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– Justo lo que yo quiero hacer, ¿qué te has creído?

– No, boba…, para dormir…

– Ya… Tú date el baño de sales y métete en la cama, que ya me las compondré yo… Quiero poder pasear al aire libre contigo, que me vean sin que me importe, como me vieron Carmen y el Gera la primera vez en el Retiro el otro día…, recién amada, ¿sabes? Huy, ¿qué te pasa? -Carlos se había puesto serio-. No te pongas así de mustio. Es verdad que quiero que no me importe ser vista… Por una vez que ninguno de los dos tiene nada que esconder… Oye, Ótelo -añadió con dulzura-, escúchame bien, que te estoy diciendo que te doy mi lealtad. ¿Sabes lo que eso quiere decir? Carlos sonrió con algo de tristeza. -Sí que lo sé, sí.

– Lo de Javier Montero no lo vamos a poder borrar, amor. Está ahí… Ha pasado, qué quieres que te diga. A ver si te enteras, Gary Cooper, que lo estoy dejando por ti. ¿Qué dejas tú por mí?

– Nada, que no tengo nada que dejar.

– Debe de ser casualidad.

Carlos rió de buena gana.

– También es verdad. ¿Cuántos aperitivos quieres tomar conmigo?

– Unos diez mil.

– Se te va a poner el hígado como una trufa.

– ¿Habéis comido en Hendaya? ¿En qué estaría yo pensando? Trufas.

– Qué va. Un bocata en Burgos a la vuelta… El Gera me decía que qué prisa tenía yo en volver a Madrid. -Soltó una carcajada-. En realidad -apretó los labios-, a los dos nos dio miedo estar ahí y no veíamos la hora de marcharnos… Así, como te lo digo.

– Me haces cosquillas. Son gozosas. -Se encogió de hombros-. Lo vuestro de allá arriba es algún recuerdillo malo que tenéis, ¿no? Bah, no lo pienses más ahora. ¿Sabes lo que te digo? -Paloma se incorporó bruscamente, apoyándose en un codo-. Tengo un hambre que me muero.

– No se hable más. Vístete, que nos vamos a tomar algo y a bailar.

Se bajó de la cama de un salto.

Paloma se tapó con las sábanas.

– ¿Estás majara? No puedo ni mover las piernas. Quiero decir que me traigas un yogur de la nevera o unas galletas o algo así.

– ¿No decías que con el esquí se liga mucho y que no importa el cansancio?

– Huelo a… ti y…, y…

– ¿No quieres que te vean recién amada? -Carlos se puso de rodillas y apoyó su frente en la cadera de Paloma-. No sé cómo te sientes ahora, pero si sales ahora conmigo, la gente te verá amada. Me acabo de llevar el Oscar a la cursilada del año.

– Pero ¿adonde vamos a ir a estas horas? Si son más de las tres.

– Así de sitios hay en Madrid.

Paloma lo miró, cerrando un ojo.

– Déjeme usted pasar, que me voy a poner mona para ir a tomarme una hamburguesa y a bailar a las tres de la madrugada, a quién se le ocurre… ¡Oye! -gritó desde el cuarto de baño-. Huy, no había visto que me siguieras. Oye, ¿no será que vamos a buscar al ex amigo ese tuyo que es tan malo?

– ¿A Jacinto Horcajo?

– Ése.

– Qué va. No hay quien lo encuentre. Igual se ha ido ya. Qué sé yo. No hay quien lo encuentre, no. Y, lo que es peor, estoy seguro de que trama algo…, algo de drogas o así, ¿has visto cómo he vuelto de vasco…?, o así…, y no tenemos ni idea. Me da una espina fatal.

– Voy a ir hecha un adefesio… ¿Sabes lo que te digo? Me parece que me voy a traer unas cuantas cosas para tenerlas aquí. ¿Te importa?

– ¿Cómo me va a importar? Tengo un plan mejor: tráete todas tus cosas aquí. Todo, tus sábanas, tus blusas, tus muebles, tu álbum de fotos, tu balón firmado por el Madrid… Haré que te lo firme Pepillo también… -Ella miraba en silencio, sin parpadear-. Tengo un plan aún mejor: cásate conmigo.

Paloma le acarició la cara y dejó que sus dedos se le enroscaran en la barba.

