– Si es Dick Turpin. Hola, tío bueno, ¿qué tal has dormido?
– Poco. Te invito a comer.
– No, gracias. Oiga, yo trabajo, ¿sabe? Además, no te pongas nervioso, que me vas a tener hasta en la sopa.
15.15
– Nada -dijo José Luis-, no tienen ni idea de dónde estás, ni de si estás ya en Madrid, ni de qué has venido a hacer, nada.
– Bueno, eso está bien -contestó Horcajo.
– Ahora, eso sí, te tienen los dos una manía que es sólo comparable a la que te tiene el jefe.
Horcajo se encogió de hombros.
– Gajes del oficio. Bueno, José Luis. Está todo organizado, ¿no? -José Luis asintió-. Pues el jueves empezamos a las ocho, para que nos dé tiempo a hacer toda la ronda de recogida antes de llegar a Ortega y Gasset a las diez.
– ¿Tú has pensado en el carajal de tráfico que hay en Ortega y Gasset a esa hora de la mañana?
– Justo por eso. Las cosas van a tener que hacerse despacio, sin precipitaciones y con un follón de gente alrededor. Una buena receta para que nadie pierda los nervios y haga una tontería.
– ¿El Pitri? ¿Lo tienes controlado?
– Sí, hombre. Cuando me fui de su casa anteanoche, te aseguro que no le dejé una dirección para que me hiciera seguir la correspondencia, ¿sabes? No, hombre. No tiene ni idea de dónde estoy, no sabe a lo que he venido y me tiene más miedo que a un nublado. El mejor sistema que conozco para impedirle hacer idioteces. Tú tranquilo. Mientras yo lo esté, tú tranquilo, ¿vale?
17.00
Cuando entró en la habitación 516 del hotel Palace, Javier Montero no reconoció a ninguna de las dos personas que allí lo esperaban. El que le había abierto la puerta era un hombre grande, de cara redonda y algo grasienta en la que resaltaban unos ojos achinados y la boca, de labios extraordinariamente gruesos. Iba vestido con una chaqueta gris clara, los bordes de cuyas solapas estaban pespunteados de blanco y cuyos bolsillos exteriores eran de tapa y se cerraban con botón.
El otro hombre, que estaba apoyado contra la pared junto a la ventana, era de estatura media y muy moreno. Una barba negra y crecida, aunque no desordenada, le cubría la cara casi desde media mejilla. Tenía la piel picada de viruela y los ojos muy oscuros.
– Buenas tardes -le dijo el que había abierto-. Usted es Javier Montero, no hase falta que lo jure, porque su cara es muy conosida. Yo soy Lambert hijo. En realidad, me llamo Oswaldo Borrero. Pase por favor y siéntese donde apetezca. ¿Un drink?
Señaló un carrito sobre el que había media docena de vasos, una hilera de pequeñas bandejas con aperitivos, un cubo de hielo y varias botellas de los más variados licores y bebidas.
Montero miró con curiosidad al otro hombre, que seguía inmóvil y sin pronunciar palabra.
– Nada, gracias…, bueno, si acaso una coca-cola… con hielo, sí.
Se sentó en una de las butacas tapizadas de chinz de flores, al lado de una mesa redonda. La mesa estaba cubierta por un grueso cristal. No había un solo papel a la vista.
Borrero puso un vaso lleno de hielo y coca-cola sobre la mesa, cerca de Montero, y luego se sentó en la otra butaca.
– Bueno, señor Montero, le voy a introducir a mi colega. Don Jasinto Horcajo representa los intereses -Jacinto lo saludó con una inclinación de cabeza- de nuestros capitalistas principales en Colombia. Él deberá aprobar la operación que usted nos proponga aquí esta tarde y será quien determine las modalidades que deberá adoptar la misma.
Borrero hablaba con parsimonia, gran precisión y extremada cursilería.
– Muy bien -dijo Javier-. Como le anticipé por teléfono, necesito una cierta cantidad de dinero…
– ¿Cuánto? -preguntó Horcajo.
