– No está en este momento, pero dejaré dicho que ha llamado usted.
Montero colgó y se quedó sentado, inmóvil, esperando. Su secretaria entró llevando una pequeña bandeja sobre la que había un vaso macizo de cristal de roca, lleno de hielo y coca-cola. La dejó sobre la mesa de despacho, se dio la vuelta y salió sin decir nada.
Un minuto después sonó el mismo teléfono. Lo descolgó.
– Sí -dijo.
– Por una extraordinaria casualidad -dijo la misma persona con la que acababa de hablar en París-, el señor Lambert hijo se encuentra en Madrid, en su hotel preferido, habitación cinco uno seis. Buenos días.
Hotel preferido quería decir Palace. ¿Quién estaría ocupando la habitación 516 esta vez? Decidió esperar un poco antes de averiguarlo. Ahora que sabía dónde estaban y que no se moverían de ese lugar hasta que él llamara, le pareció que era más conveniente no precipitarse y calcular despacio su estrategia.
Poitiers, 12.00
– ¿Falta mucho? -preguntó Nick Kalverstat, como si fuera un niño pequeño.
– ¿Para la frontera? -dijo Hank.
– Bueno, eso.
– Pues… unas cinco horas, tal vez un poco menos. Depende del atasco en Hendaya. Si hay mucha cola por cualquier razón, podemos esperar mucho tiempo.
– ¿Y luego a Madrid?
– Pues… otras cuatro o cinco horas. No son muchos kilómetros.
– ¿No podemos dormir en algún sitio antes de…?
– No.
– ¿Para qué tanta prisa, si tenemos hasta el jueves?
– Nick, yo decido cuánta prisa tenemos, ¿eh?
Madrid, 12.30
– Oye, tú, rockefeller -dijo Paloma-, tengo un trabajo loco y poco tiempo para andar por ahí de juerga, ¿sabes? -En realidad, no te pido que nos vayamos por ahí de juerga. Estoy metido en una batalla feroz y me gustaría que nos viéramos un poco, un momento, algo… para charlar, tomar una copa, qué sé yo. Hablar contigo, verte la cara, mirar cómo sonríes. Me encanta… Me…, me relaja.
– El descanso del guerrero, ¿eh? Qué machismo, cielo santo. Sois todos iguales. Llevo una temporada últimamente que no gano para sustos. Tú lo que necesitas es una muñeca de porcelana, desnudita eso sí, que te escuche y no conteste -rió.
– No te rías…
– Vale, no me río más, pero es que llevo unos días que, como tuviera algún problema de personalidad, acababa en un loquero. Todos queréis que sea distinta de lo que soy. Me parece que os gustaría que fuese sumisa, discreta, a disposición de quien lo quiera… Chico, justo lo contrario de lo que soy…
– ¿Quiénes somos todos? -preguntó Javier Montero.
– Todos sois tú y un amigo mío, que os empeñáis en hacer de mí un bombón objeto…
– El amigo tuyo es el delgado de barba negra…
– … y ojos azules, ése…
Javier rió.
– Se le nota a la legua que le tienes sorbido el seso.
– Venga ya. Se enfada cada tres minutos, se marcha, vuelve…
– Huy. Está peor de lo que parece. Más colado que un caldo, como dirías tú. ¿Y tú?
– ¿Yo, qué?
– ¿Tú con él?
– Yo con él, ¿qué?
– Bueno, bueno. Nunca te he notado más guardada -silbó.
– ¿Y tú, esta batalla que dices que tienes?
– Vamos al apartamento a comernos un bocado y te lo explico.
– He oído tretas menos burdas que ésa, colega. Yo de ti me tengo que proteger como de las arañas-pitón.
– Las arañas-pitón no existen. Hay viudas negras, hay matacaballos, hay tarántulas…
– Vale, vale…, pero me has entendido. ¿Qué batallas?
– ¿Por qué te tienes que proteger de mí ahora?
– Cosas mías…
– Huy…, te veo casada.
– No digas bobadas. Y, además, ¿qué? ¿Qué batallas?
– Basilio.
– El primo. ¡Pues sí que…! Lo de siempre, ¿no?
– No, lo de siempre, no. Qué va. -Rió de buena gana-. Esta vez me parece que se las ha compuesto para quitarme la silla.