– Que te crees tú que me vas a liar. Ni hablar -dijo-, aún te falta mucho, míster Hyde.

– Bueno, pues, entonces, si te es más cómodo, me llevo yo todas mis cosas a tu casa…

9.30

A las nueve y media en punto de la mañana, como previamente acordado, Hank Kalverstat llamó a casa de don Julio Galán. Hablando con extrema lentitud para hacerse entender en francés, un idioma que, como sospechaba, su interlocutor no hablaba demasiado bien, dijo:

– Julio Galán.

– Al aparato.

– Hemos llegado a Madrid. Hemos dormido mal, pero estamos preparados.

– ¿Cuántos han venido?

A don Julio le encantaba este melodrama conspiratorio de hablar con frases preparadas de antemano. Y más, siendo en francés, lo que se le antojaba como el colmo del refinamiento.

– Somos tres hermanos.

– Muy bien.

Levantó la vista. Delante de él, Jacinto Horcajo seguía atentamente toda la escena. Tenía un papel en la mano y, cuando oyó que don Julio decía «muy bien», se lo pasó para que lo leyera a Hank Kalverstat.

– Dentro de dos horas, debe ir a la siguiente dirección: Banco Popular Español, calle de Ortega y Gasset, 23. Alquilará una caja de seguridad y depositará en ella su mercancía. Pasado mañana, día 28 de mayo, a las diez de la mañana, deberá usted encontrarse en la puerta de este mismo banco. Nuestro corresponsal en América se les unirá para completar la operación. Podrá usted llevar a dos ayudantes, no más.

– Repítame la dirección…, quiero decir, deletréemela. -Don Julio lo hizo-. ¿Los demás preparativos están dispuestos? -Desde luego.

– Hasta pasado mañana, entonces. -Adiós.

Hank Kalverstat colgó el teléfono pensativamente.

– ¿Todo en orden? -preguntó Christiaan.

– Hmm. Regular. Quieren que depositemos los diamantes en una caja de seguridad de un banco de por aquí. No me fío.

– En realidad, Hank, encuentro que esta gente ha sido bastante clara y honrada. No dan la impresión de querer tendernos una trampa: ni siquiera han querido saber el nombre del hotel en el que nos hemos alojado.

– Bueno, pero prefiero cubrirme las espaldas hasta donde pueda. Sí, ya sé que en algún momento nos vamos a tener que fiar de ellos, pero cuanto más tarde sea, mejor. Un poquito de desconcierto les vendrá bien. De modo que vamos a empezar por desobedecer sus instrucciones de alquilar la caja de seguridad. Pasado mañana llegaremos puntuales a la cita. -Miró a sus dos hermanos-. Pero primero vamos a ir a examinar el sitio muy cuidadosamente, ¿eh?

– Muy bien. Me parece muy bien. Pero, Hank, esta gente es el cártel de Medellín. Son gente seria.

– Ya, ya. Pero, mientras tanto, yo, con mis manías y mis desconfianzas, sigo vivo y libre. ¿Has comprado el plano de Madrid?

– Sí. En el vestíbulo. Aquí lo tengo. -Lo abrió sobre la mesa de la habitación del hotel. Buscando el índice, dijo-: Estamos… Castellana Hilton…, vamos a ver, paseo de la Castellana y… ¡aquí está!

– Bueno -dijo Hank, consultando el papel en el que había tomado nota de las instrucciones de don Julio-, y ahora busca… José Ortega y Gasset. Aquí. El 23 debe de estar en esta manzana, ¿eh?

– Ah, pues qué suerte. Nos hemos venido a un hotel que está bien cerca, ¿verdad?

Nick dio un graznido y se frotó las manos.

– Nick, con todo este dinero que vamos a ganar, te voy a pagar un profesor que te dé clases de reír. Vas a acabar con mis tímpanos -dijo Hank.

– Vamonos -dijo Christiaan-. Si quieres, Hank, cogemos un taxi y yo os sigo en el coche. Así nos vamos aprendiendo las rutas.

– Vamos -dijo Hank.

El taxi los llevó por el lateral de la Castellana, pero, en vez de torcer a la izquierda para subir por Ortega y Gasset, siguió hasta la calle siguiente, cruzó al otro lateral y, desandando el camino, llegó de nuevo a la calle que los Kalverstat habían pedido. Torció a la derecha.

