– Van de Wijn -contestó una voz de hombre.
– Quisiera hablar con Piet van de Wijn, por favor -dijo Christiaan.
– Al aparato. ¿Quién es?
– Eso no tiene importancia. Atienda con atención, por favor -dijo con voz pausada y amable-. Su hermano Kees ha sido secuestrado…
– ¡Cómo… cómo! ¿Cómo dice?
– No me interrumpa, por favor, porque no voy a repetir nada de lo que diga. Su hermano se encuentra bien y nos dice que es usted quien llevará mejor que nadie las negociaciones para el rescate…
– Pero ¡oiga! Por favor…, por favor, por Dios, dígame quién es usted…, qué es lo que quiere…
– Si me vuelve usted a interrumpir, su hermano correrá serio peligro -dijo Christiaan sin alterar el tono-. Para que ustedes sepan que realmente lo hemos secuestrado, por correo les mandamos una prueba con la que comprobarán que se trata en efecto de él. Con ello comprobarán que hablamos muy seriamente. Aunque les tiente la idea, no hagan tonterías y no acudan a la policía. Kees sería ejecutado sin contemplaciones. Mañana, exactamente a las nueve y media de la mañana, llamaremos de nuevo y les daremos instrucciones precisas para el pago del rescate, cuyo montante no será negociable. Sean prudentes, por favor.
Colgó.
CAPITULO II
Madrid-Amsterdam, 4.30
– ¿Aló?
– Está en marcha.
– Tenéis poco tiempo. Al jefe le urge y no va a esperar más.
– Está ya hecho. ¿Está la mercancía ahí?
– ¿A ti qué te parece? Tú preocúpate de cumplir vuestra parte del trato. Tenéis seis días. Seis días.
– No te preocupes. Estaremos preparados.
Amsterdam, 9.31
– Van de Wijn -dijo Piet, hablando despacio y con la voz alterada.
Tenía agarrado el auricular con las dos manos y miraba sin parpadear al comandante Baumann. A su derecha, sentado en una antigua silla de Java pesadamente labrada en caoba, un técnico en comunicaciones escuchaba con atención por un pequeño auricular. De éste salía un arco de metal ligero en cuyo extremo un diminuto micrófono permitía que el técnico hablara sin necesidad de utilizar las manos. Frente a él, encima de la mesa, había un magnetófono y un pequeño ordenador Toshiba a través del cual pasaban los cables del teléfono y cuyo teclado manejaba el técnico a gran velocidad y con dedos ágiles.
– ¿Piet van de Wijn? -preguntó Christiaan Kalverstat con su tono pausado.
Estaba en el interior de una cabina telefónica al pie de la estatua ecuestre de Guillermo el Taciturno en el centro de La Haya. Sobre la repisa de plástico que había debajo del teléfono, tenía un papel con unas cuantas indicaciones escritas a máquina.
– Soy yo. ¿Con quién hablo?
– Vamos, Piet -dijo Kalverstat con ironía. Se dio la vuelta en la cabina y mirando hacia el Mercedes en el que esperaban sus hermanos asintió con la cabeza; sonreía.
– Han avisado a la policía -dijo Hank desde el asiento trasero.
– Escuche con atención, Van de Wijn, y cumpla al pie de la letra las instrucciones que le voy a dar. Si no lo hacen, no volverán a ver vivo a su hermano.
En la casa de Laren, Piet palideció. Era un hombre grande, de tez por lo general florida y sonrisa siempre dispuesta. Esa mañana se lo veía encogido y le brillaba la piel de un color casi azul, casi mortecino. Miraba con tristeza hacia Saskia, la mujer de su hermano Kees.
El comandante Baumann apartó la vista de Piet y del teléfono y la fijó en la señora Van de Wijn. Tuvo la visión de esta familia apacible y rica, cuya existencia transcurría sin sobresalto alguno y que de golpe había sentido cómo todo su mundo se venía abajo. Baumann era un veterano en casos de secuestro y sabía que aunque la angustia de la incertidumbre, la esperanza y la desesperanza, las interminables horas de espera eran capaces de destrozar los nervios más templados, para los familiares lo más inmediatamente aterrador era con seguridad la rapidez y facilidad con que había sido violada su existencia. En un instante, sin esfuerzo aparente, sin alterarse la vida del entorno, unos salvajes habían alargado la mano y habían llenado un hogar del miedo incierto que produce lo desconocido.
Sentada rígidamente en un sillón, agarrando con fuerza un pañuelo que de vez en cuando se llevaba a las comisuras de la boca, Saskia van de Wijn, una mujer de más de cincuenta años de serena belleza, había perdido gran parte de la compostura. Dos grandes círculos violáceos enmarcaban sus ojos, y su pelo, que siempre llevaba pulcro y bien peinado, estaba en desorden. Tres de sus cinco hijos se sentaban en el suelo formando un semicírculo en torno a ella.
Baumann sacudió la cabeza con irritación.
– Usted dirá -dijo Piet en el teléfono.
– En el correo del mediodía recibirán la prueba de que su hermano está en nuestro poder.
