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– Después de comer, nos acercamos a tu nave para ver los dos camiones, ¿eh? -dijo Horcajo.

16.30

Entre las cuatro y media y las cinco de la tarde del 25 de mayo, Javier Montero hizo, una detrás de otra, tres llamadas de teléfono (la primera de las cuales fue efectuada desde su teléfono móvil). Las tres conversaciones contribuyeron a cambiar la historia de la banca española. Sus consecuencias tardaron meses en percibirse, y para entonces era ya demasiado tarde.

– Hotel Palace, buenas tardes.

– Habitación 516, por favor.

– Oigo.

– ¿Señor Lambert?

– Al aparato. ¿Cuál es el número del permiso de condusir de mi padre?

– Un momento. -Javier Montero consultó su pequeña libreta verde-. 22253-09.

– Muy bien. Lo escucho.

– Tengo gran interés en verle.

– Me ha sido dicho. Estoy, naturalmente, a su disposición para cuando quiera.

– Tengo un problema. Mejor dicho, mi empresa tiene un problema de liquidez.

– ¿De qué volumen?

– Mil quinientos.

– Eso es una operasión importante. ¿Para cuándo lo necesita?

– La confirmación de que voy a poder disponer de la cantidad, mañana. La cantidad en sí, el sábado próximo, a más tardar.

– Muy bien. Mañana, a las sinco posmeridianas.

– Mañana a las cinco de la tarde. Hasta entonces.

Montero colgó el auricular, se inclinó hacia atrás y se apoyó contra el cristal de la ventana de su despacho.

– ¿Alguna llamada? -preguntó Montero a su secretaria.

– Don Basilio, don Javier, pero ha colgado porque le he dicho que estaba usted en la otra línea.

– Huy, póngame con él.

Al momento sonó su teléfono.

– Sí.

– Don Basilio, don Javier.

– Un momento, Marta -contó despacio hasta quince-. Páseme… ¡Basilio! ¿Cómo estás, hombre? Perdona por esta mañana, pero no me podía poner y luego se me complicaron las cosas.

– Javier -contestó secamente su primo-, tengo urgencia de verte.

– Muy bien, ¿de qué me quieres hablar?

– Quiero hablarte de… -dijo con viveza. Luego, más lentamente, terminó la frase-…la próxima junta general de accionistas del banco.

– Pero, hombre, eso está a más de un mes.

– Pues lo que quiero discutir contigo no admite demora.

– Muy bien. -Javier abrió su agenda de trabajo-. Vamos a ver… No puedo recibirte antes de…, veamos…, mañana, 27, a las siete de la tarde. ¿Te va?

– ¿Eso es lo que tú llamas urgente?

– No. Eso es lo que tú llamas urgente. Yo no puedo antes, vamos, me es sencillamente imposible.

Hubo un largo silencio.

– De acuerdo -dijo Basilio y colgó.

– No puedo impedir esta popularidad mía -dijo Javier en voz alta-. Todo el mundo me quiere. -Y soltó una carcajada.

La tercera llamada fue a Martínez-Malo.

– Andrés.

– Javier.

– ¿Cenamos esta noche?

– Hombre, claro. Dime más.

– Mira, Andrés. Me lo he pensado mucho y… bueno, la verdad es que creo que debemos quedarnos un poco más. Por lo menos, hasta que le apaguemos el farol a Basilio.

– Ay, ay. Lo debía haber sospechado. ¿Y con qué le vas a apagar los faroles?

– Con un farol más grande.

– Estás loco. ¿Le vas a hacer una OPA? ¡Pero si no tienes dinero! Con que Basilio te mire un poco derecho a los ojos, tu OPA se te derrumba, ¿eh?

– Andrés, Andrés. Basilio es un pusilánime. Lo ha sido toda su vida y no va a cambiar mañana…

– ¿Lo ves mañana?

– Sí, y…

– Quiero asistir a esa entrevista.

– ¿Por vigilar o por divertirte?

Andrés rió.

– Las dos cosas. No puedes resistir una partida de póquer, Javier. ¿Y nuestro discurso de esta mañana? ¿Los consejos de tu padre?

