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– Oye, Carlos -dijo María en tono conciliador-, estás aquí solo y te vas a meter en un fregao… Anda, que no quiero líos.

Carlos rió.

– Mira, María, a mí me pasa algo y de vosotros no quedan ni las raspas. -La agarró por la solapa de la chaquetilla-. ¿Me estás oyendo? Déjate de coñas, anda.

– Me das miedo, Carlos, te lo juro, anda, cálmate, ¿qué te ha pasado?

– Tú déjate de evasivas y dime dónde está Pitri -dijo Carlos en tono seco.

María se asustó.

– Mira -tragó saliva-, lo vi antes por aquí…, andaba vendiendo algo de nieve…, pero no sé…

– Le quiero ahora -dijo Carlos en voz baja. María miró brevemente hacia su izquierda y en seguida volvió a fijar la mirada en Carlos-. ¡Pitri! -gritó éste-. ¿Adónde coño crees que vas?

Treinta metros más allá, el Pitri, que intentaba salir de un portal sin ser visto y aprovechando la oscuridad, se paró de golpe. Inmóvil, miraba en la dirección contraria a donde estaban María y Carlos. Temblaba y, en voz baja, repetía «mierda, mierda». Jadeaba del miedo.

– Pitri, que llevas días escondiéndote y yo te había dicho que no te me escondieras, que iba a querer hablar contigo.

– Jopé, tío -dijo Pitri débilmente. Carraspeó-. Jopé, si yo estaba aquí.

– Anda, ven aquí.

– Bueno -dijo María-, yo me abro.

– Harás bien… Te he dicho que vengas aquí, Pitri.

– No, si ya voy.

– Oye, Carlos -dijo María-, no vayas a hacer ninguna tontería.

– ¿De qué me hablas? -dijo Carlos.

Pitri se había ido acercando lentamente. María se separó de ellos y, desde el bordillo de la acera, se volvió a mirar a Carlos con un gesto de duda. Luego hizo un breve movimiento de cuello para ajustarse el peinado, se dio la vuelta y se fue.

El Pitri se había parado en la acera a un metro de Carlos. Le temblaba una rodilla. Sorbió.

Casi sin moverse, Carlos levantó de pronto el brazo derecho y le dio una bofetada tremenda con la mano muy abierta. Pitri, cogido por sorpresa, no tuvo tiempo de protegerse la cara y, con la fuerza del golpe, fue a estrellarse contra el muro de la casa. Su cabeza resonó sordamente contra la piedra. Cayó al suelo.

– Ay -dijo débilmente-. No me pegues, jopé, tío.

Durante uno o dos minutos no se movió. Tenía los ojos cerrados. Carlos, temblando como un arco en tensión, le miraba sin decir nada.

La calle de la Ballesta se había quedado desierta.

Por fin, Carlos dijo:

– Venga, para un coscorrón que te doy. Anda, levántate… Anda, ponte de pie, que te llevo a tu casa.

– No…, no -dijo el Pitri al cabo de un momento. Moviéndose con lentitud, se incorporó y, quedándose sentado sobre la acera, apoyó la espalda contra el muro de la casa-. Si no hace falta…, de veras.

– Pitri. No me lleves la contraria. Y sécate los mocos, que estás sangrando por la nariz… Te voy a llevar a tu casa y te voy a meter en la cama y te voy a remeter las sabanitas.

– Que de verdad…, ya me voy solo.

Apoyándose con las manos se puso en pie. Se pasó la manga de la chaqueta por debajo de la nariz y le quedó un pequeño reguero de mucosidad y sangre pegado a la mejilla.

– No, hombre. Te voy a llevar en taxi. Esta noche los taxis están de moda. Y así vamos charlando, ¿eh?

– ¿De qué vamos a querer charlar?

– Mira, Pitri. Hace días que quedaste en darme noticias de Horcajo y ésta es la hora en que aún estoy esperando, a ver si me entiendes. Uno se acaba por impacientar.