– ¿Cómo sabemos que Kees se encuentra bien?
– Van ustedes a tener que confiar en mi palabra. Hasta ahora está bien. Ha pasado la noche tranquilamente -añadió Christiaan con amabilidad. Después, endureciendo el tono de voz, siguió hablando-. Su hermano será liberado tras el pago de cinco millones de dólares…
– ¡Cinco millones de dólares! -Piet se atragantó y tosió-. ¡Está usted loco! No tenemos ese dinero…
En la habitación de la casa de Laren, todos se enderezaron al oír la cifra. Baumann hizo un gesto apaciguador, pidiendo calma en silencio.
– Lo tienen ustedes -dijo Kalverstat con sequedad y colgó.
Piet levantó la mirada hacia Baumann. Había en sus ojos sorpresa. Sin saber bien qué hacer, se quedó quieto con el auricular en la mano.
– La Haya -dijo el técnico con voz alterada, pegándose una palmada en el muslo-. Aj, demasiado tarde.
– ¿Cómo dice? -preguntó Piet.
– Llamaban desde una cabina telefónica de La Haya -contestó el técnico sin levantar la vista de los diales de sus aparatos. Alargó el brazo derecho, bajó una clavija y repitió la información, esta vez por el micrófono, dando con precisión el número de teléfono que se trataba de localizar.
12.30
– Sobre todo, no pierda usted la calma -dijo el comandante Baumann-. Sabemos que van en serio de veras, pero… esto… este envío tan… tan macabro -carraspeo- quiere decir que su hermano está vivo… Aunque no le voy a esconder que corre grave peligro.
Piet van de Wijn se sentía muy mal. Unos minutos antes, casi con toda exactitud a las doce del mediodía, un policía de uniforme (de los que por discreción permanecían siempre en el interior de la casa) había entregado el sobre de papel de estraza al comandante. Le pareció una humorada macabra que fuera de papel re-ciclado. El sobre tenía la parte superior rasgada: los artificieros, en un siniestro instante de ironía objetiva, habían comprobado su contenido para evitar sorpresas desagradables. Baumann lo había entreabierto y, palideciendo, lo había devuelto al policía.
– Que lo examine el forense -había dicho en voz baja.
Después, pese a explicarle Baumann su contenido, Piet había insistido en verlo.
El teléfono sonó a las doce y media. Piet lo descolgó.
– Van de Wijn -dijo.
– ¿Piet?
– ¡Son ustedes unos miserables!
– Cállese -dijo Christiaan interrumpiéndole-. La vida es dura, ya lo ve usted -añadió con tono más amable-. Así comprobarán que no estamos de broma y se ahorrarán la tentación de hacer tonterías inútiles que harían peligrar la vida de Kees. Paguen rápidamente el rescate y la vida de su hermano correrá menos peligro.
– Pero…
– No me interrumpa más. -De pronto, la voz del secuestrador se hizo más distante y su timbre, más metálico; Baumann, que escuchaba la conversación por un auricular supletorio, levantó la cabeza y miró al técnico; éste hizo un gesto negativo-. Usted y yo sabemos que la familia Van de Wijn tiene fondos sobrados para hacer frente al rescate. No hay banco en Holanda que les niegue lo que ustedes pidan, Piet. -Kalverstat hablaba con mesura pausada, como si se tratara de acordar una transacción comercial-. La mitad de la cantidad que exigimos, es decir, dos millones y medio de dólares, será reunida en diamantes, cada uno de los cuales tendrá un peso máximo de ocho quilates. La otra mitad…
– Está en Alkmaar -dijo el técnico, hablando en voz baja por el micrófono-. Una cabina telefónica, como siempre…
– … es decir, otros dos millones y medio de dólares, estará compuesta por 72 kilos de heroína turca del 82 por ciento de pureza…
Piet van de Wijn exhaló con violencia.
– ¡Pero es imposible! -exclamó.
– Un coche está llegando a la cabina… -dijo el técnico sin alterar su tono monocorde.
– … Tiene exactamente cuarenta y ocho horas para reunir los diamantes. Le llamaré pasado mañana a esta misma hora para darle las instrucciones de entrega de esta primera mitad…
– … Tienen la cabina a la vista… Han entrado en sentido contrario para que no escapen…, pero, un momento, no hay nadie…
– … En cuanto a la otra mitad, vaya usted obteniendo… Oiga, oiga… -Otra voz distinta empezó a hablar-: ¿Comandante Baumann? Soy el oficial Kerdal de la patrulla móvil…
Baumann le quitó el auricular a Van de Wijn.
– Diga, dígame, Kerdal.
– Estamos a la salida de Alkmaar, señor, a cuatro kilómetros del comienzo de la autopista A9, en la primera área de descanso. Hay una cabina telefónica. Tenemos un magnetófono que estaba funcionando cuando llegamos.
– ¿No había nadie?
– Nadie, señor. El aparcamiento estaba completamente desierto.
Baumann dio un gruñido.
– Está bien -dijo-. Tráiganme la cinta a toda velocidad.