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– Ya voy, ya voy -contestó con voz débil-. Es que estoy muy mareado.

Carlos cerró la puerta y se acercó a la figura caída. Se guardó la pistola en el bolsillo posterior del pantalón y con ambas manos agarró a Pitri por las solapas. Sin demasiados miramientos lo llevó hasta la cama y lo dejó caer en ella.

– Ay -gimió el Pitri.

– ¿Dónde está Horcajo, eh?

El Pitri eructó con suavidad y se le escurrió un reguero de saliva hasta la barbilla. Un hilo de baba se deslizó sobre la sábana. Tragó para hablar y en el escuálido cuello se le movió la nuez de arriba abajo. Murmuró algo.

– ¿Qué dices?

– Que no sé dónde está…, te lo juro por mi madre…, te lo juro. -Estuvo en silencio durante casi un minuto-. Y si lo supiera, a lo mejor tampoco te lo decía, tío…

Carlos lo miraba apretando los labios.

– Ay, Pitri, Pitri. ¿Qué voy a hacer contigo?, me cago en tus muertos… Venga, ven, anda, venga, que te voy a llevar a urgencias, no te me vayas a morir para joderme.

Y llevándolo medio en volandas, lo levantó de la cama, salieron al descansillo y empezaron a bajar la escalera.

– Qué malo estoy, tío -dijo el Pitri en voz baja.

10.00

– Qué mala cara tienes -dijo el Gera-. Anoche tenías mucha pinta de querer bronca.

– Ya -dijo Carlos.

De la mesa del Gera cogió un pitillo, se lo puso en la boca y lo encendió.

– Hombre, hemos vuelto a la nicotina. Poco te ha durado. Oye, ¿y por qué te enfadaste con Paloma? Ella lo estaba pasando bien, ¿no? Vamos, me parece.

– Sí, Gera, ya ves. De vez en cuando hay que pelearse para que quede despejado el ambiente. Es muy sano.

– Hombre, mirándote a la cara no se diría que es muy sano sino que más bien estás al borde del infarto. Y por lo poco que la conozco a ella, debió de quedarse tan fresca como una lechuga. Porque me da que a esta chica las cosas le entran por un oído y le salen por otro, ¿no?

– Eso me parece a mí también.

– ¿Has visto los periódicos? ¿Has visto cómo ponen al chaval?

– No, hombre, no me digas. ¿Qué dicen?

– Mira -dijo el Gera cogiendo un periódico del montón que había encima de su mesa-. Mira: «El ciclón Pepillo», éste es el ABC: «Un nuevo viento huracanado ha pasado por el Bernabéu…» Mira, mira, más abajo dice: «y Raúl decidió volar sobre ese viento y entre ambos dieron una gloriosa lección de fútbol…».

– Son más cursis… -dijo Carlos, sonriendo por primera vez.

– Calla, jopé. Atiende, que El País, que son más serios que la puñeta, dice: «el joven debutante Pepillo, cuando Capello se decidió a colocarle en su sitio, jugó espléndidamente con tesón e inteligencia. Hasta le metió un soberbio gol a Molina…».

Sonó el teléfono de la mesa del Gera. Carlos le quitó el periódico de las manos.

– Sí -dijo el Gera-. Hombre, Paloma… -Carlos levantó la cabeza como si hubiera recibido una descarga eléctrica-.Quiero decir, mujer… Sí, señora, estamos encantados, ¿has visto cómo lo ponen…? Ya. Esta mañana el chaval no se lo creía… ¿Quién…? Sí, hombre, aquí está. Tiene cara de haber dormido bastante poco… No te rías. Las ojeras le llegan a los zapatos. Pero ¿qué le hiciste, chica?

Se quitó el auricular de la oreja y lo apuntó hacia Carlos.

Carlos suspiró.

– ¿Qué hay?-dijo.

– Chiiico, vaya voz, corazón de león.

– Ya ves…

– ¿Ya se te ha pasado la bronca?

– Casi.

– Oye, a ti hay que sacarte las palabras con sacacorchos ¿o qué?

– No, no… Es que no me encuentro muy bien, ¿sabes?

– Eso es del mismo enfado… No te creas que yo lo he pasado mejor, ¿eh? Nunca he dormido más sola en mi vida.

