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– Pues deberías ser ministro.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre. Todos los que tienen algún mérito así para exhibir han pasado ya la factura. Tú deberías ser ministro.

El Gera rió.

– Sí, de Interior.

– No, hombre, de transportes… Transportes de delincuentes. ¿Dónde andará el Kleutermans este? Están tardando demasiado, ¿no te parece? ¿A ti te importa que volvamos hoy mismo? Es una paliza, pero, si salimos ahora, más o menos sin parar son unas cuatro horas y media a San Sebastián. Las cinco. Un par de horas para hacer la entrega del tío y hablar con el Sopla. Las siete. ¿Qué más vamos a estar en el País Vasco? No me parece que nos vayan a hacer un homenaje, ¿eh…? Otras cuatro horas de vuelta. Estamos en Madrid, siete y cuatro once, a las once de la noche. ¿Eh? Justo a tiempo para lo que fuere, pero al menos estamos en Madrid, ¿no?

– Jopé, Carlos, vaya ganas de meterse una panadera. ¿Y si tenemos lío con el holandés?

– Contingencias, Gera. Si tenemos líos con el holandés, nos tendremos que aguantar y verlas venir. Se abrió la puerta del despacho y entró el director de Carabanchel.

– Buenos días, caballeros -dijo-. Carlos de Juan, ¿cuál de ustedes es Carlos de Juan?

– Yo -dijo Carlos.

– ¿Puede usted identificarse?

– Sí, señor. Tenga.

– … Bien. Kleutermans está en la habitación contigua, dispuesto para emprender el viaje. Está furioso, por lo que se deduce. He examinado todos los papeles de la extradición. Son correctos. Llevan ustedes la documentación firmada, las comisiones rogatorias cumplimentadas… Lo cierto es que el Ministerio del Interior podría haberme explicado las circunstancias de este traslado con la debida antelación, aunque comprendo las razones. En fin… Firmen aquí y aquí. La entrega es conforme. Vamos a pasar a la habitación contigua, por aquí. Todo lo dijo de un tirón, casi sin respirar.

Kleutermans era un holandés rubicundo y grande, con el estómago distendido por años de beber cerveza. Tenía poco pelo y el que le quedaba se le levantaba en rizos rubios por encima de las grandes orejas.

– ¿Y este tío qué ha hecho? -había preguntado Carlos antes de llegar a la cárcel.

– Buf, de todo -había dicho el Gera-. Es el primer contrabandista de hachís de Europa, ya sabes. Pero no te estoy diciendo que sea un traficante de chichinabo. No, no. Aquí andamos en la tonelada por envío. Sus propias lanchas rápidas traían la mercancía desde Marruecos y, luego, usaban aviones…

– Sí, ya sé. Me lo contó el Sopla cuando hablé con él por teléfono anteayer.

– Ya. Tenía…, bueno, tiene el tío un chalé en Marbella que ríete tú de los peces de colores. Aparte de ser un bunker inexpugnable… Oye, me contaron que, cuando entraron allí, aquello parecía de película, televisión en el jardín, trampas en la entrada, varios nidos de ametralladoras…

– ¡Hale!…

– … Te lo juro…, tenían una emisora de radio que para sí la quisiera la SER, tú. ¡Pero si tienen hasta una flotilla de camiones! Lo pillaron por casualidad y porque la avaricia rompe el saco. Un envío de siete toneladas. Siete, macho…

– Desde luego, es que ya no se respeta nada en este mundo.

– Como lo oyes. Ni al hombre como portador de valores eternos, nada. Me dijeron que, cuando lo trincaron, era como si estuvieran deteniendo a un ministro. No le faltó más que llamar al presidente de los Estados Unidos…

Hubo un silencio.

– Oye, Gera. Y tú y yo como dos coloritos, ¡hale!, ¿nos lo vamos a llevar así, venga, en el utilitario? ¿Te das cuenta de lo que nos puede pasar como haya habido un soplo?

