– Para las niñas bonitas, salmón y ensalada… -miró a Carmen-, escarola buenísima con un poco de ajo y una merluza que no engorda, como la queráis.
– A la romana.
– Yo también.
Lucio levantó la mirada.
– Para las señoras guapas -añadió mirando a doña Amparo-, un revuelto de trigueros y la misma ensalada. Los futbolistas buenos, eh Gera, tienen que comerse al menos unos huevos estrellados marca de la casa y un chuletón con patatas. Pepillo. Menudo golazo le has metido a Molina, chaval, yo creí que no se lo ibas a meter…
– G-gracias…, bah -dijo Pepillo.
– … Y para los gandules, como vosotros no hacéis nada…
– … Defender aquí a Maradona del asalto de las guapas, si te parece poco…
– Venga, que no os coméis ni una rosca. El revuelto y un solomillo.
– No -dijo el Gera-. A mí me traes unas costillas de cordero, pero muy hechas, ¿eh?
– Muy hechas.
– Como si fueran suelas.
– ¿Vino? -Miró a la mesa-. El que hay…
– Oiga, Lucio.
– Dígame, doña Amparo, hable por su boca la madre del héroe.
– Me trae un poco de gaseosa.
– Viene ya mismo. Está un poco fuerte el rioja para por la noche.
– Bueno, pues nuestro padre picó como un tonto. A su colega le preguntó que de qué era este negocio infalible para forrarse. Y el otro le contestó que se trataba de una industria nueva en España, a base de plásticos, que tenía mucha demanda entre el público. ¿Mucha demanda entre el público?, preguntó mi padre. Sí, le contestó el colega. Se trata de profilácticos producidos con una fórmula americana.
– Condones -dijo Carlos en voz baja.
– No me digas, romanones. -Paloma acercó su boca al oído de Carlos-. Los brasileños, que son más románticos que vosotros, que sois más bastos que una lima sorda, los llaman camisas de Venus.
– ¿Y tú, cómo sabes estas cosas tan finas, chica?
– Ah. Tengo mis fuentes de información y contacto, chico.
– Va a ser el banquero ese de las narices.
– No seas idiota -dijo Paloma, poniéndose seria.
Carlos la miró frunciendo el ceño.
– Bueno, para haceros la historia breve. Mi padre metió los duros en la empresa americana… Lo gracioso era que nadie intentaba engañar a nadie, metió sus duros, la máquina se compró y hasta encontraron a unas chicas que envolvían el producto en bolsitas de celofán.
– Eran de la sección femenina -dijo doña Amparo, riendo por fin-. Entre Epifanio y Bernardo, que eran la mar de rojos, decidieron dañar al régimen de Franco vendiendo los chismes esos. Decían en España que estaban prohibidos por el congreso eucarístico y esas cosas y las madres católicas y tal. Bobadas. Pero Bernardo, que era muy divertido, no creáis, y se le ocurría una tontería detrás de otra, además decidió corromper a las futuras madres españolas. Por eso fueron a la sección femenina de Pilar Primo de Rivera y pidieron unas chicas que quisieran envolver un nuevo producto que se iba a poner a la venta.
– Ya -dijo Pepillo-, y les preguntaron que qué nuevo producto y papá dijo que era un ch-chupete de plástico rev-volucionario.
A Paloma le había dado un ataque de risa; Carlos sacó un pañuelo del bolsillo y se lo dio, sonriendo.
– Así funcionaban las cosas en España entonces -dijo el Gera. Puso una mano en el muslo izquierdo de Carmen y lo acarició con un gesto distraído y cómplice-. Les creyeron y les mandaron tres chicas. Bueno, la verdad es que fue bastante bien. Se vendían a droguerías y a algunas farmacias del extrarradio… Todo fue bien hasta que pasaron tres o cuatro meses y empezaron a aparecer chicas embarazadas.
– Y se acabó el negocio.
– Y la corrupción del régimen…
– Y la libertad de Bernardo.
Paloma se secó las lágrimas.
– Qué de tonterías se os ocurren -dijo doña Amparo.
– Oye, Pepillo -dijo Carlos-, y después del partido, ¿qué te ha dicho el presidente?
