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14.05

– Creo que no venía al Retiro desde pequeña -dijo Paloma-. Te voy a decir una cosa, caudillo. Nadie me ha hecho volver a casa un sábado por la mañana a ponerme unos vaqueros para pasear por el Retiro. Anda, que eres más estirao que la maroma de un trasatlántico. Colega. Tío.

– No ibas a pasear a la hora del aperitivo con una blusa de seda medio transparente y una minifalda de raso, ¿no? Y además, así, estás para untarte pan.

– ¡Quieto! No me toques el trasero, descarado… Pues no eres tú fino ni nada, chico. Al señorito le da vergüenza que se note que su novia ha dormido con él y que no ha vuelto a casa de papá a cambiarse.

– ¿Ya somos novios?

– Es un eufemismo por un rollo de una noche.

– No, no. Estas cosas se dicen en serio o no se dicen.

Paloma se detuvo. Miró seriamente a Carlos.

– Estás de broma, ¿eh?

– Estoy de broma -se apresuró a decir Carlos.

– Pues no lo estropees.

A esa hora temprana de la tarde, el paseo que bordea el estanque del Retiro estaba lleno de gente que paseaba, reía, se interpelaba, andaba cogida de la mano, tomaba el aperitivo o estaba a lo suyo.

Había pequeños artilugios que, cubiertos de raso negro, simulaban estrechos escenarios en los que marionetas de Colombina se defendían de guardias de fiero bigote o Pierrots de trapo peleaban a estacazos los favores de sus amadas; decenas de niños seguían las dramáticas incidencias de los títeres sin perder ripio de cuanto allí ocurría, coreando los encantamientos o animando al que más estacazos daba o advirtiendo a gritos del peligro que acechaba al héroe o aplaudiendo con entusiasmo el triunfo de los buenos. Había mimos de cara blanca y jersey negro, que representaban sus melancólicas historias; unos, por ganarse unas pesetas; otros, por aventar el mensaje de alguna secta de amor más o menos intensamente cristiano. Y al público que, con una media sonrisa, seguía en corro sus evoluciones, se le notaba un cierto deseo de anticiparse a adivinar lo que el mimo quería sugerirle.

Sentados en el borde de piedra que rodea el estanque, unos músicos de rasgos indios, vestidos con ponchos de colores, rasgueaban sus guitarrones y soplaban en sus flautas andinas, interpretando cadenciosos valses peruanos. Jóvenes en mangas de camisa, remando con más entusiasmo que habilidad, perseguían por el estanque a modistillas risueñas, mientras que algún padre aburrido regañaba al niño por arrastrar la mano en el agua sucia.

Hacía calor en el Retiro y los enormes castaños y los setos, los parterres de la rosaleda y los dibujos de los jardines de Cecilio Rodríguez estaban restallantes de color y primavera. El sol brillaba, reflejando su luz en las aguas turbias del estanque y saltando de onda en onda con latigazos de fuego, como si repentinos chispazos eléctricos recorrieran la laguna. Dos muchachos vestidos con chándal y zapatillas de deporte hacían jogging con parsimonia; iban hablando como si tal cosa.

«¡Barquillos, hay barquillos!», gritaba con poco interés un joven flaco y mal vestido. Llevaba su mercancía en una bandeja de mimbre y no, como solía ocurrir años antes, en un tambor con la tapa convertida en rueda de la fortuna.

– Vaya un día para ir a los toros -dijo Carlos.

– Ya -dijo el Gera, dándoles alcance. Paloma se detuvo en seco y se dio la vuelta para mirar a los recién llegados-. Lo que pasa es que se han puesto las entradas por las nubes. Yo soy Gera y ésta es Carmen, mi mujer -añadió.

– Hola -dijo Paloma-. Y yo soy Paloma.

– No, ya, si eso ya me lo imagino -dijo el Gera-. Pues no se pone éste pesado ni nada contigo… -Paloma se volvió hacia Carlos, arqueando una ceja con curiosidad burlona-. Claro que si mi novia fuera como tú, yo también me pondría como Mateo con la guitarra.

