Madrid-La Haya, 19.00
– ¿Ricardo?
– ¿Quién es?
La línea telefónica con la Embajada de España en La Haya era inusitadamente clara.
– Soy Carlos de Juan, Ricardo.
– ¡Coñe, Carlos! Pero, caramba. Cuánto tiempo… Pero ¿dónde estás?
– No, no, aquí en Madrid.
– Oye, pues parece como si estuvieras en el cuarto de al lado… Dime.
– Oye, te llamo…, ya sé que es un coñazo, pero qué quieres que te diga. Dice el jefe dos cosas. Una, que estemos al loro con el secuestro ese de que nos hablabas en el télex…
– Kees van de Wijn…
– Ése… Bueno, porque a él le huele a cosa de tráfico de drogas. Yo no sé de dónde se saca el olfato ese, pero bueno…
– Sí. Ahora te cuento… -dijo Ricardo.
– … Yotra cosa, que… la extradición de Kleutermans.
– Ah, sí -exclamó Ricardo, levantando el tono con interés.
– Bueno, mira…, esto…, ya sabes. Está previsto que lo saquemos en avión el miércoles, pero, no, ¿sabes?
– Sí.
– Verás -dijo Carlos-, aquí hay cierto miedo a que la banda del tío este monte un pollo.
– No me extraña. Estos tíos no se andan con chiquitas y, con el dinero que tienen, son capaces de organizar una operación de guerrilla y, entre Carabanchel y Barajas, os montan la batalla de El Álamo. Con tal de sacar al Kleutermans, hacen lo que sea.
– No me digas -dijo Carlos.
– Sí te digo, Carlos. Andaros con el bolo colgando y ya veréis en qué se os queda. ¿Tú sabes el dinero que manejan? Mira, para que veas de qué van estos tíos, tardaron tanto en cazarlo, entre otras cosas, porque nadie era capaz de seguirle la pista. ¿Y sabes por qué? Porque para cada operación de contrabando, este tío usaba un avión distinto…, nuevo, ¿me oyes?, que luego abandonaba en cualquier aeropuerto. ¿Tú me entiendes?
– Carajo.
– De modo que ríete tú de Pinochet. Este cachondo saca los tanques a la carretera como si fuera Rommel, Carlos.
– Vale, vale… Pues no sé yo si me gusta tanto el plan alternativo, ¿sabes?
– ¿Cuál es el plan alternativo?
– El Gera y yo… como cuando Alí Hassan, sólo que hacia arriba.
Ricardo dio un silbido. Luego preguntó:
– ¿Con la misma antelación y por el mismo sistema?
– Igual.
– Y quiere el jefe que yo esté, ¿no?
– Yes.
– Vale. Comprendido, allí estaré.
– Te lo vamos a agradecer… ¿Cómo lo llevas?
– Bien, bien. Trabajando mucho. Bah, ya sabes, no es fácil. Estos holandeses no te hacen la vida fácil, ¿sabes? En el fondo les apetece poco contarte los secretos que ellos conocen.
– ¡Venga! ¿No te echan una mano?
– Qué va. Aquí, cada cual se las compone como puede. Estos tíos, lo que quieren es que les organicemos las operaciones y les ayudemos a resolverlas, pero sin meternos, ¿eh? Hijos de su madre…
– Te veo algo cabreado -dijo Carlos sin sorna.
– Uf, bueno, mira. Qué quieres que te diga. Estoy aquí más solo que la una, haciendo de todo…
– Pues yo llamaba por comprobar cómo se vive de diplomático por ahí, mientras los demás seguimos pateando el patio y deteniendo a quinquis, ¿sabes?
– Es verdad, hombre. Yo aquí, cobrando en dólares… Me cago en la mar. Oye, por cierto, al Van de Wijn este, no sé muy bien cómo va el tema, pero acabo de ver que han circulado la foto de su amante. Ha desaparecido. Bueno, el asunto está cada vez más embrollado, pero te juro que a mí también me huele a drogas. Qué quieres que te diga.
– Ya nos dirás, ¿no?
– Sí, hombre. Oye… Carlos, esto…, fuera coñas. Tú que estás ahí, cerca de los jefes, a ver si hablas con el comisario y le dices que mi nombramiento suena de miedo…
– ¿Qué es lo que eres?
– Agregado a la Embajada de España en Holanda para Cuestiones de Tráfico de Estupefacientes y Enlace con las Agencias Nacionales.