– Bueno, estábamos en el vestuario, justo antes de meternos a la piscina, y se acercó, así, como estás tú, ¿no?, y me dijo, Pepillo, y yo le dije, d-diga, don Lorenzo, me da rabia porque siempre t-tartamudeo cuando hablo así con gente así, ¿no?, y me dice el tío, has jugado como Dios. ¿Qué iba yo a decir? Me puse colorado, creo. Gracias, don Lorenzo, le digo yo. Y va el tío y me dice si sigues jugando así, acabarás siendo tan grande como el Buitre, y Hierro, que estaba del otro lado, detrás del presi, me miró y me guiñó un ojo. Es un tío estupendo.
– Yo le dije a Carlos ayer que no me creía que fueras a meterle un gol a Molina -dijo Paloma.
– Ya. Y yo se lo había dicho al Gera antes -dijo Carlos.
– Pero ¿qué se siente?
Pepillo se encogió de hombros.
– No sé…, como…, cómo diría yo…, como una ola, ¿sabes? Es como… -Miró a Paloma y, de repente, se puso colorado. Todos rieron. Paloma se levantó, se inclinó sobre él y le dio un beso en la mejilla-. No, de veras… P-parece como si el balón no fuera a llegar nunca adentro de la portería. Y luego, de golpe, está dentro y no te lo crees.
Levantó las manos al tiempo y las volvió a dejar caer sobre sus piernas.
– Vamos a ver estas ensaladitas -dijo un camarero, poniendo dos platos sobre la mesa-. ¡Falta jamón! -gritó luego, mirando hacia atrás.
En ese mismo instante, Javier Montero, su mujer y cinco o seis amigos más entraron en el comedor, precedidos por Lucio. Iban evidentemente hacia la mesa grande de detrás de la escalera. Javier Montero no pareció darse cuenta de la presencia de Paloma. Fue su mujer, Elisa, la que se detuvo y, sonriendo, dijo:
– Huy, Paloma, ¿qué tal estás?
– Bien -dijo Paloma, con algo de rigidez, sin moverse. Javier Montero sonrió-. ¿Qué tal?
– A cenar con unos amigos -dijo Elisa-. Aunque mañana hay que madrugar. Tenemos una cita, ¿no?, tú y yo.
– Sí. A las once.
Javier Montero se acercó.
– ¿Qué tal, Paloma? ¡Pero si está aquí el héroe del día! Perdón por molestar -añadió, mirando a doña Amparo-, pero es que este fenómeno está hoy en boca de todos. ¿Es su hijo? -Doña Amparo hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. Pues enhorabuena, señora. Debe usted de estar orgullosa de él.
– Gracias -dijo doña Amparo.
– G-gracias.
– Faltaría más… Pero estamos molestando. Que aproveche. Buenas noches a todos -añadió sonriendo.
– Gracias. Buenas noches -contestaron a coro Paloma y Carmen.
– Oye -dijo Carmen-, vaya cañón de tío. Está…
– … Ya. Para untarle pan.
Carlos bajó la cabeza, como si se obstinara en algo, y no dijo nada. El Gera lo miró a medio sonreír. Sacudió la cabeza.
– Carajo -dijo.
CAPITULO IX
Madrid, 2.30
– ¿Por qué has estado tan serio toda la noche? -preguntó Paloma.
– ¿Yo?
– No. Mi abuela Pascuala.
– Ah, bah, por nada.
– Mira, divinas palabras, de vez en cuando te pones de un intenso que parece que te vas a ir a redimir cautivos, anda. A mí no me la das, ¿eh?
Acababan de salir de Casa Patas, en la calle Cañizares, detrás del teatro Calderón. Después de Lucio, habían decidido ir a escuchar un poco de cante jondo en serio, rodeados de la gente de Lavapiés, fumando y bebiendo licor de manzana o fino o whisky. En el local trasero de Casa Patas, que era donde se atendía al cante, había un cartel que decía «se ruega no fumar mucho».
Pero, mientras todos habían reído, contado historias, dado palmas o escuchado en respetuoso silencio, Carlos se había ido poniendo más y más ceñudo. Y el Gera había encargado una botella de champaña, mientras a Pepillo los hermanos Maya al completo le habían dedicado una soleá. Rojo como una amapola, Pepillo se había tenido que poner de pie para que lo vieran y lo aplaudieran. Una niña monísima de la mesa de al lado se había levantado para darle dos besos y reír con todos cuando la sala estalló en una ovación cerrada.