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– Ese que está allí a la derecha, ¿no es el Javier Montero ese? -preguntó Carlos.

– Sí-dijo Paloma, y carraspeó.

Carlos frunció el ceño.

– Mira para acá, ¿no?

– Aven…, hola… -dijo haciendo un gesto de saludo con la barbilla-. Lo conozco de Merath.

– ¿De dónde?

– De la boutique de su mujer -dijo Paloma, alargando la última sílaba con resignación-. Y tú, oye, Ótelo, ¿de qué vas por la vida, barba azul?

– Atender al acto -dijo el Gera.

– Mira, allí está Pepillo.

– Mírale, hale, sacándole fotos como si fuera Felipe González -dijo doña Amparo. Tenía los ojos brillantes.

– ¿Tiene novia?

– No -dijo el Gera.

– Pues descuidaros, que está, como dice éste, para untarle pan.

– Siéntate, Gera, jopé, que no te va a ver.

– Como nos monte la de Butragueño en la foto aquella con los cataplines al aire -dijo Paloma en voz baja-, os vais a tener que despedir de mí.

– Que sí me va a ver -dijo el Gera.

– Siéntate, jopé, que eres muy grande, anda… Y, además, como Pepillo te vea, se va a poner nervioso y va a ser peor.

El Gera se sentó.

Algunos jugadores estiraban los músculos, dando falsas carreras o amagando cabezazos sin balón. Otros se pasaban una pelota en triángulo. Dos o tres por cada bando chutaban suavemente contra el portero respectivo. Unos cuantos fotógrafos se fueron acercando al centro del campo, donde el árbitro, acompañado por los jueces de línea, se disponía a sortear los terrenos de juego. Otros se quedaron por las bandas, esperando a que los jugadores se dispusieran a posar juntos en equipo. Paloma se volvió una vez más hacia el palco; Carlos la miró y no dijo nada.

Finalmente, en medio del delirante entusiasmo del público, cada equipo se fue colocando para la foto oficiaclass="underline" cinco de pie más el portero suplente, seis en cuclillas. En el lado del Atlético de Madrid, su capitán, el portero Molina, mascando chicle tranquilamente, miraba al frente con indiferencia. En el del Madrid, Fernando Hierro, erguido y sonriendo con confianza, tenía un balón entre las manos y lo hacía girar hacia atrás; se lo pasó a Pepillo, que estaba debajo de él y que tenía la vista firmemente puesta en los graderíos, mientras intentaba tragar saliva. Raúl, el otro joven delantero, se inclinó hacia él y le dijo algo. Doña Amparo se llevó la mano a la boca y Carmen apoyó la cabeza contra el bíceps del Gera. -Espero que juegue como un ángel -dijo en voz baja.

– ¿Qué?

– Nada, da igual -contestó Carmen, agarrando al Gera de una oreja-. No sé para qué la tienes tan grande, chico.

Un niño pequeño, vestido con el uniforme madridista, se acercó al equipo y se colocó a su derecha para salir en la foto.

– Mi padre me puso así un día, cuando tenía diez años -dijo Paloma-. Nunca he pasado más vergüenza… Tenía un complejo horrible de tetas y me parecía que todo el estadio me estaba mirando…

– ¿Y ahora tienes complejo? -preguntó Carlos.

– Ss…, de que son pequeñas. Pero, para ti, bastan y sobran, capitán trueno.

De golpe y casi al mismo tiempo, terminada la sesión de fotos, los dos equipos rompieron su inmovilidad como impulsados por muelles y se dispersaron por la hierba en cortas carreras o a saltos. Desde la banda, un locutor de radio con un micrófono en la mano llamó a Pepillo.

– ¿Quiere usted oírle? -preguntó a doña Amparo a un hombre gordo que estaba sentado justo delante de ellos. Fumaba puro y, en la mano izquierda, llevaba un transistor del que salía una cacofonía de ruido y música y voces que hablaban a toda velocidad.

Doña Amparo puso cara de sorpresa.

– Hombre -dijo, alargando la mano-, gracias… ¿A ver?

«… te joven jugador que hoy viste por primera vez la camiseta madridista… Buenas tardes, Pepillo, ¿qué se siente en estos momentos en que se viste uno de blanco por primera vez? ¿Eh?»

