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Doña Amparo, Carmen, el Gera y Pepillo acababan de marcharse. En la calle casi desierta, Paloma se apoyó con sorna contra el quicio de una puerta.

– Chico, estás más rígido que un palo.

– No me pasa nada, anda… Déjame en paz.

Paloma levantó una mano.

– Ahora mismo… Ahí te quedas, mundo amargo. A mí no me das la noche. Me llamas cuando se te pase, ¿eh?

Se puso a andar hacia la calle de Atocha.

– ¿Qué tienes tú con Javier Montero? -dijo Carlos.

Paloma se detuvo y se dio la vuelta.

– Acabáramos -dijo-. Lo que tú tienes es un ataque de celos.

– Yo tengo lo que tenga, Paloma, pero, mientras tanto, me vas a contar tu rollo con Montero.

Paloma dio dos pasos hacia Carlos, desandando el camino. Le señaló con un dedo.

– Tú, o sea, tú… Pero ¿de qué vas? ¿De qué te tengo yo que contar a ti si tengo o no tengo un rollo con Javier Montero? Es mi vida y yo hago con ella lo que quiero, ¿eh?

– No. Ni hablar. Eso se acabó -dijo Carlos con rabia-. Tú me debes a mí… lealtad… Eso, lealtad.

– ¿Yo te debo a ti lealtad? Dos cosas, Carlos. Primero, ¿eh?, primero, yo decido a quién debo respeto. Anda éste. A mí nadie me dice lo que hago con las cosas de mi corazón, o mejor dicho…, con las cosas de mi sexo…, que es lo que a ti te importa…

– Sí, ¿y qué?

– … y segundo, la forma que tenga esta lealtad también la decido yo…, ¿te enteras? O sea que yo decido quererte ¿y paso a ser propiedad tuya? Pero bueno… ¿Habráse visto machista semejante?

– Oye, oye…, oye. De machismo, nada. Esto no tiene nada que ver con el machismo, ni con los celos, ni con la propiedad privada. Esto, Ana Karenina, que yo también sé poner motes -dijo Carlos haciendo un gesto para que se fastidiara; Paloma rió-, tiene que ver con los sentimientos…

– Eso…, si tú me quieres, a mí me toca irme al convento, hombre…, lo tuyo es demasié, chico.

– No. No. Si tú me quieres, tú, ¿eh?, eres tú la que te tienes que ir al convento, como lo llamas…, pero no si te quiero yo, sino si me quieres tú.

– Estás muy equivocado, Francisco Franco. -Rió nuevamente-. La relación entre dos personas es un va y viene libre, ¿me oyes?, libre. Yo pongo lo que pongo y tú, lo tuyo. Y si nos gusta a cada cual, pues… fenómeno, tenemos un rollo… Y si no nos gusta, mala suerte. -Puso los brazos en jarras-. Pero ¿de cuándo a acá, porque nos queramos, me tengo yo que convertir en un bloque de mármol intocable? Hombre, te entendería si lo que te gustara fueran los bloques de mármol… Pero, a ti, lo que te gusta es una tía de carne y hueso, que se ríe, que dice chorradas, que trabaja y que ama y que folla como los ángeles. ¿O prefieres una viga?

– ¡Cómo voy a preferir una viga! Yo te prefiero a ti como eres. Sería idiota. No te cambio por nada…

– Chist, no digas más, que te estás poniendo lírico y luego te arrepientes.

– Aquí nos estamos desviando de la conversación.

– No nos estamos desviando de nada. Como has decidido que a mí no me cambias por nada, te crees que ya hemos resuelto nuestros problemas y, ¡hale!, que la vida nos ha juntado para siempre. Ya está. Tú has decidido… y, por tanto, yo también, ¿no? Pues no. O sea, vamos, que yo no tengo vida anterior, ¿eh? Del convento a la cama…

Carlos hizo un gesto de dolor.

– No digas eso, anda.

– ¿Que no diga eso? Oye, pero ¿qué crees? ¿Que en tus brazos ha caído Blancanieves o qué? Mira, majo, bájate del cuento de hadas. A ver si te enteras. Si tú lo que quieres es Blancanieves, busca en otro lado. Si quieres una tía de carne y hueso, príncipe azul, empiezas a ir por buen camino.

Alargó la mano para tocarle la cara, pero Carlos dio un paso hacia atrás.

– ¿Y Javier Montero?

