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– Eso -dijo el taxista-. Aquí es.

– Cratsias -dijo Hank-. ¿Cvánto?

El taxista señaló al contador.

– Quinientas. Fifjundre -gritó.

Hank le dio un billete de mil pesetas y le indicó que se guardara el cambio.

– Cratsias -gritó el taxista-. ¿No te jode estos tíos? Coño, tienen que venir aquí a enseñar lo que es dar una propina. Adiós.

– Me parece que le has dado demasiado -dijo Nick.

– Bueno, por una vez…

El Mercedes, conducido por Christiaan, se detuvo en segunda fila. Hank apoyó un codo en el techo, para poder hablar con el conductor.

– Bueno, ahí está el banco. Y aquí hay un tráfico imposible. Esto es peor que Amsterdam, ¿habéis visto? Nick, fíjate en todo, ¿eh?

Nick tenía tres virtudes fundamentales: mataba siempre sin el menor titubeo, sabía hacer volar un ultraligero y tenía una memoria fotográfica. Horas después de haber observado un lugar, era capaz de dibujar su plano detallado.

Hank y Nick dieron unos pasos hasta el portal de la gran casa en la que está instalada la Organización Nacional de Ciegos, en la esquina con la calle Velázquez. Desde allí se volvieron para examinar cuidadosamente el tramo de la calle y el pequeño banco, que ahora se encontraba en diagonal a ellos en la acera de enfrente. Al lado del banco, en la esquina, a unos cincuenta metros de donde estaban los Kalverstat, había una peluquería de señoras, desde cuyo costado bajaban unas escaleras hacia un bar que estaba en el sótano de la casa. A esa hora de la mañana, el tráfico rodado era ya intensísimo. A cada lado de la calle, los coches estaban aparcados en doble fila y los vehículos que circulaban, automóviles, camiones de reparto, autobuses urbanos, lo hacían con extrema lentitud y dando bocinazos impacientes. Sólo las motocicletas y esa especial e irritante institución madrileña, los ciclomotores de reparto de pequeños paquetes y cartas, se escurrían por entre los viandantes, haciendo mil contorsiones y cabriolas, subiéndose a las aceras, saltando como si fueran estrellas de circo.

Hank dio un largo silbido de consternación.

– No quiero ni pensar en que tengamos un problema aquí -dijo cuando hubieron regresado al Mercedes.

– ¿Con la policía? -preguntó Nick.

– No, no. Con nuestros amigos de Medellín.

– Bueno -dijo Christiaan-, piensa que ellos también tendrían el mismo problema. Los atascos y aglomeraciones rigen para ellos igual que para nosotros, ¿eh? Me parece, más bien, que nos traen aquí con la misma intención de evitarse ellos problemas con nosotros.

– Ya. Sólo que nosotros, Chris, vamos a curarnos en salud. Tú, Nick, estarás desde las nueve más o menos en aquella esquina. -Señalaba el lugar en el que se encontraba la peluquería-. Mañana a las ocho vendremos a ver si el tráfico está mejor que ahora y si se puede aparcar cerca. Si es así, pasado mañana vendrás en coche por la mañana temprano, y no te moverás de ahí hasta que Chris y yo hayamos completado con los de Medellín la operación que se supone que hacemos aquí… Y que yo no sé lo que es. Desde luego, no será el intercambio de diamantes por cocaína, porque ciento ochenta kilos son varias maletas -rió- y ¿os imagináis a todos cargando bultos por aquí como si esto fuera una estación?

– Además -dijo Christiaan-, la nieve va en camión, desde alguna nave. No -añadió con firmeza-, la cocaína no estará aquí.

– Con una salvedad: antes de que yo me embarque con nuestros amigos y les pague, tengo que poder comprobar la calidad de la mercancía.

– Es verdad.

– No. No sé por qué nos han citado aquí. ¿Comprendéis ahora por qué quiero tomar todas las precauciones posibles? Bueno, a lo que voy. Si no se puede aparcar, te traerá Chris y entonces será él quien se quede en el coche y tú el que no se despegue de mí. Por lo demás, ya veremos. Habrá que tocar de oído.

10.30

– ¿Estás solo? -preguntó Paloma-. ¿Puedo hablarte un segundo?

– No en este momento -dijo Montero-. Mi nivel de follón es total.

