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21.30

– No -dijo Jacinto Horcajo-, Pitri no me había dicho nada y el día menos pensado me iba yo a encontrar con el Gera y Carlos metidos en la cama.

– Oye -dijo don Julio Galán, alias Gato-, ese teléfono tuyo suena fatal, ¿eh? Se oye como un eco. No te estará escuchando nadie.

– Qué va. Es esta cosa del móvil. Sólo te pillan si te van siguiendo y estás parado. No, ni hagas caso. Es cómodo. A lo que voy: a Pitri lo tienen acorralado el Gera y Carlos y eso me preocupa. No porque el Pitri me vaya a delatar, que no lo va a hacer porque me tiene más miedo a mí que a ellos, sino por el mero hecho de que ellos puedan pensar que tiene algo que ver conmigo. Se les puede ocurrir que estoy escondido en esta pocilga y adiós…

– Pues tienes que salir de ahí.

– Ya. Pero no me voy a ir al Palace, ¿eh? Tengo que meterme en algún sitio seguro hasta el jueves, ¿no? Pero un sitio del que pueda salir y entrar las pocas veces que tenga que hacerlo sin que nadie me dé la lata.

– Pues ya te dije -repitió Galán-. Te vienes aquí a casa, que está por encima de cualquier sospecha, y listo.

Tumbado encima de la cama, Horcajo frunció los labios y suspiró pensativamente. Se cambió el auricular de oreja.

– Bueno -dijo, por fin, rascándose la barbilla por debajo de la espesa barba-, bueno. No va a haber más remedio, Galán.

Colgó.

Volvió a marcar un número de teléfono.

– Hotel Palace, buenas noches.

– Habitación 516, por favor.

Al instante, alguien descolgó el teléfono al otro extremo de la línea.

– Oigo -dijo una voz con evidente acento latinoamericano.

– Oswaldo -dijo Horcajo.

– ¿Sí? -contestó Oswaldo Borrero con prudencia.

– Venga, Oswaldo, que soy yo, Jacinto. ¿Alguna novedad?

– Nada por el momento. Montero empezará a tener noticias de la operación a partir de mañana en la mañana, Jasinto, ¿sí?, y llamará seguro a París en la tarde. Vamos a esperar hasta entonses.

– Bien.

Borrero calló por un momento, como si dudara de si contar o no algún detalle más a Horcajo. Por fin dijo:

– Mañana viene un periodista a verme para haserme un interviú…

– Venga -dijo Horcajo.

– Sí…, pero no te preocupes. No tiene importansia. Quieren saber mi opinión como hijo de famoso sobre el asunto de la droga colombiana.

– No me lo puedo ni creer.

– Sí, sí. No tiene importansia. Vamos, Jasinto, es sólo normal interviuvar al hijo del ministro de Justisia de una nasión amiga, ¿sí?

– Desde luego, a ti te gusta el riesgo más que un lápiz a un tonto. Tú verás lo que haces, majo. Hale, estrella…

– Me disponía a salir a dar una vuelta y a senar. ¿Quieres venir?

Horcajo suspiró.

– Anda, hablamos mañana -dijo.

22.30

– ¿Ya está? -preguntó José Luis Alvarez.

– Más no va a estar -dijo Manolo-. Como nuevo, José Luis. Mírale, amarillito, con neumáticos nuevos, el motor como un reloj suizo… Mira, te lo puedes llevar hasta San Sebastián sin que dé un suspiro.

– No me hace falta tanto, Manolo. A mí, con tal de que se mueva por Madrid con soltura y vuelva hasta aquí después… ¿Están los uniformes?

– Sí.

– Muy bien.

– José Luis…, esto… ¿Qué vamos a hacer con este camión? ¿Eh? Porque un servidor lo va a tener que conducir a este hijo de puta y si nos vamos a meter en algún lío prefiero que me lo cuentes ahora.

– Mira, Manolo, para qué te voy a engañar, no te lo puedo contar. Las carga el diablo, ¿sabes? Tú, o sea, confórmate con llevar el bus y cobrar un millón de pesetas del Banco de España por un par de agradables horas de trabajo.