Paloma puso los ojos en blanco.

– Y dale -dijo. Y, luego, muy despacio-: Y a ti ¿qué te va?

– Me va, porque no quiero que le veas más…

– Mira, Carlos, tengo veintiocho años, no era virgen cuando te conocí y, para no ser virgen, me tuve que acostar antes con alguien o álguienes, ¿vale? No pongas esa cara de tragedia griega, que me da la risa. Y si yo me % acuesto con Javier Montero es cosa mía, ¿me oyes? Y, en el supuesto de que me acostara con él, si te encuentro y te quiero más, me las compondré para dejar que me convenzas… Pero eso de que, ¡hale!, me gustaba un día y veinticuatro horas después ya no me gusta, no hombre, no, que estas cosas no funcionan así.

– Pues yo no quiero ver a nadie que no seas tú.

– Pero ¿te pregunto yo a ti si cuando me dejas vas a caer en brazos de una lagartona o si tienes diez hijos? Ése es asunto tuyo.

– Hale, el amor libre.

– Quieto ahí, Carlos… Nada de amor libre. Mi amor no es libre. A ver si podemos distinguir. El día que yo decida que me voy a comprometer contigo en exclusiva, lo haré. Y lo notarás. Y estaré a tu lado mientras dure. Trabajo tuyo será retenerme. Pero yo…, yo, ¿eh?, decidiré; los términos de mi lealtad. No me los va a imponer nadie. Y tú puedes hacer dos cosas: o aceptarlos o no aceptarlos, en cuyo caso… ya sabes.

– Bueno, pues los términos de tu lealtad tienen que pasar por dejar a Montero… -insistió Carlos con terquedad.

– Pero, bueno, chico, no entiendes nada -dijo Paloma, levantando una mano para que se detuviera un taxi-. Me parece que, con esos celos, lo vas a pasar fatal en la vida.

– Pero ¿adonde vas?

– A mi casa, Miguel Fleta.

Paloma cerró la puerta del taxi.

3.30

La calle de la Ballesta estaba en sombras, su estado natural hecho siniestro por lo tardío de la hora y porque quienes quedaban en sus aceras eran ya casi sólo los habituales: las prostitutas, los chulos, los camellos de poca monta, los navajeros, los porteros de los locales, unos cuantos ilegales y algún que otro mísero yonqui o un patético cliente de la carne que abandonaban la casa del número 7.

Carlos de Juan iba secamente iracundo. Se le notaba peligroso por la tensión de los hombros y por el paso decidido. Mejor no enredarse con él.

– Huy, cómo viene éste -dijo María en voz baja, replegándose hacia la oscuridad del portal, que acababa de abandonar con la intención de ofrecerse a este cliente de última hora antes de darse cuenta de quién era.

– ¡Eh! -dijo Carlos-. Eh, tú… Venga, María, coño, que no estoy para bromas. Déjate de jugar al escondite. Sal de ahí, que te he visto. -Se volvió hacia dos argelinos que habían torcido la cabeza para ver lo que pasaba-. ¿Y a vosotros qué coño os pasa? Vosotros, a lo vuestro, si no queréis acabar mal, venga. María, me tienes abandonado y esta noche, además, me tienes cabreado…

– Cálmese, vuesa excelencia, cariño, Jesús, que una ya se iba para casa y que si necesitas algo, para ti, lo que quieras…

– Mira, tía de mierda, ni con una caña de pescar te tocaba yo a ti. Yo creo que con acercarme a ti a un metro se me caía la pilila y me salían manchas negras en la cara… Déjate de coñas, que un día te vas a encontrar en el arroyo, de donde no debiste salir, pero en horizontal y con un boquete en la frente.

Carlos se acercó a ella. María dio un paso hacia atrás. En condiciones normales se habría reído, pero ahora le pareció más prudente tomárselo en serio.

– Quita -dijo-, que yo no quiero bronca contigo, Carlos, no me jodas…

– Te lo voy a preguntar muy despacio para que te enteres bien y luego no te quejes. ¿Dónde… está… Pitrii -Se volvió bruscamente y dio dos pasos hacia los argelinos. Pero ¿os queréis largar? Moros de mierda. -Levantó un brazo y los dos argelinos, como tristes chacales, dieron un salto hacia atrás y corrieron unos pasos, alejándose del radio de acción más inmediato de Carlos-. Como os lo tenga que volver a decir, os meto un tiro en el culo.