– ¿Compramos o vendemos?

– Tú, agárrate a esas acciones del Crecom que tienes, que te vas a forrar.

– Ya, seguro. Para diez acciones que tengo, me voy a forrar… Me voy a comprar tu banco, ¿no?

– Eso mismo. Paloma…, te juro que ahora no puedo hablar contigo ni un minuto.

– Si no quiero… Pero quiero que nos veamos hoy. Tenemos que resolver algo.

– Ay. ¿Qué…? Bueno, bueno, no pregunto más. En el apartamento a las…

– No.

– ¿No?

– No.

Javier respiró hondo.

– ¿El bar del Palace te parece suficientemente solemne?

– Sí -dijo Paloma en voz baja.

– ¿A las seis?

– A las seis.

14.00

– Hoy invito yo -dijo Carlos.

El Gera lo miró con cara de sorpresa.

– ¿Qué te ha pasado? ¿Te ha caído una maceta en la cabeza?

– Nada. Lo que yo os diga. Aprovechar, que hoy mi generosidad no conoce límites.

– Andrés -dijo José Luis, con gran seriedad-, ponme un poco de fugrás con unas tostadas.

– José Luis -dijo Andrés-, déjate de coñas. ¿Quieres una caña?

– No, anda, por ser hoy e invitar éste, ponme un cubata de ginebra… A mí, esto me huele a un lío de señoras.

– ¿No decías que no me como una rosca?

– Alguna vez tenía que sonar la flauta. ¿Qué tal el transporte a Francia?

– Como la seda -dijo el Gera-. El tío fue durmiendo casi todo el camino…

– Sí, casi todo el camino… -Carlos soltó una carcajada.

– Hombre, al principio nos quiso convencer de que entregarle a la policía holandesa era una tontería. Estábamos equivocados y él era inocente. Luego, como quería pararse a mear, así de repente, Carlos, que es un cagueta, dijo que seguro que nos sigue toda la banda de mañosos y que como nos lleguemos a parar, nos trucidan. Justo antes de llegar a Bilbao, Kleutermans se hizo pis en los pantalones.

– Venga-dijo Andrés.

– Palabra.

– No le hagáis caso, que está de broma.

– Oye, ¿y qué hay de Jacinto Horcajo? -preguntó José Luis.

Carlos lo miró con detenimiento.

– Y yo qué sé qué hay de Horcajo -dijo-. Ya me gustaría encontrarlo, ya. Mira, estaba en Madrid. Igual se ha ido ya. Ha acabado su negocio y se ha ido ya. Y nosotros sin enterarnos… En el fondo -dijo bebiendo un largo trago de cerveza-, deberían disolver a la policía. La cantidad de cosas que ocurren y nosotros sin enterarnos y sin poder hacer nada. O sea, que si no da la casualidad de que vemos a Horcajo el otro día, ni nos enteramos de que se va a cometer un delito, pero de los gordos. Lo que me mata es saber que está, saber que va a hacer una perrería y no saber ni de qué va, José Luis, a ver si me entiendes.

– Te entiendo muy bien. Mira, a ti qué más te da. Unas veces se acierta y otras no. Oye, y si Horcajo está en Madrid y te cuela una y tú no te enteras, mala pata.

– No, si a mí, que cometa un crimen o que lo deje de cometer, me trae sin cuidado. Será uno más de los ocho mil que se cometen a diario sin que se entere nadie. A mí lo que me revienta, coño, es que tengo una cuenta pendiente con él y que me la quiero cobrar y no puedo. Jopé, Pepillo, hombre, chaval -dijo, viendo entrar al hermano del Gera en el bar-, vente para acá, que te voy a invitar a una caña.

– Coño -dijo José Luis-, si es el fino estilista.

– Eso se decía de los boxeadores, José Luis -dijo el Gera dando una palmada en el hombro de su hermano-. Hola, muchacho. Tómate algo.

– D-dame una caña, Andrés, que nos ha pegado el m-míster una paliza de campeonato.

– Venga, que invita la casa.

– Oye, ¿invita la casa o invito yo?

– Qué más da…

– Espera, déjame un par de duros, Gera, que voy a llamar por teléfono… Oye -dijo, al cabo de un momento, tapándose el auricular con la mano para que no lo oyeran-, te invito a comer.