– Vaya, chico. Menos mal que hay alguien que te planta cara y te pone las cosas difíciles. ¿Y te va a quitar la silla?
– Hmm. A lo mejor. Como no encuentre una pila de millones de aquí al sábado, me la quita.
– Pues yo, de aquí al sábado, lo más que voy a conseguir es medio millón que me debe tu mujer… Si lo quieres…
– Ah, ¿la has visto?
– Ss. La acabo de…
Montero se cambió el auricular de oreja.
– Cuando hablo contigo, pienso, ¿sabes?
– Ya estamos. La muñeca de porcelana.
– No. Un auditorio sensato y sin prejuicios. Eso es lo que eres. Como tienes sentido común, siempre dices alguna cosa que me ayuda…
– Ah, ¿no sólo me quieres por mi cuerpo?
– No sólo te quiero por tu cuerpo. Aunque podría.
Hubo un silencio.
– Me parece que eso se está acabando, Javier. -Paloma carraspeó-. Te dije que iba a ser siempre… clara, quiero decir, leal… -sonrió-, contigo…
Javier siguió callado, miró la mesa y tamborileó sobre ella. Cerró los ojos.
– Todas estas bromas, Paloma…, todas estas cosas que nos decimos, nuestras escaramuzas, son, en realidad son… cortinas de humo, ¿sabes?
– No lo digas -dijo Paloma en voz baja-. Por favor.
Uno de los teléfonos de encima de la mesa se puso a sonar.
– Un momento, Paloma… ¿Qué hay?
– Don Basilio Montero para usted, don Javier.
Javier dio un breve silbido.
– Vaya… Dígale que lo llamo en seguida.
– Sí, señor.
– Era Basilio.
– ¿Y no te has puesto? Pues estará hecho un basilisco -rió.
– Me da igual. Bastante lata me va a dar esta semana. ¿Sabes lo que ha conseguido? Ha conseguido el suficiente dinero para acabar controlando el suficiente número de acciones que le dé el suficiente número de asientos en el consejo para así poder sacarme a bofetadas de este despacho.
– ¿Y eso cómo se hace? El dinero que manejáis… Yo me pierdo al tercer cero, chico. Porque, si no recuerdo mal, Creso, cada vez que vais al cine lleváis un par de millones en el bolsillo por si tenéis algún imprevisto. Un número suficiente de asientos en el consejo requiere, si no me equivoco, tal pastón que no hay kilos en el Banco de España.
– Justo. El tío se ha ido a buscar el dinero fuera.
– ¿Y eso, cómo se hace? Porque, si me das la receta, yo también.
– Bueno, es fácil. Verás… cómo se puede hacer. Mira: tú le dices a una persona usted no puede ser presidente porque no le deja la ley, pero yo, que no puedo ser presidente porque no tengo el suficiente dinero, le ofrezco, a cambio del dinero que me hace falta, hacer lo que usted quiera una vez que me siente en la silla.
– ¡Hale…!, así de sencillo.
– Bueno, así de sencillo, pero caro. Porque eso es lo que ha hecho Basilio y al señor X le ha costado ciento cincuenta mil millones de pesetas.
– Con eso, seguro que os podéis ir al cine tranquilos.
– Y a cenar.
– ¿Yeso cómo se hace?
– ¿Cenar?
– No, bobo.
– Mira, para dar una patada en la mesa y que se te pongan todos firmes, pero no sólo en el banco, sino también en el país, basta con tener el diez por ciento de las acciones.
– ¿Sólo?
– Sólo.
– ¿Y eso qué cuesta?
– Pues eso: más o menos ciento cincuenta mil millones de pesetas.
Paloma rió.
– Qué burros… Espera…, espera. Si tú, con una pasta, tienes el uno por ciento, Basilio, con la del jinete enmascarado, tiene el diez, yo me compro todo el banco por… espera… billón y medio de pelas. Eso es lo que vale un banco, ¿eh? Bueno es saberlo.
– Más o menos, porque para eso está la Bolsa, que lo hace subir y bajar. El banco vale doscientos mil millones de pesetas, repartidos en acciones a diez mil pesetas, y luego la Bolsa, que juega con la vida de la gente que quiere tener acciones del Crecom, y te juro que no sé por qué, sube y baja como un yoyo. Vamos, que hoy una acción de diez mil vale setenta y cinco mil.