Выбрать главу

Después había entrado en una de las tiendas de telefonía móvil del barrio y, tras comprarse un portátil, había contratado una línea telefónica con el mismo nombre falso, domiciliando el pago de los recibos bimensuales en la cuenta corriente del Banco Popular Español.

Hizo todas estas cosas durante las dos horas siguientes a su llegada a Madrid. A lo largo de tres horas más, mientras Borrero se quedaba en el interior del gran Mercedes alquilado en el que habían llegado desde Lisboa y que ahora estaba estacionado en el interior del aparcamiento de las Cortes, Horcajo hacía un viaje detrás de otro. Alquilando sucesivos taxis, primero había ido a la estación de Chamartín y después, en cuatro viajes separados, a los cuatro bancos.

Luego desapareció por completo. Bueno, casi por completo, porque, tres días más tarde, en lugar de estarse quieto, cometió un error de principiante: ceder a la insistencia de Oswaldo Borrero. Borrero tenía tres manías: las mujeres gordas, el ron con coca-cola y el jazz, del que decía entender más que John Lee Hooker.

Habían ido a tomar una copa al antiguo local de jazz de Diego de León y se encontraron con que hacía tiempo que lo habían cerrado. Pero el bar que lo había sustituido tenía, si no música de Nueva Orleans, un grupo interesante de muchachas de dudosa nota y habían decidido quedarse. Menos mal que, al menos, el Opel Corsa había sido alquilado en Madrid a nombre de Borrero, porque la mala casualidad había querido que lo viera el Gera. «Tiene memoria de elefante -pensó Horcajo. Y sonrió-. Claro que si me han hecho a mí la perrería que yo le hice a él, a mí tampoco se me despinta la cara del tío.»

– Pitri-dijo Jacinto Horcajo cuando el Pitri le trajo el café-, me parece que me debes dinero, ¿eh?

– Sí, sí, claro, jefe. De anoche…, claro.

El Pitri se frotó las manos.

– A ver, ¿cuánto vendiste?

– Diez gramos, jefe, que cortados me dieron…, bueno…, ya sabes…, cincuenta gramos…, lo que me diste para vender, jefe.

– A cuatro mil pelas.

– Eso.

– Dos millones, ¿eh? ¿A quién se lo vendiste?

– A Palo.

– ¡Caramba! ¿Todavía anda ése por ahí?

– Sí.

– Pues yo creí que se lo habrían llevado por delante hace la mar de tiempo, ya ves. Muy malas compañías le recuerdo. Y, ¿sabes, Pitri?, cuando se llevan malas compañías, acaba uno fatal, ¿eh?

– Pues anda todavía por ahí, jefe.

Horcajo encendió un pitillo.

– Pitri, a veces me pregunto qué es lo que me hace ser tan bueno con ratas como tú.

– ¿Yo?

– Me estás engañando. -El Pitri palideció-. Te lo veo en la cara, hombre. Y seguro que me estás engañando por una mierda. ¿Cuánto le vendiste a Palo?

El Pitri carraspeó. Sudaba.

– Bueno…, esto…, jefe… Yo, la verdad, es que creía que tenía derecho a mi cuartelillo…

– ¡Pero qué cuartelillo ni qué ocho cuartos! ¿Te crees tú que me chupo el dedo o qué? No sé yo que el cuartelillo se lo robas al que te lo compra. Pitri -dijo Horcajo con tono paciente-, te voy a acabar rompiendo en dos. ¿De modo que llego aquí como los reyes magos, te traigo cien gramos de la mierda más pura, un regalo de mi corazón, y tú, ingrato de mierda, lo primero que haces es, o sea, robarme? O sea, no te conformas con cortar los cien gramos, lo normal, sino que lo cortas más…

– … Bueno, espera, jefe, espera, hombre, tío, jopé…, que ha sido una equivocación. Verás, tío, jefe, este…, yo, corté la mierda un poquito más…, ya sabes, dos onzas, me salieron dos onzas, o sea, cincuenta y seis gramos, y se los cobré a cuatro mil, o sea dos kilos doscientos cuarenta papeles, jefe, que yo no te habría engañado nunca…

Horcajo meneó la cabeza varias veces.