Carlos carraspeó.

– ¿Lo dices en serio?

– No. ¿Cuándo os vais?

– Ahora mismo… Si convenzo al Gera, hasta volvemos esta noche -dijo con tono de saber que avanzaba por terreno peligroso.

El Gera puso los ojos en blanco.

– ¿Sabes lo que te digo? Te pones guapísimo cuando te dan los celos.

– Oye, verás… -dijo Carlos, pero la línea ya estaba muda.

– Tanta pamplina -dijo el Gera-. ¿Para eso te peleas a muerte y no duermes nada?

– Qué va. Es que me fui a buscar al Pitri. Con el cabreo que llevaba estaba seguro de que me contaría dónde anda Jacinto.

– ¿Y?

– Nada. Lo único que hice fue llevarme un susto de muerte, porque le metí un sopapo, se cayó al suelo y me dio la sensación de que se le había roto la cabeza y de que se me iba a quedar ahí mismo…

– ¡Qué bestia eres!

– No, qué cojones… Un susto de muerte. Me lo llevé a urgencias en La Paz…

– ¿Y por qué no me llamaste?

– No le pasaba nada. Tiene un chichón y, sobre todo, llevaba una dosis de mierda medio adulterada o demasiado pura, yo qué sé, y sangraba por la nariz y estaba mareado. Si lo llego a saber, le quito el mareo a tortas.

– ¿Y te dijo dónde está Jacinto?

– Qué va. Recuérdame que lo visite y se lo vuelva a preguntar.

10.15

El Chino miró a la banda de chavales que tenía delante. Estaban en el centro del cementerio de coches de la calle Maratón. Se empujó el sombrero hacia atrás.

– ¿M'habéi entendió?

– Zí, Shino -respondió el mayor de todos.

– Es uai -dijo otro.

– ¿Cuá va a hacen la primera guipa?

– Yo mismo -dijo el chaval que había hablado primero.

– Le dice a mi cuñao que ze venga para acá y tú te queda enfrente de la puerta de la nave hasta que te vayan a busca. Yzi ves er camión amarillo de trasmóni que sale, tú te vas detrás. En la esquina ziguiente estará ¿cuál?

– Yo -dijo un chico canijo y renegrido.

Llevaba una camiseta azul y pantalones de chándal. Calzaba unas zapatillas deportivas Nike.

– No va a ser para hoy, pero mientras tengamos a mi cuñao en la camioneta e'perando a zeguir… Vale. ¿Vale?

– Vale -dijeron a coro.

10.30

– A mí, este lugar me da escalofríos -dijo el Gera-. Vaya cárcel siniestra. Menos mal que la cierran.

Carlos enarcó las cejas.

– Hombre, tuvo su momento de gloria cuando estaban aquí todos los rojos, ¿te acuerdas?

– No me acuerdo. Bueno, no me acuerdo… Quiero decir que era muy pequeño. ¿Ycómo te vas a acordar tú? No te hagas el viejo, que entonces estábamos en pañales. ¿Sabes que mi padre estuvo aquí?

– Venga -dijo Carlos.

– Palabra. Por eso me parece horrible Carabanchel. Yo era muy chaval… Bueno, bah, diminuto, tendría unos cuatro o cinco años, pero en casa echaba de menos a mi viejo. Al final, mi madre me traía algún domingo a verle. Lo trincaron por una idiotez, una huelga de nada, ya ves, más o menos cuando el proceso 1001 aquel. Mi padre siempre decía después que en el gobierno se pusieron histéricos y veían judeomasones y criptocomunistas, ¿qué serían criptocomunistas?, hasta debajo de las piedras… Y ya con la muerte de Carrero no digamos. Estuvo aquí del 72 al 76…, fíjate, hasta después de la muerte de Franco, por una cosa de agitación sindical. En casa nunca hablamos de eso. Y es que lo pasamos fatal, -Miró a lo lejos, como si no hubiera pared en el despacho en el que estaban y se pudiera ver el campo-. Fue compañero de Grimau. -Sacudió la cabeza-. El día que mataron a Grimau, quiso echarse al monte con unos cuantos y mi madre le paró. Yo casi ni me acuerdo…