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– No me interrumpa más. -De pronto, la voz del secuestrador se hizo más distante y su timbre, más metálico; Baumann, que escuchaba la conversación por un auricular supletorio, levantó la cabeza y miró al técnico; éste hizo un gesto negativo-. Usted y yo sabemos que la familia Van de Wijn tiene fondos sobrados para hacer frente al rescate. No hay banco en Holanda que les niegue lo que ustedes pidan, Piet. -Kalverstat hablaba con mesura pausada, como si se tratara de acordar una transacción comercial-. La mitad de la cantidad que exigimos, es decir, dos millones y medio de dólares, será reunida en diamantes, cada uno de los cuales tendrá un peso máximo de ocho quilates. La otra mitad…

– Está en Alkmaar -dijo el técnico, hablando en voz baja por el micrófono-. Una cabina telefónica, como siempre…

– … es decir, otros dos millones y medio de dólares, estará compuesta por 72 kilos de heroína turca del 82 por ciento de pureza…

Piet van de Wijn exhaló con violencia.

– ¡Pero es imposible! -exclamó.

– Un coche está llegando a la cabina… -dijo el técnico sin alterar su tono monocorde.

– … Tiene exactamente cuarenta y ocho horas para reunir los diamantes. Le llamaré pasado mañana a esta misma hora para darle las instrucciones de entrega de esta primera mitad…

– … Tienen la cabina a la vista… Han entrado en sentido contrario para que no escapen…, pero, un momento, no hay nadie…

– … En cuanto a la otra mitad, vaya usted obteniendo… Oiga, oiga… -Otra voz distinta empezó a hablar-: ¿Comandante Baumann? Soy el oficial Kerdal de la patrulla móvil…

Baumann le quitó el auricular a Van de Wijn.

– Diga, dígame, Kerdal.

– Estamos a la salida de Alkmaar, señor, a cuatro kilómetros del comienzo de la autopista A9, en la primera área de descanso. Hay una cabina telefónica. Tenemos un magnetófono que estaba funcionando cuando llegamos.

– ¿No había nadie?

– Nadie, señor. El aparcamiento estaba completamente desierto.

Baumann dio un gruñido.

– Está bien -dijo-. Tráiganme la cinta a toda velocidad.

16.30

El comandante Baumann miró fijamente a Anneke. Era de verdad una espléndida criatura, de trazos delicados y piernas finas y largas. El pelo, una cascada de oro que le caía sobre el hombro derecho, le tapaba casi por completo un ojo muy azul. Pero tenía las facciones pálidas y miedo en la mirada. Baumann había visto esa expresión de susto muchas veces en su vida: un interrogatorio policial siempre produce miedo, incluso al más inocente, porque el mero hecho de enfrentarse a unas preguntas relacionadas con un crimen desasosiega y angustia. Nunca da tiempo a simultanear una respuesta que se pretende coherente con la busca acelerada de las razones que parece tener la policía para conectar al interrogado con el delito. Al interrogado la da la sensación de que para convencer de la propia inocencia toda respuesta debe ser clara y concisa y debe situarle a uno a cuatrocientos kilómetros del crimen.

El comandante sabía que, a menos que apareciera alguna contradicción escandalosa en lo que estaba contando Anneke, era imposible deducir su culpabilidad o su inocencia. Imposible. Esto era lo que más le disgustaba de su profesión: pasarse la vida moviéndose entre incógnitas, teniendo que dar palos de ciego para anticiparse al siguiente movimiento del delincuente. Imposible.

Asintió despacio.

– Y usted, aparte de ver al señor Van de Wijn una vez a la semana, ¿qué más hace?

Anneke abrió mucho los ojos y se mordió el labio inferior.

– La verdad es que poca cosa. Termino mi licenciatura en la universidad…, ya sabe, aquí al lado.

– ¿Licenciatura?

– Sí. De español…, de lengua y literatura española.

– ¿Ah?

Anneke se encogió nerviosamente de hombros.

– Quiero que me comprenda usted, señorita Frils. No estoy juzgando su vida privada. Lo que usted haga con ella es asunto suyo. Sólo me veo en la obligación de averiguar todo lo que pueda sobre usted porque está íntimamente comprometida con una persona que ha sido secuestrada y por la que unos desaprensivos piden un elevadísimo rescate.