– Oye, no quisiera parecerte marica ni nada de eso, pero yo el kilo me lo quiero disfrutar este verano con la parienta y si vamos a hacer cualquier perrería tipo los intocables y me voy a encontrar metido en un fregao dándole tabaco a un policía de esos colegas tuyos mientras él me apunta con una parabello y me dice quieto macho no te muevas que te vuelo los huevos, para qué te voy a decir, José Luis, prefiero comer mierda en mi casa durante dos o tres meses, la verdad, ¿sabes?

– No. Mira, Manolo, ésta es una operación privada en la que no vamos a tocar la propiedad del prójimo ni nada que se le parezca. Esto es una transacción comercial, a ver si me entiendes, que se va a llevar a cabo, cómo te diría yo, en tránsito. -Rió.

– No me tomes a coña, José Luis.

– No te tomo a coña, Manolo, anda. Tú no te preocupes, que no va a pasar nada. De veras. Te lo digo yo.

– Me lo dices tú. No te joroba. Hale, como si fueras el ministro de Hacienda, hale con la garantía del Estado. Anda, rodrigo ratos, que no me tranquilizas nada.

– Lo que yo te diga, Manolo, lo que yo te diga… Anda, vamos. Vamos a echarle encima la lona al camión para disimular. Luego te invito a un vino.

– No, que me espera la parienta.

– Uno.

– Bueno, venga.

23.00.

– Pues nuestro padre -dijo el Gera- sólo hizo un negocio en su vida…

– Calla, Epi -dijo doña Amparo-, que no tiene mucha gracia…

– … No, que sí que tiene gracia. -El Gera alargó la mano, agarró la botella de vino y rellenó los vasos de todos. En la mesa había una rosca de pan y Pepillo y Carlos se la estaban comiendo con las aceitunas y el jamón-. Era tan inocente que creo que entraban ganas de tomarle el pelo con verle el careto. El caso es que había heredado unos miles de duros, nada especial, bah, ya se sabe, unos miles de duros, pero que entonces eran una fortunilla, y él tenía un compañero de taller que siempre andaba metido en negocios millonarios, ¿no? Y este tío le dijo un día a mi padre, le dice, Epifanio, tengo un asunto con el que nos vamos a forrar. Tú y yo. Yo no tengo mucha pasta, pero como tú acabas de heredar, pues jopé, igual entramos tú de socio capitalista y yo de socio industrial. Mi padre, que era un bendito pero que no era lelo, le dijo mira, macho, Bernardo, no sé si me explico, pero me suena al timo de la estampita. No, no, le dijo el otro. Nada de timos. Esto es legal, un negocio cabal. Y mi padre dice, mira, para negocio cabal, mi familia, ¿sabes?

– No lo quieras arreglar ahora -interrumpió doña Amparo-. No dijo nada de su familia. -Levantó el vaso de vino con la mano muy firme y bebió un sorbo-. Oye, Carlos, pídeme un poco de gaseosa, que este vino está muy fuerte para mí. -Carlos, mirando hacia atrás, levantó una mano para llamar la atención del camarero-. Ni hablar. El pobre Epifanio picó como un tonto…

– ¿Qué vamos a traer a esta mesa? -preguntó Lucio, el dueño de la casa, acercándose hasta donde estaban sentados.

El comedor principal de Casa Lucio tiene una escalera en medio, mesas por todos lados, mala ventilación, peor acústica y un griterío continuado por culpa del cual es casi imposible seguir una conversación bien hilvanada. Como todo el mundo fuma, además escuecen los ojos. Pero la comida es buena, los camareros son simpáticos y la gente, los de la buena sociedad, los banqueros, los deportistas de fama, los ministros y los nobles, los actores y los turistas, se pegan por conseguir una mesa, comer y ser visto. A los turistas americanos que han oído de qué va, Lucio los manda al piso superior. Doña Amparo, Gera, Pepillo, Carmen, Paloma y Carlos estaban sentados en la mesa de la esquina derecha del comedor principal.

– ¿Qué hay? -preguntó Paloma.

Lucio torció la cabeza y se inclinó hacia Paloma, apoyando una mano sobre el mantel.