– Como haya habido un soplo, vamos a ir a partirle directamente el alma al jefe, que es el único que lo sabe y fue él el que decidió que nos lleváramos a este tío hoy en coche.

– Sí, ¿no? Oye, majo: el jefe nos dio la instrucción por escrito y, si alguien la ha copiado en el ordenador, ese alguien puede habérselo contado a los malos.

– ¿Quién? ¿Charo, la secretetaria?

Carlos rió.

– Es verdad que la llaman la secretetaria.

– Pues eso. ¿Charo lo va a contar? Si una vez que le dije que tenía que pasar a máquina algo secreto y que ella no debía comentarlo con nadie, se me ofendió y me dijo: nunca leo lo que escribo. -El Gera puso voz de pito para imitar a Charo.

– ¿Y en Hendaya, Euskadi norte, quién va a estar esperándonos? Porque si es tan secreto, el jefe no se lo ha contado a los franceses, ¿eh?

– No, hombre, Carlos. El jefe llamará a los franceses y a los holandeses hoy a las dos de la tarde.

Kleutermans, pálido a causa de los meses que había pasado en la cárcel, los miró con evidente mal humor, pero como si estuviera irritado con unos insectos a los que hay que ignorar hasta que actúa el matamoscas.

– ¿Por dónde lo van a llevar ustedes a Francia? -preguntó el director de la cárcel.

– Portbou -contestaron al unísono Carlos y el

Gera.

Carlos se puso al volante del Opel. Para salir de Carabanchel, sentaron a Kleutermans en el asiento delantero, le engancharon las esposas al cinturón de seguridad, inclinaron el respaldo hasta el fondo y así tumbado lo taparon con una manta. Detrás de Carlos, el Gera iba inclinado hacia adelante con la mano derecha puesta con firmeza encima de la cabeza del holandés. Sólo cuando hubieron pasado de la autopista de circunvalación M- 30 a la carretera de Burgos apartó el Gera la manta y volvió a poner el respaldo en posición vertical.

Kleutermans resopló. Después, se puso a mirar a Carlos y luego, girándose pesadamente en el asiento, al Gera. El Gera se revolvió con cierta incomodidad.

– ¿Cvánto?-dijo el holandés al cabo de unos minutos.

– ¿Cómo? -preguntó Carlos.

Kleutermans levantó las manos esposadas e hizo el gesto universal del dinero, frotando el índice y el pulgar de la mano derecha. -¿Cvánto? -repitió.

– Oye -dijo Carlos-, me parece que este tío nos está intentando sobornar.

– Pues tú calla y déjale que diga chorradas. ¿A ti qué más te da?

– No, hombre. Que me interesa averiguar cuánto valgo.

– Cállese -dijo el Gera, poniéndose un dedo contra los labios.

– ¿Cvánto?

– Nada. Qué cuánto ni cuánto…

Kleutermans se volvió de nuevo hacia el Gera.

– ¿Ya? Goed -sonó a jut-. Ein million? -Levantó un dedo.

– Oye, tú, que este cachondo nos está ofreciendo un millón de algo.

– Pero ¿a repartir o para cada uno?

– Y yo qué sé. Pregúntale tú, que eres el que sabe idiomas. Me has dicho que una vez ligaste con unas tías en San Petersburgo.

– Ya. Sankt Peterburg-dijo Kleutermans, haciendo un gesto de huida con las manos y sonriendo por primera vez.

– Sí, pero éste habla holandés, no ruso.

– Bueno. Da igual.

El Gera miró a Kleutermans y, señalándose primero y apuntando luego a Carlos, dijo:

– ¿Un millón y un millón?

– Ya. Ein million een ein million. Ya.

– Esto va mejorando. Será mejor que no sea de pesetas porque lo coso a tortas.

– A ver, tío, un millón… ¿de qué?

– Ah…, ya, ya. Gulden, ¿ya?

– ¿Qué coño será eso, Gera? ¿Julden?