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– Sí, hombre, el director del Banco Español Internacional…, y le dijo, textualmente, ¿eh?, como te lo estoy contando, que quería que se compraran unas acciones a nombre del Banco Español Internacional por cuenta y riesgo del Crédit et Banque du Cantón. La orden era comprar acciones del Crecom cuidando el cambio a lo largo de dos semanas.

– ¿Cuánto? -dijo Javier. Se había puesto pálido.

Andrés tosió.

– Mil millones de dólares -dijo por fin.

Hubo un largo silencio. Luego, Javier Montero se reclinó en su asiento. Se rebuscó en los bolsillos, encontró; un cigarrillo, se lo puso en los labios y lo encendió. En ese momento sonaron unos discretos golpes en la puerta y entró la secretaria con una bandeja que dejó encima de la mesita. No levantó la mirada. Se dio la vuelta y salió por donde había venido sin pronunciar palabra.

– Ciento cincuenta mil millones de pesetas -dijo Montero. Cerró los ojos.

– Comprado a un cambio medio del setecientos cincuenta por ciento y descontado el cero seis de comisiones de los brokers, eso representa el diez por ciento del nominal del banco.

– ¿Cómo es posible que no lo viéramos? ¡Santo cielo! ¡Qué jugada!

– Bueno, tú sí lo viste el 4 de mayo…

– No, ni hablar…, ni me enteré. Pues, vaya un presidente que soy. No lo vi. ¿Por qué, Andrés?

– Sí que te enteraste: te pusiste como una pila de nervios nada más ver el movimiento y me mandaste a husmear. ¿Cómo no lo vas a haber visto?

– Sí, pero no reaccioné como debía, Andrés. -Te voy a decir por qué. Nos engañaron como a chinos, Javier. Con el truco más viejo de la bolsa. Mientras el BEI se dedicó durante dos semanas a comprar acciones de manera constante y sin grandes pujas a través de De La Rica… -Montero frunció el ceño-. Sí, hombre, el agente de cambio…

– Ah, ya… -dijo Montero.

– … Unibrokers compraba y vendía todos los días, dos pasos adelante, uno atrás, para mantener el valor y no alterar el mercado. Sólo que lo hicieron muy bien porque, además, compraron mucho más que De La Rica. Hasta han comprado de nuestra autocartera como locos.

– Dos millones de acciones, Andrés -dijo Montero en voz baja.

Martínez-Malo se mordió los labios.

– Vamos a ver -dijo Javier Montero, enderezándose bruscamente en su sofá-, ¿qué tenemos en el consejo? ¿Con quién contamos?

– Bueno, tú tienes el uno y cuarto por ciento. De los otros veinticuatro consejeros, Basilio tiene un medio, que con el cuarto de su gente le da cinco consejeros. Tienes a los diecinueve restantes… Dos y cuarto por ciento más…, incluido mi cero veinticinco… Ahí lo tienes: el cuatro y cuarto por ciento del capital del banco, del que sólo el tres y medio te es fiel… Te acaban de fundir, Javier. No puedes resistir a un adversario que se te planta delante con el diez por ciento del capital en el bolsillo.

– Basilio, ¿eh? Mi primo Basilio. Qué tío. No quiere más que una cosa en la vida: esta silla.

– Pues me parece que la acaba de conseguir.

Montero se dio un golpe en el muslo con la mano abierta.

– ¿Qué no habrá entregado a los árabes con tal de ser presidente? ¡Aj! -Se puso de pie con violencia-. Puedo denunciarlo al gobernador del Banco de España… -Respiró despacio. Después se volvió hacia Martínez-Malo-. Ya sabes, una operación desde el extraña jero sin su permiso y tal…

– No te sirve -dijo Andrés, pasándose la mano por el pelo-. No te sirve de nada, porque ellos se van a cubrir visitándolo antes que tú. No.

– Espera…

– Espera tú un segundo. Basilio te va a venir a ver para decirte que para la junta de accionistas… ¿Cuándo es por fin…?

– ¿Eh?

– La junta.

– El… 30 de junio.

– Te va a venir a ver para decirte que quiere más consejeros suyos. Veinte, por ejemplo…

– Y yo lo voy a mandar a la mierda…

– Ya. Sólo que te va a decir que ahora controla el diez coma setenta y cinco del capital.