– ¡Qué tío! -dijo-. Y encima te quedas con una papelina de cada diez… Los clientes acabarán por comprarse papelinas de bicarbonato y a ti, el día menos pensado, el Palo te raja. Me debes un millón ciento veinte mil pesetas, que es la mitad de lo que le cobraste a Palo ayer.

– Sí, sí, aquí las tengo…

– Sólo que por mentirme, Pitri, te voy a poner una multa…

– ¡Hombre, jefe, jopé!

– … Una multa de cincuenta mil por gramo. Poca cosa, chico. Esta vez te va a costar medio millón, ¿eh? O sea, para tener las cuentas claras, me debes un millón seiscientas veinte mil castañas, ¿eh, Pitri?, y me vas a pagar ahora mismo. Es bueno para la salud.

– Hombre, jefe, jopé -repitió el Pitri más débilmente. Horcajo lo miró sin pestañear-. Bueno, vale, vale. Cómo éstas -se apresuró a añadir, sacándose del bolsillo un fajo de billetes y poniéndose a contarlo con premura.

Horcajo suspiró.

– Dime más cosas, Pitri. Me preocupas. ¿Sabes que ayer me enteré de que me había visto el Gera? ¿Te ha dado el coñazo a ti?

El Pitri, que iba amontonando billetes sobre la cama, dejó de contar, levantó la mirada y la fijó en Horcajo. Sabía que no debía desviarla: si Horcajo pensaba que le estaba mintiendo, sería peor que una sesión con el Gera y De Juan juntos.

– Bueno, jefe…, ayer me anduvieron persiguiendo. De Juan me enganchó por la mañana…

– Pero, me cago en la mar, Pitri. Te ven y yo aquí…; Pero ¿cómo no me lo cuentas antes? -preguntó Horcajo sin dejar de mirarlo-. Pitri, si a mí me cazan, el primero que palma eres tú. Te lo juro.

El Pitri tragó saliva.

– No, ya. No te preocupes, que no hay peligro. Descuida, jefe.

– ¿Que no hay peligro? ¿Que no hay peligro? Este idiota no me dice nada y ahora no hay peligro. Me obliga a cambiar de planes -dijo Horcajo mirando a la pared-, y si no me entero yo solito… Y, además, De Juan es duro. Tiene la mano muy ligera, ¿eh?

– Jo, tío, jefe, bah…, ya sabes. -El Pitri bajó la voz-. Me parece que le gusta cascar, sobre todo a mí que no pinto nada y que no voy a andar denunciando a nadie. -Se encogió de hombros-. No soy un chivato…

– Coñe, Pitri, ya viste lo que pasó con el Nani, ¿no?

– Sí… -El Pitri se rascó la cabeza-. Pero hace años de eso… Además, a mí me apetece más seguir viviendo, jefe. Yo denuncio a De Juan por malos tratos y no lo cuento. Y, para que sea mi madre la que tiene que ir al juez a decir que le han matado al hijo, la verdad…, prefiero que el tío me zurre de vez en cuando.

Sorbió, inclinó la cabeza y miró al suelo.

– Claro que si tú, un día, le dices al Gera o a De Juan dónde estoy, el que se te lleva por delante soy yo. -Horcajo rió-. Lo tienes crudísimo, Pitri.

– Ya… Pero no soy un chivato. De verdad. Por la cuenta que me trae… El caso es que deben de creer que yo sé dónde andas o que me puedo enterar. No sé. Pero alguien te ha tenido que ver porque por la Ballesta es vozpopulís que estás en Madrid.

– Nada es perfecto en la vida, Pitri. Tú estáte a lo tuyo y todos saldremos ganando. Ya sabes. En boca cerrada no entran moscas. Dame eso y bájate a por El País, anda. Y luego, me parece que te vas a estar quieto hasta mañana, sin moverte de aquí, ¿eh?

– Jope -dijo Pitri.

– Peor para mí, que te voy a tener que aguantar, ¿eh? Y además, aquí huele a pocilga, Pitri, coño. No te asustes, anda, que mañana me voy.