Carlos soltó una carcajada.
– Cualquier día te van a hacer ministro. ¿Sabes cómo te llamamos aquí?
Ricardo guardó silencio durante un momento.
– Me has puesto un mote -dijo por fin con algo de sequedad.
– Sopla. El Sopla.
– Carlos, vete a la mierda.
– No, si va en serio. Servidor obsequioso para la lucha antidroga.
– Qué marrano… Menos mal que no es como el Gera. ¿Será posible? Bueno, dejémonos de bromas. Dile al jefe, a mi jefe, no al tuyo…, o mejor le dices al tuyo que se lo diga al mío, que esto está muy bien, pero que estaría mucho mejor si, además de tenerme aquí, alguien me pagara el sueldo. Oye, que llevo cuatro meses aquí y todavía no he cobrado ni un céntimo.
– Venga ya.
– Te lo juro.
– Pues debes de ser rico por tu casa, porque si no…
– Quiá. Me estoy gastando los ahorros de mi suegro. Estoy harto de poner oficios pidiendo que alguien me pague algo más que unas miserables dietas. ¿Sabes dónde tengo la oficina? Porque estos de la embajada son buena gente, que si no… Oye, me he instalado en la agregaduría de educación.
Carlos rió de buena gana.
– El Sopla educativo. Mira, hombre, así coges a los chicos desde pequeños y les dices que los porros son malos para la salud.
Madrid, 20.00
Una esquina de la enorme nave de Muebles Gato estaba brillantemente iluminada por luces de arco. Aunque fuera, en el poblado industrial de Coslada, aún era de día y mucha de la superficie de la techumbre de la nave estaba hecha de plástico translúcido reforzado (con lo que la luz en el interior era buena), el taller de camiones, que era lo que ocupaba el cuadrante norte, necesitaba iluminación artificial para que los siete hombres que allí trabajaban pudieran ver lo que estaban haciendo.
Cinco se afanaban en torno al camión Ebro que, pintado de amarillo, había sido transporte de Transmoney. La chapa de acero reforzado que normalmente tapaba el motor había sido desmontada y estaba apoyada contra una de las paredes de la nave: había sido pulida con una lija eléctrica y uno de los hombres, rodeado de la neblina amarilla esparcida por el pulverizador, la pintaba de su color original con una pistola de carrocero. Olía fuertemente a pintura. El taller habría hecho palidecer de envidia a más de un garaje especializado.
Otros dos hombres lijaban el resto de la carrocería y pegaban papel de periódico con cinta aislante en las partes que no debían ser pintadas de amarillo.
Dos mecánicos más terminaban de desmontar el viejo motor del camión. El Perkins de segunda mano que el Chino había vendido el día antes a José Luis Álvarez colgaba de grandes poleas articuladas desde las vigas de acero que sostenían la techumbre de la nave. Brillaba de grasa y aún estaba caliente de las pruebas a que había sido sometido a lo largo del día.
Al lado del camión Ebro, la mole gigantesca de un Pegaso de veinte toneladas empequeñecía cuanto le rodeaba. Toda la caja de su carrocería estaba desmontada y la cabina del conductor colgaba de unas poleas iguales a las que sostenían el motor Perkins. El tráiler también estaba desmontado: su carrocería pendía de las correspondientes poleas, como si fuera un vagón de ganado volante, y el bastidor aparecía desnudo sobre sus doce enormes neumáticos.
Los dos hombres restantes tomaban café, bebiéndolo de grandes tazones, sin dejar de inspeccionar el Pegaso. Uno de ellos dejó la taza sobre la repisa metálica de uno de los tornos y se agachó para ver mejor unas abrazaderas que habían sido soldadas a la camisa del eje de transmisión del poderoso motor.
– Lo que yo te diga, José Luis -dijo-, bastará con embadurnarlo bien con grasa para que no se note.
Sin incorporarse, alargó la mano y, del suelo, cogió el extremo de una sección de tubo metálico, que parecía una reproducción exacta de la camisa del eje de transmisión. En realidad, no era exactamente iguaclass="underline" aunque su longitud era la misma, el diámetro era casi dos centímetros mayor a todo lo largo del tubo. Con visible esfuerzo, el hombre tomó toda la sección del tubo y, sujetándola con ambas manos, se levantó y se acercó al Pegaso. Se inclinó sobre el chasis desnudo y encajó la sección encima del eje de transmisión.