como escapar de Carlos de Juan y del Gera o terminar con bien el contrato madrileño. Horcajo era un hombre prudente: su presencia en Madrid obedecía a una necesidad perentoria; de otro modo, nada le habría hecho meterse en la madriguera de sus peores enemigos.

Había llegado a Madrid desde Colombia con un pasaporte chileno extendido a nombre de Zacarías Mouro (un documento perfectamente válido, comprado al jefe de la policía de Iquique, en el norte del país). Para ser más exactos, había llegado, no desde Bogotá, sino, después de una escala en Berlín, desde Lisboa y por carretera. Horcajo se movía por Europa con extremada prudencia y siempre escogía una ciudad diferente como primera escala al llegar desde América. Y más en esta ocasión, en que lo acompañaba Oswaldo Borrero, el colombiano de Medellín que iba a seguir de cerca la operación.

Mientras Oswaldo se instalaba en el Palace, Horcajo había alquilado un apartamento en el Centro Colón, pagando por adelantado dos meses de renta y anunciando que iba a viajar constantemente.

Inmediatamente después, un taxi, tomado en la puerta del Centro Colón, lo había dejado frente al número 23 de la calle de José Ortega y Gasset, dirección en la que se encontraba la sucursal urbana 14 del Banco Popular. Abrió en ella una cuenta corriente, depositando millón y medio de pesetas; también alquiló una caja de seguridad en esa sucursal y tres más en otros tantos bancos de los alrededores. Como la Embajada de Chile estaba justo enfrente del banco, le pareció a Horcajo que, llegado el caso, la nacionalidad de su pasaporte contribuiría a incrementar la confusión.