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– Pobre chico -dijo Elisa.

Sin mayores miramientos, el torero, olvidados, en su mal humor, los gestos y formas que dictan los cánones, se encaró con el agotado animal y, después de darle dos trapazos de mala hechura y peor estilo, se cuadró apresuradamente, levantó el estoque y entró a matar.

– Vaya petardo -le dijo Javier Montero a su mujer.

23.00

– ¿Qué? -preguntó desde detrás de la barra el camarero.

El ruido de la clientela amontonada en el bar de la calle de la Ballesta le forzaba a hablar gritando.

– Que si has visto al Pitri -repitió Carlos.

El barman levantó la cabeza y paseó la mirada por todo el local, en un gesto lento para que se viera lo que le preocupaba la pregunta. Luego hizo un ademán negativo. Frunciendo los labios, Carlos lo miró y suspiró.

– Un día de éstos -dijo en voz baja-, te voy a dar un susto de campeonato, macho.

Salió del bar.

– Nada -le dijo al Gera, que esperaba en la acera-. Este tío se ha esfumado. Me parece que lo vamos a tener que buscar en serio, ¿eh?

– Ya. Es raro que no ande por aquí. En sábado, estos camellos se forran. El Pitri debería estar aquí.

– Tendríamos que mirar en su casa.

– ¿En la calle Huertas?

– Sí.

– No, hombre. Sabe que lo buscamos. No va a ser tan idiota como para meterse en su pocilga a esperar a que lo cacemos como a una rata, ¿no?

– Si tú lo dices… Soy idiota. ¿Por qué no fuimos a buscarlo ayer, cuando se nos escapó?

– Ya estuve yo esperándolo un rato cerca del paseo del Prado. Pero tampoco es tan tonto. Y ahora no está. Acabo de pasar por allí y no está. Nadie lo ha visto en todo el día, Carlos.

CAPITULO VIII

DOMINGO 24 DE MAYO

Madrid, 19.00

– Qué de gente -dijo doña Amparo, madre del Gera.

– El fútbol es siempre así -dijo el Gera-. Como sardinas en lata, ya ve usted.

– ¿Éste es siempre así de respetuoso con su madre? -preguntó Paloma en voz baja.

– ¿Respetuoso?-dijo Carlos.

– La trata de usted.

– Bueno, pero eso es porque es de pueblo.

El Gera, que llevaba a su madre cogida del brazo, volvió la cabeza y se inclinó hacia atrás.

– Me voy a tener que acordar de la tuya -dijo en voz baja.

En el estadio Bernabéu era día de fiesta. Se jugaba el último partido de la temporada de liga, el Real Madrid había ganado el campeonato y, hoy, de lo que se trataba era de celebrar su triunfo asistiendo a un buen espectáculo. Desde las galerías de acceso a las tribunas y graderíos se veía el césped, verdísimo entre el cemento de columnas y cobertizos. Hacía el efecto de una fotografía en color enmarcada por otra en blanco y negro. De las gradas se levantaba ya una neblina gris-azul producto del humo de tabaco. En el fondo sur del estadio, detrás de la portería, miles de jóvenes enarbolaban banderas blancas y blanquimoradas y españolas con el águila franquista, haciéndolas ondear al ritmo de tracas y petardos. También lanzaban al terreno de juego artificios luminosos que despedían una espesa humareda gris de reflejos anaranjados, rollos de papel higiénico y confetis de colores. Una marea de voces rugía con fenomenal sordina, con más fuerza que la del locutor recomendando por los altavoces la compra de aspirinas y alka-seltzers. De vez en cuando, aquí y allá, un sector del público silbaba o abucheaba por algo que se había dicho por los altavoces o porque se sentía molesto con alguna persona que pasaba delante o porque un verso coreado contra alguien requería este tipo de apostilla.

Cuando por los altavoces empezaron a anunciarse las alineaciones de ambos equipos, el nombre de cada jugador fue siendo coreado por un rugido victorioso, ole, ole, seguido cada vez de una ovación.

– Oye -dijo doña Amparo, señalando con el dedo hacia el fondo sur-, creía que las banderas con el águila estaban prohibidas.

