– Coño, lo que pesa esto -dijo-. Pero, ¿ves?, encaja perfectamente y, una vez atornillado, ni se notará que es postizo.
– No está mal, no -dijo José Luis Alvarez y sorbió ruidosamente de su taza.
En el suelo, dispuestos uno al lado del otro, había dos tubos más y una decena de perfiles de largo diferente.
– Irán de miedo -dijo el hombre.
– ¿Habéis probado? -preguntó José Luis.
– Ya lo creo. Lo hemos hecho con saquitos de harina. Va muy bien y ni se nota.
José Luis Alvarez alzó la voz.
– ¡Manolo!
– ¿Qué hay? -preguntó unos de los dos mecánicos.
Metido en el espacio del camión Ebro hasta entonces ocupado por su viejo motor, preparaba con su compañero la instalación del Perkins del Chino. En una mano tenía un martillo y, en la otra, un escoplo. De su alrededor sobresalían tubos y cables sin conectar.
– Anda, que hay que verte. Pareces King-Kong.
Todos rieron.
– La mano del hombre que todo lo puede -dijo Manolo, asestando un martillazo a uno de los amortiguadores delanteros del Ebro. Resonó como una campana sorda. El mecánico tenía la cara negra de grasa y sonreía.
– ¿Cuánto os falta?
– Nada. Poca cosa, José Luis. Nosotros habremos terminado con el motor en cosa de cuatro o cinco horas. Son éstos, con la carrocería y la pintura, los que van más retrasados.
– Pero ¿cuánto?
– Bah. -Miró a sus restantes compañeros, que habían interrumpido el trabajo por un momento-. Yo diría que tu trasmonis estará listo mañana por la noche. Como nuevo, ¿sabes? Listo para el París-Dakar.
– París-Dakar. Ya verás tú el rally que vamos a montar. Ríete tú de los peces de colores.
En el exterior de la nave, apoyado contra el guardabarro delantero de su Mercedes diesel, el Chino se cambió el palillo de lado.
– Vamos a vé si chañamos, Chuchi -le dijo a su cuñado-. El madero me compra un camión blindado dézo pá'trasportá tela, ¿no? A mí me parece un gualtrapa, porque digo yo que zi va a hace un trasporte legal, no me va a vení a compra a mí, ¿eh?
– Ezo -dijo su cuñado.
– Digo yo, ¿eh, Chuchi? O zea, que no va a hace un trasporte legal, zino, en do palabra, i-legá. Luego, ze lleva er camión ar depózito de Julio Pascua, aver zi m'entiende. Lo que yo te diga, colega. Estos tíos van a dá un gorpe y yo esta pingüi no me la quiero perdé. De modo que tú te va a queda por aquí a vé qué guipas.
– Ezo.
– Y pa cuando hayan dao er gorpe, les vamos a caer encima como el pañí, colega y, a lo mejón, er gorpe ze lo damo nosotros. -Ezo.
21.05
– ¿Sabes lo que te digo, Javier? -dijo Elisa Montero, inclinándose hacia su marido-. No me vuelvas a traer a barrera. Prefiero estar en el palco con todos, tomando sandwiches. La verdad. Esto es incomodísimo.
Javier Montero miró a su mujer sonriendo. Impecablemente peinado, vestía un traje de gabardina marrón claro, camisa azul y corbata de seda en tonos rojos, haciendo juego con el clavel que le habían puesto al entrar en la plaza de toros.
– Hoy había que hacerlo -dijo, mirando por detrás de Elisa.
Cinco o seis asientos más allá estaba el Rey, que lo saludó por fin (¡terminando el sexto toro!) con una sonrisa y un movimiento brusco de la barbilla. Montero devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
– ¿Un whisky, don Javier? -le preguntó desde el callejón un camarero de chaquetilla blanca. A los pies, cerca del burladero, tenía una fresquera con hielo, vasos de cartón y dos botellas de whisky.
Javier Montero hizo un gesto negativo.
