– No, hombre. El holandés no lo habla ni Dios. En inglés. Todos los holandeses hablan inglés, Carlos. Hasta los fontaneros.
– Y luego queremos estar en Europa. ¡Pero si una peseta ni siquiera puede traducirse a euros!
– Ese que está en el automóvil parado ahí enfrente -dijo Hank Kalverstat observando con atención desde la ventanilla del Mercedes- es Kleutermans.
Acababan de pasar la frontera sin incidente alguno y se disponían a seguir rumbo a Madrid.
– ¿Kleutermans? -preguntó Nick.
– Ya lo creo -dijo Hank-. El capo, el número uno. El mayor traficante de hachís del mundo. Bueno, a lo mejor de Europa sólo. Porque el número uno del mundo es Marco Polo, y a ése me parece que les va a costar trabajo detenerlo.
– ¿Qué le ha pasado?
– ¿A Kleutermans? Que se confió. Lo detuvieron, Holanda solicitó la extradición, España la concedió y, como si lo viera, lo están entregando a nuestra policía. Yo no me retrasaría más, anda -añadió dirigiéndose al conductor-. Sigue, que las armas las carga el diablo.
En el interior del edificio de la aduana, Ricardo dijo a Carlos:
– Pues tenemos un buen follón en Holanda.
– ¿Por?
– El millonetis secuestrado, Van de Wijn. Ayer los secuestradores le tomaron el pelo a la policía en pleno. Montaron una bronca en la playa de moda que no os puedo ni contar. Les sacaron el rescate en diamantes. Dos millones y medio de dólares… ¡en avioneta!
– En avioneta, ¿qué?
– El rescate. Se lo llevaron en ultraligero… Esta mañana temprano nos han distribuido a todos una descripción de los diamantes. Por seguirles el rastro si aparecieran en los respectivos países, ya sabéis. Traigo una copia conmigo y fotos de los pedruscos.
– ¿A ver? -dijo Carlos, abriendo el sobre que le entregaba Ricardo-. Su tía. Mira, Gera. Aquí hay para hacerle a Paloma un biquini de brillantes. Descuida, Ricardo, le daremos la lista al jefe y que se las pase a quien sea. Pero sólo por ser la lista, que si fueran las piedras de verdad… Por cierto, le comenté al jefe lo de tu sueldo.
– ¿Y qué dijo?
– Se rió. Dijo somos la puñeta, vamos a acabar construyendo un satélite espacial propulsado por gasógeno. Dice: anda, que tener a un funcionario destacado en una embajada y no pagarle, es el colmo del raterío. Que hablaba con tu jefe, vamos…
– Venga -interrumpió el Gera-, vamos a ver a tus holandeses. Empaquetamos al Kleutermans, nos tomamos un par de copas y nos volvemos. Hombre, a menos de que te quedes y cenemos juntos…
– Hombre, Carlos, ya me apetecería -dijo Ricardo sin inmutarse-, pero me parece mejor volverme con los holandeses. Ya sabes, relaciones públicas… Me conviene para el futuro.
– No te preocupes, que era una broma. Pero te vas a correr un rollo de campeonato, Sopla.
– No mucho porque nos hemos venido en avión y además éstos estarán tan ocupados en vigilar al holandés que no me harán caso y yo podré leer mi novelita.
– Jopé, qué suerte.
TERCERA PARTE
CAPITULO X
Madrid, 00.30
Carlos se guardó la llave en el bolsillo. Por la puerta entreabierta de su habitación podía verse el resplandor de una lámpara encendida. Se apoyó contra la pared del vestíbulo, inclinó la cabeza hacia atrás hasta que su coronilla tocó el muro y sonrió.
– ¿Eres tú, nuvolari? -dijo Paloma desde la cama.
– No. Soy el lobo feroz.
– Es que no me puedo levantar, ¿sabes?, porque estoy en bolas y, si eres un hombre malo, igual me haces cualquier cosa.
Carlos se acercó a la puerta de su habitación y la empujó con suavidad. Paloma estaba tapada hasta el cuello por las sábanas muy blancas. Sólo le asomaba la cabeza oscura, la mata de pelo muy negra apoyada sobre la almohada. Sonreía.
– ¿Qué tal os ha ido?