– No me lo puede decir porque entonces yo le hago una OPA.

– ¿Ah, sí? ¿Con qué dinero?

– Oye, Andrés, ¿tú de quién eres amigo, mío o del tigre?

– No, hombre. Lo que te quiero decir es otra cosa completamente distinta. Escúchame, Javier. Escúchame bien, porque te voy a decir algo importante para que te lo metas en el caletre y te lo pienses. En dos años, hemos revolucionado el mundo de la banca, ¿no? Y hemos más que doblado el capital con el que entramos en el banco.

Pues ¿sabes lo que te digo? Va siendo hora de irnos con la música a otra parte. Aire… Yo que tú, cuando te venga a visitar Basilio, le tiraría tus acciones a la cara.

– ¡Hala! ¿Pero estás loco o qué? ¿Vamos a tirar por la borda…?

– No es por la borda. Una retirada a tiempo vale mil victorias, ¿eh? Doce mil kilos, Javier. Y eso sólo del capital, sin contar las fincas, los dos barcos y demás fruslerías. ¿Te acuerdas de lo que nos decía tu padre?

Javier rió y sacudió la cabeza de derecha a izquierda.

– Sí, sí que me acuerdo bien. Los bancos, que trabajen para vosotros…

– Si metéis dinero en un banco, es para sacarlo en cuanto estéis arriba y a otra cosa. Saquemos nuestro dinero del Crecom ahora. Antes de la junta. Mañana…, antes de que te venga a ver Basilio.

– No sé…, vamos a…, no creas que a veces no me tienta, no… Pero tirar la toalla…

– No es cuestión de tirar la toalla, Javier. Es cosa de sensatez financiera. Nos replegamos y a ganar.

– ¿Replegarnos? Andrés, Andrés, nos hacen picadillo.

– No, porque nos salimos antes de que nos derroten y habiéndole ganado doce mil kilos a la operación.

Montero apretó los labios y miró a Martínez-Malo durante un momento sin decir nada.

– Vale, me lo voy a pensar -dijo por fin-. Voy a pensármelo y lo hablamos esta noche. ¿Cenamos? -Andrés asintió-. Buen trabajo, Andrés. -Montero se acercó a él y le dio una palmada en el hombro-. Despues de comer te llamo… Déjame hasta entonces, anda. -Andrés sonrió y se dirigió hacia la puerta del despacho. Javier le apuntó con el dedo índice-. Después de comer te diré lo que hacemos. Vaya…, no nos hemos tomado los cafés.

Cuando estuvo solo, giró en redondo, se acercó al ventanal y, con las manos en los bolsillos, se sentó en su sillón y se puso a mirar pensativamente hacia la sierra lejana.

– Necesito mil quinientos millones de dólares antes del sábado -dijo en voz alta. Rió. Apretó el botón del intercomunicador-. Marta.

– ¿Don Javier?

– Tráigame una coca-cola, ande.

– En seguida.

Se levantó y se dirigió hacia la pared de la izquierda de su despacho. Cerca de la esquina en la que la pared hacía ángulo con el ventanal, había un solitario cuadro de un maestro menor del xix. Montero alargó la mano hacia la izquierda del cuadro y lo hizo girar sobre unos pequeños goznes atornillados en el lado derecho del marco. Detrás, como hubiera supuesto cualquier ladrón aficionado, había una pequeña caja fuerte empotrada en la pared. Una histeria como otra fruto de la paranoia del anterior presidente, que, a sus más de setenta años, se empeñaba en ver espías por todos lados.

Marcó la combinación, abrió la caja y de ella extrajo una pequeña libreta de cuero verde. Buscando en sus páginas, regresó a su mesa de despacho. Se sentó en el sillón, descolgó uno de los teléfonos y, sujetando con la mano izquierda la libreta, que mantenía abierta por una de las páginas, compuso un número de París.

– Alió, oui, j'écoute -contestó al cabo de un momento una voz de hombre.

– Me gustaría hablar con el señor Lambert -dijo Montero en impecable francés.

– ¿Monsieur Lambert? ¿Padre o hijo?

– Hijo.

– C'est de la part de qui?

– Montero. Madrid.