Borrero miró a Horcajo. Guardaron silencio durante casi medio minuto.
– Muy bien -dijo finalmente Horcajo-. Comprometemos nuestro dinero. -Javier Montero respiró profundamente y tuvo que hacer un esfuerzo considerable para reprimir una sonrisa-. Nuestros representados exigen, claro está, un contrato escrito. Nuestras condiciones son muy sencillas. Aunque las acciones que usted compre sean puestas a su nombre, usted estará actuando por cuenta de Oswaldo Borrero, aquí presente, que será el dueño.
– De acuerdo. En ese mismo contrato quedará estipulado, supongo, que yo seguiré siendo presidente de Crecom.
Horcajo sonrió.
– Por supuesto. ¿Sabe alguien más que nos estamos reuniendo?
– No.
– ¿Cuándo quiere el dinero?
– Lo necesito el sábado.
– Muy bien. ¿Qué le parece si nos vemos el próximo viernes a las tres de la tarde en el hotel Ritz de París? Tendremos el contrato preparado y usted nos podrá traer la aquiescencia del gobernador del Banco de España. Al día siguiente quedarán ingresados los fondos a su nombre en la sucursal del Crecom en Miami.
– Perfecto. De acuerdo. Me parece una solución perfecta.
– Javier se quedó callado. Sus interlocutores lo miraron en silencio, esperando-. Tengo una pregunta más -dijo por fin.
– Adelante -dijo Horcajo.
– Ese dinero que ustedes me van a depositar en Miami será investigado sin duda alguna por la autoridades monetarias americanas y españolas. No puede ser un dinero que sea blanqueado por primera vez al serme ingresado en cuenta.
Horcajo rió.
– Naturalmente que no. Naturalmente que no. No, no. Ese dinero sufre algunas operaciones intermedias antes de ser canalizado, ya limpio.
– Explíquese.
– Muy fácil. Suponga que es usted dueño de un banco de Chicago. Usted, mi buen amigo y socio. Entonces, yo le pido a usted un préstamo de cincuenta millones de dólares para comprarme un edificio de oficinas al borde del lago. Usted me lo da. Yo compro el edificio. Al cabo de unos meses, le devuelvo a usted los cincuenta millones con dinero que me saco del bolsillo. Ya tengo blanqueados cincuenta. Inmediatamente a continuación, vendo el edificio a un primo mío por cien millones de dólares. Él ha obtenido un préstamo de usted por esos cien millones (que son, en realidad, los cincuenta míos de antes y otros cincuenta de otra operación similar anterior). Sólo que, en esta ocasión, él no devuelve la hipoteca y usted le embarga el edificio. El banco ha recuperado los créditos y, encima, tiene un edificio de oficinas en el frente del lago en Chicago. Dígame, ¿quién se acuerda de los coca-dólares? -rió-. No se preocupe. En París le detallaremos al céntimo el origen de las cantidades que le entreguemos.
17.45
En realidad, Carlos se había puesto a seguir a Paloma casi sin querer. Cuando pretendió hacerle señas desde el otro lado de la calle General Diez Porlier, en cuyo número 26 ella y sus hermanas tenían el taller de costura, Paloma ya se había subido a un taxi y éste había arrancado.
– Siga ese taxi -dijo, subiéndose a otro que se había parado en la esquina. Luego le dio risa-. Venga, que parece que estamos en una película de Humphrey Bogart.
En el interior del vehículo olía poderosamente a tabaco farias. El taxista tenía en la boca un puro maloliente casi enteramente consumido. Sin embargo, llevaba su ventanilla solamente a medio abrir. Carlos bajó la suya.
– Coño -dijo el taxista, mirándolo por el espejo del retrovisor-, pues se iban a divertir con el tráfico como está hoy. ¡Hay que joderse! ¿Ha visto usted cómo, en los teleflís, siempre dan la vuelta en redondo en la avenida principal y aquí no viene nadie?, ¡hale!
– Ya -dijo Carlos-, y además encuentran aparcamiento a la primera.