– Sh -dijo Carlos poniéndose un dedo contra los labios.
– Huy, chico -dijo Paloma sacando un brazo para tirar más de la sábana. Por un instante el movimiento le dejó un pecho al descubierto-. No mires, que éste lo tengo reservado en exclusiva para mi amor. -Levantó una rodilla y la sábana se desplazó, destapando un muslo muy moreno, como de terciopelo-. ¿O eres tú ése, lobo feroz? -preguntó en voz baja-. Creí que ya no venías. -Alargó un brazo-. Ven.
Carlos se sentó en el borde de la cama. Paloma le rodeó el cuello con ambos brazos y tiró de él hacia abajo.
– Te has destapado, caperucita.
– ¿Y tú para qué tienes esa boca tan grande? -dijo Paloma con voz ronca-. Eh…, burro -añadió al cabo de un rato-. No, bobo… Sigue… Me encanta, pero me las vas a arrancar… Pinchas…
Carlos levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– Si quieres, me afeito la barba… Me afeito lo que tú quieras si me dejas perderme en…
Paloma rió.
– Me has llenado de saliva… -Carlos cogió el embozo para secarle los pechos-. ¡Quieto, bobo! Me encanta… Buf…, hueles a tabacazo. -Lo agarró del pelo de la cabeza-. Mi hombre malo… Hueles a viaje, a coche, a… hombrón. Te vas a ir a dar una ducha y luego vuelves oliendo a jabón y te doy las llaves de oro de la plaza.
– No puedo moverme…
– Sí que puedes, sinvergüenza… Si te vas a bañar, cuando vuelvas, te diré cuánto te quiero.
Carlos se incorporó de un salto y acabó de quitarse la ropa. A toda velocidad, con desorden, tirando las cosas a derecha e izquierda. Desnudo, fue hacia el cuarto de baño.
– Estás indecoroso -le dijo Paloma-. Deberían detenerte por sátiro.
Si algún lujo verdadero tenía el piso de Carlos era la alcachofa de su ducha. El agua salía hirviendo en potentes chorros que pinchaban en el cuello y en la parte alta de los hombros y se deslizaban en cascada por los brazos y por entre las piernas. Durante un buen rato Carlos se quedó quieto debajo del agua.
– ¡Eh! -oyó que le decían.
Abrió los ojos. Delante de la ducha estaba Paloma, como una Venus, con los brazos caídos a lo largo de los costados, la cabeza inclinada y sonriendo burlonamente. Sobre el estómago, usando un tubo entero de pasta de dientes, se había escrito en pequeñas letras Te Quiero.
Carlos se echó a reír hasta que se atragantó con el agua que le caía por la frente y las cejas y la nariz. Alargando una mano, cogió a Paloma de un brazo y la forzó a entrar en la ducha.
Mucho tiempo después, sobre la cama, Paloma dijo:
– Uau, qué bueno.
– Nunca en mi vida -dijo Carlos.
Estuvieron un buen rato en silencio, acariciándose lánguidamente un hombro, una mejilla, la parte interior de un muslo, un pecho.
– Voy a ponerme a ronronear, como los gatos -dijo por fin Paloma.
– Sé que te va a parecer una salvajada, pero, en este momento, daría tres años de mi vida por fumarme un cigarrillo.
Paloma sonrió.
– Pero si dicen que el mejor es el de después del café por la mañana.
– Mienten. El mejor es éste, ahora. Probablemente, va a ser el mejor de mi vida.
– Huy, pues no debemos reprimirte…
Carlos cogió un cigarrillo de un paquete de Winston que tenía en el cajón de la mesilla de noche, se lo puso en la boca y lo encendió.
– Ahora te quiero ya.
– ¿Para siempre?
– Humm…, para mucho rato. ¿Sabes? Quiero tomarme aperitivos contigo, irme al cine contigo, irme… Oye, ¿tú sabes esquiar?
– ¿Yo? Qué va…
– Ah, pues me apetece que vayamos juntos a aprender. Dice una hermana mía que es maravilloso. Que se liga muchísimo… por las noches, con la nieve y el calorcito de las chimeneas…
– Dice un amigo mío que lo único en que piensas es en meterte en un baño de sales y en la cama.