«Ho-hombre -dijo Pepillo; los nervios le jugaron una mala pasada y de la garganta le salió un gallo horroroso. Carraspeó-. La verdad…, mucha…, o sea mucha r-responsabilidad… No es s-sólo v-vestirse de b-blan-co. So-so-sobre t-todo es d-darle al b-balón, ¿n-no?»

«¡Claro que es darle al balón! Y lo vas a hacer de miedo, muchacho. ¿Cuántos goles vas a meter?»

Pepillo rió.

«Hombre, no sé cuántos g-goles se le pueden meter a Mo-molina en un partido. Mi madre me ha dicho que, c-como no meta al menos uno-uno, me da un bastonazo.»

«¿Está aquí tu madre?»

«S-sí.»

«Pues mucha suerte, hombre.»

«Gracias.»

«Han oído ustedes a Pepillo…, a un Pepillo muy nervioso, la verdad, un chico de veinte años recién cumplidos…»

– Sin cumplir -dijo el Gera.

«… madrileño de pura cepa, del que se dice que es el nuevo Buitre de 1998, bueno, ya del 99 será, porque esta liga se acaba…, un fenómeno con el pie izquierdo, pero, sobre todo, un estratega, un delantero con mucha cabeza. El misterio alinea de extremo derecho, aunque en el Castilla había jugado más bien de libero. Veremos lo que pasa. Y, señores, vamos a devolver la conexión con…»

– Muchas gracias -dijo doña Amparo devolviendo el transistor.

– De nada, señora. A ver si hay suerte.

19.41

Probablemente, Pepillo iba a recordar toda su vida el minuto treinta y seis de juego del partido Real Madrid-Atlético de Madrid de aquel domingo en el estadio Bernabéu. Desde detrás, Illgner, el portero madridista, sacó el balón con la mano, dirigiéndolo hacia donde estaba Pepillo, en la parte derecha de la línea de medio campo. Con el rabillo del ojo, éste vio al defensa atlético que se le echaba encima a toda velocidad y le pareció imposible que aquel gigante no lo segara en dos. Sin dejar que cayera al suelo el balón, lo tocó con el empeine, dirigiéndolo hacia Roberto Carlos, que llegaba rapidísimo por el centro. Luego giró en redondo y oyó cómo el defensa pasaba como una locomotora. Se lanzó a correr como un loco y vio cómo Raúl, adelantado (le pareció que estaba en fuera de juego), recibía el balón de Roberto Carlos. Levantó la mirada y, al fondo, vio a Molina que daba unos pasos hacia atrás y se inclinaba confiadamente. Le dio la sensación de que entre la portería y él se interponía un armario con jersey amarillo. Por la izquierda venía otro defensa.

Pepillo levantó un brazo para que Raúl lo viera y siguió corriendo en diagonal hacia la portería de Molina. De pronto, el balón estaba dos metros delante de él.

– ¡Estoy! -le gritó alguien desde detrás.

Pepillo alcanzó el balón, le pasó por encima y, con el mismo movimiento, le dio con el tacón. ¿Había enmudecido el estadio?

Pepillo se fue hacia el centro. En ese momento, Molina cometió un error poco frecuente en éclass="underline" se inclinó milimétricamente hacia su izquierda, haciendo caso a su instinto, que le decía que Raúl era más peligroso que el pipiólo que venía suelto por el centro.

Pepillo volvió la cabeza para mirar detrás del defensa que corría a su lado. Vio que Raúl pegaba suavemente al balón y que éste se elevaba lentamente por encima de todos. De pronto, lo tuvo delante y, en un acto reflejo, Pepillo soltó su pierna izquierda, empalmando un obús que se coló por la misma escuadra derecha de la portería. Le pareció que no llegaría nunca a la red y se le hincharon las venas del cuello de tanto empujarlo con todo su cuerpo, mientras Molina se tiraba tarde en su busca.

Cayó rodando con los ojos cerrados. Al instante notó que alguien tiraba de su brazo hacia arriba. Abrió los ojos. Raúl le sonreía.

– Coño -gritaba-, coño.

Y, de golpe, el estadio entero estalló en un «goool» interminable. Hierro, el capitán, abrazó a Pepillo y le dijo «bienvenido al fútbol, chico». Unos metros más allá, Molina lo miraba con gran seriedad; al cabo de un momento, levantó una mano en señal de saludo.