Baumann hizo un gesto de disgusto y resopló. Miró una vez más a su alrededor. Se encontraban en el diminuto salón de la casa de Kerkstraat, una habitación amueblada con exquisito gusto, un refinamiento que compaginaba mobiliario moderno con maravillosas piezas antiguas. Dos únicos muebles sobresalían de entre los cómodos sofás tapizados en chintz de flores y las dos mesas de hierro y cristaclass="underline" una silla Chippendale de caoba rubia, colocada entre dos ventanas, y una delicada mesilla Queen Anne sobre la que en un jarrón panzudo de plata sin labrar había un gran ramo de flores de mil colores primaverales. Una lámpara Tizio daba luz a un pequeño cuadro de Albert Cuyp que representaba una escena de invierno en un canal helado de Dordrecht. Baumann suspiró.

– ¿Existe en su vida alguna otra persona a la que esté sentimentalmente ligada?

Anneke dudó un instante.

– No -dijo por fin.

Me está mintiendo, pensó el comandante; mira que si por una vez resolvemos un caso en poco tiempo.

– Quiero decir cualquier persona que no tenga nada que ver con nada de todo esto pero a la que usted trate de forma regular.

– No -repitió Anneke-. Bueno, tengo compañeros de la universidad, algunos amigos…, ya sabe…, gente así. Pero no…

– Entiendo. Yo… señorita Frils…, ¿le importaría que registráramos la casa?

– ¿Ahora?

– Pues sí, ahora.

– ¿Para qué? ¿Está usted sospechando de mí?

– ¡No, no! -contestó Baumann sonriendo y levantando las manos con las palmas hacia afuera, como si la mera idea de sospechar de tan adorable jovencita le pareciera ridícula-. No, no, no. Pero, qué sé yo, puede que encontremos algo que revele alguna cosa, alguna razón por la que los secuestradores se decidieron por Kees van de Wijn y no por otra persona… No sé. Es urgente que encontremos alguna pista, algo. -Se quedó pensativo-. ¿Sabe usted que los secuestradores han enviado un dedo cortado de Kees a su familia?

Anneke palideció y se llevó una mano a la boca. Luego, sin poder articular palabra alguna, se levantó de golpe y salió corriendo hacia el cuarto de baño.

En el pequeño vestíbulo de la casa, el inspector Jongman dijo al comandante:

– Qué bárbara, ¿no? Se lo ha tomado muy mal.

– Claro, ¿cómo se lo va a tomar, hombre de Dios? Le hemos dado un susto de muerte. En fin, no creo que vayamos a encontrar nada, si es que hay algo que encontrar en la casa. De todos modos, le voy a volver a pedir permiso para que usted se dé un paseo por las ciones de arriba.

– Sí, señor.

– Y no me la pierdan de vista.

– No, señor.

17.05

La Bolsa de Diamantes es un gran edificio de ladrillo en la Weesperstraat, la arteria que cruza el barrio judío de Amsterdam y que corre paralela al río Amstel. Parece una sinagoga. Sus instalaciones, pasadas de moda, siguen en pie por respeto a la tradición, pero las grandes transacciones comerciales se llevan a cabo en un edificio contiguo más pequeño y bastante más moderno, que ofrece unas condiciones de seguridad más ajustadas a las necesidades del mundo de finales del siglo XX.

En uno de los despachos de la quinta planta del edificio nuevo estaban reunidos Piet van de Wijn y el joyero Aaron Leontieff.

Nada en aquel despacho resultaba superfluo: cuatro paredes enteladas de gris, moqueta gris perla en el suelo y un gran ventanal, ahora tapado por unas venecianas blancas, que daba sobre la Weesperstraat. En la pared de la derecha, una gran fotografía enmarcada de un artesano cortador de diamantes en el momento de asestar con su escoplo el golpe seco que partirá la piedra preciosa en dos; se apreciaba en sus ojos, magnificados por la ampliación, la absoluta concentración del que sabe que un error destruirá sin remedio centenares de miles de dólares.