– No sé dónde está Horcajo, por mi madre que no lo sé, te lo juro, tío, jopé…

– Pitri, como me vuelvas a decir eso, te parto en dos.

Carlos agarró al Pitri por un codo y lo forzó a andar con él en dirección a la Gran Vía.

– Estoy un poco mareado -dijo Pitri.

En uno de los semáforos de la Gran Vía se acercaron a un taxi que se había tenido que parar con la luz en rojo. El taxista, inclinando la cabeza para poder ver por la ventanilla de la derecha, miró a Pitri y sin hacer otro gesto metió la primera marcha con la evidente intención de arrancar sin permitir que tan mal encarados clientes se le subieran al coche. Pero, con ademán brusco, Carlos le enseñó la chapa de inspector de policía. El taxista puso el punto muerto y encendió el contador.

– ¿Adónde vamos? -preguntó con resignación.

Pitri sorbió y no dijo nada.

– A Huertas hacia abajo. Ya le indicaré -dijo Carlos-. Pero ¿qué llevas aquí? -preguntó luego, metiéndole la mano al Pitri en el bolsillo exterior de la sucia chaqueta. Sacó dos papelinas-. Ay, ay, Pitri, que no aprendes. Pero, hombre de Dios, ¿no sabes que hacer de camello es un delito?

– Es para mí… Me duele la cabeza.

Carlos echó un rápido vistazo al conductor.

– Te duele la cabeza, te duele la cabeza… ¿Dónde habrás estado metido?

– Nada. -Sorbió. Miró al taxista-. Que me he caído.

En menos de cinco minutos llegaron a la calle Huertas. Carlos pagó la carrera con un billete de mil pesetas.

– Guárdese el cambio -le dijo al taxista, que arrancó sin decir nada-. Es ahí, ¿no? -Señaló el portal frente al que se habían bajado del taxi.

– Ahí… pero…, de veras, tío…, ya me subo yo solo -dijo Pitri.

– Venga, Pitri, déjate de historias. ¿O es que tienes algo que esconderme allí arriba?

El Pitri tosió.

– No, no, yo no te escondo nada, jopé, tío. Es en el tercero… Pero tú, o sá, tú no tienes derecho a… Me duele la cabeza.

– Mira, yo con alimañas como tú tengo derecho a lo que quiera. Los que no tenéis derecho sois la gente como tú a vivir… Además, no te voy a registrar la casa, sólo te voy a ayudar como amigo y para eso no necesito permiso del juez. Venga, vamos para arriba. Coño, Pitri, aquí huele a col… No, espérate, huele a pocilga. Vaya sitio, tío…

– Qué manía tenéis…

Se calló de golpe.

– ¿Qué manía tenemos de qué, Pitri? ¿Quiénes?

– Nada, jopé, todo el mundo dice que la casa huele mal, o sá, a pocilga y yo no noto nada… Además… es mi casa.

– Tú delante -dijo Carlos en voz baja cuando estuvieron frente a la puerta del cuartucho del Pitri.

Pitri respiró profundamente y acercó la llave a la cerradura. Le costó trabajo porque le temblaba el pulso. A la tercera o cuarta intentona consiguió abrir y Carlos desde detrás de él empujó la puerta para que se abriera de par en par. El Pitri alargó la mano hacia la izquierda y accionó el interruptor para encender la luz. Con Carlos pisándole los talones, entraron en el cuarto.

Las cortinas que tapaban la alcoba estaban echadas.

Carlos se cambió la pistola a la mano derecha y con la izquierda hizo un gesto para que Pitri descorriera la cortina. Éste tragó saliva, dio un paso hacia adelante, agarró la cortina con la mano derecha y se derrumbó pesadamente al suelo, arrastrándola en su caída.

Carlos dio un salto hacia atrás y quedó agachado en posición de tiro apuntando a la cama. No había nadie.

– Coño -dijo. Miró al Pitri, caído en el suelo. Sangraba por la nariz y estaba muy pálido-. Joder, Pitri, no te andes con coñas. Venga, levántate.