– Ya no -dijo-, gracias.
Levantó la mirada y, con la vista, siguió al joven torero, que se alejaba hacia el centro del ruedo, andando con parsimonia, aunque sin dejar de mirar al toro por el rabillo del ojo. Y el pobre animal, con la cabeza humillada y una única banderilla colgándole del pellejo como mudo testigo de una lidia bastante ramplona, jadeaba poderosamente, quieto en los medios, siguiendo con aire derrotado la lenta progresión del diestro por el albero. Cerca de él, dos peones, con los capotes desplegados, parecían dispuestos, por más que sin excesivo entusiasmo, a defender a su maestro en caso de que el toro decidiera embestir. Nada en la interminable lidia previa justificaba tales temores, pero nunca se sabe.
Un murmullo colectivo de indiferencia ponía ruido de fondo al aburrimiento del final de la corrida. Procedentes de la andanada del tendido del siete se oían algunas imitaciones de ladridos, indicación del respeto que merecía a aquel sector del público el tamaño del astado. Todo el mundo sabía que el torero, intentando salvar lo insalvable, se dirigía al centro del ruedo para brindar, desde allí, la muerte del toro al respetable. Mal negocio iba a hacer.
Javier Montero sacudió la cabeza de derecha a izquierda.
– No, hombre, no -dijo en voz baja.
Detrás de él, tres jóvenes pizpiretas, evidentes entusiastas seguidoras del joven torero, miraban airadamente a su alrededor, desafiando a los que estaban cerca a que manifestaran su descontento si se atrevían. Javier no alteró el semblante y, siempre cuidadoso de ofrecer su mejor perfil a los inevitables fotógrafos, volvió la cara hacia Elisa.
– Bueno. El lunes vamos arriba.
Elisa giró la cabeza y miró hacia arriba, hacia el palco en el que estaba su hermana, Carmen, acompañada por una docena de amigos. Carmen la vio en seguida y, sonriendo, levantó una mano..
– Luego vienen todos a casa, a tomar una copa -dijo Elisa.
– ¿Has reservado mesa en algún sitio?
– Huy, sí. En Lucio.
En ese mismo instante, el torero se dispuso a brindar y el murmullo de la plaza se convirtió en un abucheo de desaprobación.
– No, no -gritaban unos.
– Vete a casa -vociferaron otros.
– Anda ya -exclamaban los más.
– Bah -murmuró Javier Montero-, vaya mamarrachada.
No muy seguro de lo que debía hacer ante el evidente disgusto del público, el joven torero bajó la mano en la que llevaba la montera y miró con incertidumbre hacia donde estaban los Montero. Justo delante de ellos, apoyado en el burladero, el apoderado del diestro hizo con la cabeza un brusco gesto negativo. Encogiéndose de hombros, el torero extendió las manos con las palmas hacia arriba, sin por ello soltar la montera, se dio la vuelta y se puso a andar hacia las tablas. Arreció el abucheo. El público ya no iba a contentarse con nada de lo que viera. Un espectador de barrera, claramente borracho, se incorporó y, dándose la vuelta, se dirigió al presidente, apostillándole frases ininteligibles que nadie podía oír, tal era el ensordecedor ruido, y subrayándolas con el dedo índice extendido. Como su indignación era diaria y la manifestaba en cada corrida de la feria de San Isidro, los abonados que lo rodeaban intentaban forzarle a sentarse, tirándole de los faldones de la chaqueta hacia abajo.
– A éste se le van a pone los fardone de la chaqueta como una zotana -dijo un sevillano que se sentaba al lado de los Montero.
Javier sonrió.
En el ruedo, el joven maestro de fina estampa gitana y fieros modales frunció el ceño. De prisa, acabó de acercarse hasta donde estaba su mozo de estoques con la espada de madera preparada. La apartó de un manotazo, diciendo:
– Dame el otro, coño.
El mozo se apresuró a sacar un estoque real de donde lo tenía apoyado contra el burladero y lo entregó al diestro.