– Les iba yo a hacer rodar un episodio en Madrid para que se fueran enterando de lo que vale un peine. Y es que, además, no hay disciplina, señor. Esto es un cachondeo. Tanta derecha y tanto PP y tanta libertad, ¿para qué? Para que no funcione nada. -Esquivó a una anciana que pretendía cambiar de acera, impidió que saliera de la calle transversal otro coche que bloqueaba todo el tráfico que subía por ella-. ¿Adonde vas, hombre? -Y dio un bocinazo impaciente a una chica a la que se había calado el motor del propio automóvil-, si no sabes conducir, quédate en casa, anda. ¿Vio usted el debú del Pepillo ese con el Madrid el domingo? Bueno, bueno, ese chaval. Va a ser mejor que el Buitre.
– Juega como Dios -dijo Carlos lacónicamente.
– ¿Como Dios? Mejor que Dios, oiga, porque Dios, con tanta ropa y tal, no puede regatear en corto como hace el chaval este. Vaya golazo le metió a Molina…, de los que recuerda uno siempre. Como el cuarto toro de la reaparición de Antonio Ordóñez en la feria de San Isidro del 65. Vaya toro, oiga, que después de un pase de pecho, plegó el tío la muleta, se dio la vuelta… y le estaba haciendo la faena en el 5, y la plaza se cuajó de pañuelos. -Se habían detenido en un semáforo. El taxista se había vuelto para enseñar a Carlos cómo había plegado la muleta Antonio Ordóñez. Vio que Carlos miraba hacia adelante-. No se preocupe, hombre, que no vamos a perder de vista a su chavala. Ahí delante van. -Arrancaron-. Es lo que yo digo siempre, oiga. La gente siempre dice, que lo he oído yo en la radio y en la tele, que se acuerda de dónde estaba y de lo que estaba haciendo el día que mataron al Kennedy ese en Dallas…, pues eso es de otra generación que no es la mía, sino la siguiente. Porque nosotros, de lo que nos acordamos es de lo que estábamos haciendo el día en que el toro de Miura mató a Manolete… 29 de agosto del 47, sí, señor. Me acuerdo como si fuera ahora, porque yo me estaba tirando a una modistilla al sol, sobre una piedra en un descampado en Alpedrete. Ya lo creo que me acuerdo. -Rió con estrépito y le cayó ceniza sobre la camisa. Se la sacudió con la mano, entre gargarismo y gargarismo bronquial-. Luego lo oí por la radio, que habían matado a Manolete… y pensé, hombre echaste tú el último polvo antes que yo. Te lo brindo, hombre… Aquí estamos. Hotel Palace. ¿Para qué coño le pondrán palace si se dice palas? Son 775.
Carlos pagó y se bajó del taxi.
– Adiós -dijo.
Entró en el vestíbulo del hotel. Carlos frunció el ceño. No conseguía ver a Paloma, que se había bajado antes que él de su taxi y había desaparecido en el interior del edificio. Se dirigió hacia la escalinata que hay al fondo del vestíbulo y subió los ocho o diez peldaños. Miró a lo lejos hacia la gran rotonda brillantemente iluminada en la que está el bar. A su derecha, un empleado del hotel, solemnemente vestido de librea azul, rearreglaba con parsimonia los cojines de los sofás.
Divisó a Paloma, a lo lejos. Estaba de pie, quieta en la entrada de la rotonda, buscando a alguien con la mirada. Carlos tuvo un instante de remordimiento: por un momento pensó que no tenía derecho a inmiscuirse en lo que estaba haciendo Paloma y supo que, como ella llegara a enterarse de que, recomido por la curiosidad y un rebrote de celos, la había seguido sin decirle nada, con toda probabilidad lo dejaría sin más. O se reiría de él.
Titubeó y, después, sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y se quedó helado.
A diez metros de él, Jacinto Horcajo acababa de salir del ascensor y se dirigía rápidamente hacia la salida.
En la escalinata de la calle, se detuvo.
– ¿Taxi, señor? -le preguntó el portero.
– Gracias.
– Dame la oportunidad de pegarte un tiro, por favor -le dijo Carlos al oído.
Como inicio de diálogo le pareció horriblemente melodramático, pero bastante eficaz. Se sentía tenso como un arco y notaba que le temblaban los pectorales.
Horcajo se sobresaltó. Luego hizo un positivo esfuerzo de relajación. Exhaló lentamente. Por fin, se volvió hacia Carlos y le sonrió.
– Qué forma de expresarse, coño, Carlos -dijo-. ¿Vamos en taxi o qué hacemos?