– Mil quinientos millones de dólares -ninguno de sus dos interlocutores movió un músculo-, que, al cambio de hoy, son doscientos veinticinco mil millones de pesetas.
– ¿Nos puede usted detallar la operación? -dijo Jacinto.
Javier cruzó las piernas. Después, alargó la mano, cogió el vaso y bebió un sorbo de coca-cola. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pequeña calculadora electrónica. Se sentía perfectamente tranquilo.
– Naturalmente. Ustedes saben, claro está, que presido el Crecom. Dentro de cinco semanas se celebrará en Madrid la junta general de accionistas, la primera desde que, habiendo adquirido el uno coma veinticinco por ciento del capital, fui nombrado para el cargo con la ayuda de mi socio, Andrés Martínez-Malo. Martínez-Malo adquirió un cuarto de un uno por ciento en la misma operación. Nuestras acciones, sumadas al dos por ciento de nuestros aliados en el consejo, nos daban el control del banco, por encima de las familias tradicionales, que, a lo largo de los pasados años, han ido vendiendo papel hasta controlar solamente el cero setenta y cinco por ciento. -Miró a Borrero y a Horcajo. Ambos asintieron-. Bien, ayer acabé de comprobar que, desde el banco Goldblum & Pierce, se había completado una compra masiva de acciones del Crecom, dos millones de acciones, con una inversión de mil millones de dólares…, lo que da a los compradores el diez por ciento del capital del banco.
– ¿No pudo usted hacer frente al asalto desde el principio?
– No… No, porque ni teníamos esa clase de dinero ni pensamos que la compra llegaría a adquirir las proporciones que acabó teniendo.
Bebió un poco más.
– ¿Otra coca-cola? -preguntó Borrero.
– Gracias…, quiero decir, gracias sí… La casualidad, cuya coincidencia no se les ocultará a ustedes, quiso que ayer por la tarde, mi primo Basilio Montero, que es el cabecilla de las viejas familias, me llamará exigiendo una reunión conmigo. Lo recibo esta tarde.
– Un momento. ¿Sabemos quién está detrás de los mil millones de dólares?
– Todavía no. Pero me enteraré… Imagino que los árabes del emirato de Qatar, que son los dueños de Goldblum & Pierce, pero no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que Basilio es su testaferro y que, durante nuestra reunión, me va a exigir que yo le ceda la presidencia. Bueno, pues, con la ayuda de ustedes, no tengo intención alguna de hacerlo.
– ¿Qué piensa hacer?
– Amenazarlo con una OPA, una oferta de compra hostil.
– ¿A cuánto?
– Verá usted. Basilio dispone de dos millones de acciones que ha comprado a 75.000 pesetas. Ésta ha sido, con altibajos, la cotización de las dos semanas pasadas. Me propongo hacer una oferta de compra a 76.000 pesetas… Esto quiere decir -añadió, empezando a manejar la pequeña calculadora- que de los doscientos veinticinco mil millones de pesetas que ustedes me den, hay que deducir el 0,6 por ciento de corretaje de los agentes de cambio y bolsa… exactamente mil trescientos cincuenta millones. Quedarán doscientos veintitrés mil seiscientos cincuenta millones de pesetas que nos permitirán comprar… -hizo los cálculos y levantó la mirada- dos millones novecientas cuarenta y dos mil setecientas sesenta y tres acciones, que representan un… 14,71 por ciento del nominal. Es decir, el control absoluto del banco. -Cruzó las piernas para ocultar su erección.
– Y si nosotros le damos el dinero, ¿cómo va usted a obviar las dificultades que le oponga el gobernador del Banco de España a una inversión que viene del extranjero? -preguntó Oswaldo.
– Yéndole a ver y explicándole que me quedo de presidente. Aceptará.
– ¿Está usted seguro?
– Absolutamente. ¿Una inyección de mil quinientos millones de dólares? ¿Están de broma? Aceptará seguro… Es más. Fíjense si estoy seguro de lo que les digo, que estoy dispuesto a ir a verlo antes de que ustedes me entreguen materialmente el dinero. Le propondré la operación y, si la rechaza, ustedes podrán retener su dinero.