– Dirección prohibida -dijo el taxista, dando gritos para hacerse comprender por los extranjeros-, prohibida, ¿me entiende?

– Ya. Ya -dijo Hank.

– Eso -dijo el taxista-. Aquí es.

– Cratsias -dijo Hank-. ¿Cvánto?

El taxista señaló al contador.

– Quinientas. Fifjundre -gritó.

Hank le dio un billete de mil pesetas y le indicó que se guardara el cambio.

– Cratsias -gritó el taxista-. ¿No te jode estos tíos? Coño, tienen que venir aquí a enseñar lo que es dar una propina. Adiós.

– Me parece que le has dado demasiado -dijo Nick.

– Bueno, por una vez…

El Mercedes, conducido por Christiaan, se detuvo en segunda fila. Hank apoyó un codo en el techo, para poder hablar con el conductor.

– Bueno, ahí está el banco. Y aquí hay un tráfico imposible. Esto es peor que Amsterdam, ¿habéis visto? Nick, fíjate en todo, ¿eh?

Nick tenía tres virtudes fundamentales: mataba siempre sin el menor titubeo, sabía hacer volar un ultraligero y tenía una memoria fotográfica. Horas después de haber observado un lugar, era capaz de dibujar su plano detallado.

Hank y Nick dieron unos pasos hasta el portal de la gran casa en la que está instalada la Organización Nacional de Ciegos, en la esquina con la calle Velázquez. Desde allí se volvieron para examinar cuidadosamente el tramo de la calle y el pequeño banco, que ahora se encontraba en diagonal a ellos en la acera de enfrente. Al lado del banco, en la esquina, a unos cincuenta metros de donde estaban los Kalverstat, había una peluquería de señoras, desde cuyo costado bajaban unas escaleras hacia un bar que estaba en el sótano de la casa. A esa hora de la mañana, el tráfico rodado era ya intensísimo. A cada lado de la calle, los coches estaban aparcados en doble fila y los vehículos que circulaban, automóviles, camiones de reparto, autobuses urbanos, lo hacían con extrema lentitud y dando bocinazos impacientes. Sólo las motocicletas y esa especial e irritante institución madrileña, los ciclomotores de reparto de pequeños paquetes y cartas, se escurrían por entre los viandantes, haciendo mil contorsiones y cabriolas, subiéndose a las aceras, saltando como si fueran estrellas de circo.

Hank dio un largo silbido de consternación.

– No quiero ni pensar en que tengamos un problema aquí -dijo cuando hubieron regresado al Mercedes.

– ¿Con la policía? -preguntó Nick.

– No, no. Con nuestros amigos de Medellín.

– Bueno -dijo Christiaan-, piensa que ellos también tendrían el mismo problema. Los atascos y aglomeraciones rigen para ellos igual que para nosotros, ¿eh? Me parece, más bien, que nos traen aquí con la misma intención de evitarse ellos problemas con nosotros.

– Ya. Sólo que nosotros, Chris, vamos a curarnos en salud. Tú, Nick, estarás desde las nueve más o menos en aquella esquina. -Señalaba el lugar en el que se encontraba la peluquería-. Mañana a las ocho vendremos a ver si el tráfico está mejor que ahora y si se puede aparcar cerca. Si es así, pasado mañana vendrás en coche por la mañana temprano, y no te moverás de ahí hasta que Chris y yo hayamos completado con los de Medellín la operación que se supone que hacemos aquí… Y que yo no sé lo que es. Desde luego, no será el intercambio de diamantes por cocaína, porque ciento ochenta kilos son varias maletas -rió- y ¿os imagináis a todos cargando bultos por aquí como si esto fuera una estación?

– Además -dijo Christiaan-, la nieve va en camión, desde alguna nave. No -añadió con firmeza-, la cocaína no estará aquí.

– Con una salvedad: antes de que yo me embarque con nuestros amigos y les pague, tengo que poder comprobar la calidad de la mercancía.

– Es verdad.

– No. No sé por qué nos han citado aquí. ¿Comprendéis ahora por qué quiero tomar todas las precauciones posibles? Bueno, a lo que voy. Si no se puede aparcar, te traerá Chris y entonces será él quien se quede en el coche y tú el que no se despegue de mí. Por lo demás, ya veremos. Habrá que tocar de oído.