– Le llamamos el pajarraco, doña Amparo -gritó Carlos, para hacerse oír.

– ¿Sí? Pues a ver cuándo les quitan el pajarraco a las banderas esas, que bastante los vi durante cuarenta años… y está una harta, ¿sabes?, de tanto sindicato vertical y tanta familia y tanto municipio.

Paloma la miraba boquiabierta.

– Cáspita -dijo-. Vaya cómo se las gasta tu mamá, Gera.

El Gera hizo con las manos un gesto de resignación.

– No te quiero ni contar cuando se juntan ella y mi suegro, que es facha. Ríete tú de la batalla del Ebro… Menos mal que a él no le gusta el fútbol…

– Sí, pero las broncas me las llevo yo -dijo Carmen.

– … Que si le gustara, sería del Atleti seguro y encima tendría que pasarme la vida discutiendo de penaltis.

– Sí, oye -dijo Carlos-, que bastante tienes con no poderle decir que tu coche está hecho en Kioto.

– Pues, a mí, oye -dijo Paloma-, con las banderas, como si se hacen calzoncillos de esparto… Cada cual a lo suyo… Si lo que los erotiza es la gallineja, que se la pongan de sombrero. ¿Qué es eso de Kioto?

– Nada, una chorrada de éste, que se ha comprado un japonés de segunda mano y al suegro le ha tenido que decir que era un Santana.

– Vaya tontería -dijo Paloma-. A mí no me gustan nada los alemanes y, ya ves, haría perrerías por tener un GolfGTI.

– ¿De qué color lo quieres? -preguntó Carlos.

– A ver quién tiene los papelitos -dijo el acomodador.

– Como éstos -dijo el Gera.

El acomodador abrió los billetes en abanico y, tras mirarlos, los cerró de nuevo dándose con ellos un golpe en la mano.

– Vamos a ver -dijo a la gente que se arremolinaba alrededor del estrecho hueco por el que se accedía a la escalera de bajada a las gradas de tribuna-. Se aparten, por favos, para dejar a estos jóvenes alcanzar sus localidades. Como Dios y los apóstoles no venían hoy al furgol, les han regalao las entradas. Pues no son malas ni nada… Oiga, señora -le dijo a doña Amparo-, hoy está prohibida la entrada a menores de dieciocho años. ¿Está usted segura de que da la edad?

– La tengo que dar. Hoy juega mi hijo pequeño con el Real Madrid.

Varios espectadores se volvieron a mirar a doña Amparo.

– ¡No me diga! -dijo el acomodador-. Va a ser Pepillo, como si lo viera. Pues oiga, señora, ese chaval juega como los ángeles, que se lo digo yo.

– Eso dicen éstos -rió-. Porque lo que es yo… La última vez que lo vi jugar…, bueno, la última vez que fui a un partido de fútbol, fue aquella vez en el colegio de Pepillo…, el instituto Lope de Vega.

– … Aunque es más guapa la madre. Pues vamos a ver… Tsst, lo que yo le diga. Que meta por lo menos tres. Ahora le traigo una copa de coñá.

– No, no, si no bebo.

– Una coca, que aquí estamos para todo.

– Bueno. Jesús -añadió-. ¿Habéis visto cuánta gente?

Un rugido poderoso y prolongado se elevó en ese mismo instante de los graderíos. Directamente enfrente de doña Amparo, al otro lado del campo, se apiñaban fotógrafos, cámaras de televisión, empleados del club y policías nacionales. Por la escalera de los vestuarios, entre la nube de gente, aparecieron las figuras inconfundibles de los capitanes de ambos equipos, seguidos del resto de sus compañeros. Pepillo fue el último en salir. Intentaba aparentar tranquilidad y correteaba dando pequeños saltos y doblando las rodillas con exageración. Alguien pegado a la salida del vestuario debió de decirle alguna cosa, porque se volvió y levantó una mano en señal de saludo. Debajo del pantalón deportivo le resaltaban los potentes muslos y las rodillas brillantes de linimento.

Paloma giró la cabeza y miró hacia el palco presidencial, que estaba justo detrás de ellos, unas cuatro o cinco filas más arriba.