– Se dice perdonando lo presente -dijo Carmen.

– Perdonando lo presente.

Paloma rió.

– O sea, que tú -le dijo a Carlos-, o sea que vas por ahí discutiendo de nuestras interioridades, como si yo fuera propiedad del Cuerpo Nacional de Policía.

– No, jopé. Con éste que es amigo, nada más. Es que me traes por la calle de la amargura con tanto voy y vengo.

– Es lo que me faltaba a mí: en boca de los maderos de la nación. ¿Y qué te dice de mí?

El Gera se puso como un tomate.

– ¿A mí? Hombre…, nada. O sea, ya sabes…

– Parece mentira, Gera, un tío tan grande como tú -dijo Carmen-. Te dice lo que cualquiera diría: que está colao y que qué hace, ¿no?

– Eso.

– ¿Y tú qué le contestas? -preguntaron Paloma y Carmen a coro.

Rieron.

– Quiero decir -añadió Carmen- que ya sabemos lo que te dice Carlos, pero lo importante son los consejos que tú le das a él, ¿no?

– Séneca -dijo Paloma.

El Gera puso los ojos en blanco.

– Pues le digo que aguante, que cuando vienen mal dadas vienen mal dadas y que las cosas son como son. -Guardó silencio un momento-. ¿No? Vamos, digo yo.

Paloma dio un silbido. Luego se puso de puntillas y le dio al Gera un sonoro beso en la mejilla. Carlos, desde detrás, la agarró por la cintura con ambas manos.

– Aunque el Gera -dijo Paloma- no ha recibido de la providencia las dotes de oratoria que se requieren para dar consejos sobre un monstruo como tú, el tipo sabe, no creas, y, de una forma algo burda, se las compone para transmitir cierto calor humano que me consuela de tus múltiples maldades.

– Vete a hacer puñetas -dijo el Gera.

– ¿Por qué te llaman, Gera, Gera?

Carmen se puso rígida.

– Nada -dijo el Gera-, por nada. Por una chorrada…

– Ya te lo decía yo -dijo Carlos.

– Es una contracción de Epifanio -dijo Carmen.

Paloma miró a los tres con curiosidad.

– ¿Nos tomamos unas cañas? -preguntó Carlos frotándose las manos.

Paloma se volvió hacia él como si quisiera añadir algo, pero se quedó callada y se limitó a mirarlo. Luego se le acercó con deliberación y, apoyándose contra él, rozó con lentitud un pecho contra su brazo. El Gera carraspeó y miró hacia el estanque. Carmen sonrió y dijo «guau» en voz baja. Y Carlos, apartando el pelo de Paloma con la nariz, acercó la boca a su oreja.

– Tú sigue haciendo eso y ya verás. -Paloma sonrió-. ¿Nos vemos esta noche?

– No.

– ¿Cuándo entonces?

– Ya veremos.

Carlos miró al Gera.

– Oye, Paloma -dijo el Gera-. Mañana vamos al Bernabéu, que juega mi hermano pequeño con el Madrid. -Paloma levantó las cejas-. Sí. Por primera vez… Y digo yo que porque la liga ya está decidida y no hay peligro de que el chaval haga cualquier idiotez…

– Juega como Dios -dijo Carlos.

– Bien majo que es -dijo Carmen.

– ¿Es Pepillo?

– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó el Gera mirando a Paloma con curiosidad.

– Oye, ¡bueno! ¿Aquí todos me consideráis idiota o qué? Esta mañana -añadió con tono paciente-, al pasar por casa… -miró a Carlos y sonrió-, al pasar por casa, eché un vistazo al periódico y miré la alineación. Pepillo, ¿eh? Éste jugaba en el Castilla, ¿no? ¿Es ése?

– El mismo… Bueno, pues… ¿te gustaría venir? Tengo unas entradas pistonudas. Viene mi madre también. Y después nos vamos a cenar por ahí con el chico. ¿Eh? ¿Qué os parece?

– A mí me parece bien. -Paloma se volvió hacia Carlos-. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

Carlos levantó las manos para protestar, pero, a medio gesto, puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.