– Basilio mañana se va a hacer pis en los pantalones.

– Ya, Javier, pero no te quiero contar la cantidad de pañales que puede uno comprarse con ciento cincuenta mil millones de pesetas.

Ahora fue Montero el que rió.

– Se hará pis… y se achantará.

– ¿Y si no lo hace?

– Ya veremos. Bueno…, si no lo hace, no habrá más remedio que cederle la silla, ¿eh?

– Pero si, en efecto, se achanta y te dice, bueno, no te pongas así, renuncio a tu silla, a veinte consejeros, al banco y a la madre que te parió, ¿qué demonios le vas a decir en la junta general cuando él tenga sus dos millones de acciones y tú no?

– Ya veremos. Ya se me ocurrirá algo.

– ¿Qué estás tramando?

– Ya te lo contaré. No te preocupes, Andrés. Anda. ¿Nos vemos en casa a las diez?

– A las diez. Pero, si te imaginas que voy a dejar de hablar de tu padre, estás muy equivocado.

Hendaya, 17.08

– Ocho minutos de retraso -dijo Carlos-. Somos la pera.

Conduciendo despacio, llevó el coche hacia el edificio de la aduana de frontera. Desde la puerta, un guardia civil los miraba. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón.

– ¿Cuántos años hace que no venimos por aquí, Carlos?

– Buf, la tira. Se me revuelve el estómago, Gera.

– A mí no es el estómago. A mí lo que me da es miedo, puritito miedo. -Carlos, al oír la alteración en la voz de Gera, se volvió a mirarlo-. ¿Qué pasa? ¿No me puede dar miedo? Mira que si alguien me reconoce…

– No te va a reconocer nadie sin barba. Y además, bueno…

– ¿Sabes lo que te digo? Vamos a entregar a este tío y vámonos de aquí, ¿eh? ¿No te importa?

Otra figura se asomó a la puerta del edificio.

– El Sopla -dijo Carlos.

– Llámalo Ricardo, que se te va a cabrear -dijo el Gera. Sacudió la cabeza casi con violencia, como si quisiera arrancarse un miedo pegajoso de encima.

Kleutermans, que no había vuelto a hablar en todo el viaje, ni siquiera cuando se habían parado unos minutos en un área de servicio de la autopista, lo miraba con curiosidad, medio vuelto hacia atrás en su asiento.

Detuvieron el coche frente a la puerta. Dos guardias civiles que acababan de salir del edificio rodearon el automóvil y se colocaron frente a la puerta del pasajero. De sus hombros colgaban sendas metralletas. Ambos tenían el dedo índice de la mano derecha rígido y apoyado contra la guía del gatillo. Tres guardias civiles más se situaron frente al coche, dándole la espalda. Carlos dio un silbido.

– Chico, ha llegado el tercio -dijo-. Su padre.

– ¡Eh! -dijo Ricardo desde la puerta de la aduana-. Puntuales como un reloj.

– Oye, chico, Sopla, quiero decir Ricardo -dijo Carlos levantando ambas manos a la altura de los hombros para quitar malicia a la sorna-, no puedes imaginar el gusto que nos da verte… Bueno, al holandés, menos., ¿Cómo estás, hombre? Creí que ibas a venir vestido de uniforme diplomático… Ya sabes, la librea con charreteras y dorados.

– Se te ve bien -dijo el Gera, mirando a su alrededor.

Ricardo rió.

– Y vosotros, tan coñones como de costumbre. -Dio un firme apretón de manos a cada uno-. ¿Algún problema?

– ¿Con Kleutermans? No, qué va. Tranquilo -dijo el Gera.

– Pasar adentro, que están aquí los holandeses y tienen ganas de marcharse en seguida.

– Ni la mitad de las que tenemos nosotros de volvernos a Madrid.

Ricardo siguió la mirada de Carlos.

– Déjalo. Los civiles no lo dejarán moverse, no te preocupes.

– Cógete los papeles, Gera -dijo Carlos.

Los tres entraron en el edificio.

– Oye, Sopla, ¿tú ya te entiendes con estos tíos?

– Sí.

– ¿En holandés? Venga ya.