Выбрать главу

– En taxi. -Carlos bajó la voz-. ¿Llevas arma?

– No. Soy idiota.

– Sube. -Carlos miró brevemente al portero que mantenía la portezuela del taxi abierta y le dio una moneda de veinte duros.

– Gracias, señor -dijo el portero sin excesivo entusiasmo.

En las películas son frecuentes las escenas en las que una persona, encañonada e introducida por la fuerza en un vehículo, se revuelve y propina una patada definitiva a su adversario, por lo general en la zona de los testículos. Estas cosas no ocurren en la realidad. En la realidad, el secuestrado, sobre todo si es un experto, se está muy quieto, no se le vaya a disparar al secuestrador la pistola, que la pistola es un instrumento muy volátil de convencimiento. Y Jacinto Horcajo, que era hombre pragmático, nunca arriesgaba más de lo necesario.

El taxista miró a Carlos por el retrovisor.

– Almirante 22.

Horcajo respiró: no estaba siendo llevado a una comisaría sino al piso de Carlos. Iban a negociar.

– También es mala casualidad que me veas dos veces en… en menos de una semana, ¿eh?

– Cosas de la vida, Jacinto.

El taxista, sintiendo que la tensión del asiento trasero le pegaba en el cogote como un manotazo, los miró por el retrovisor.

Todos guardaron silencio.

– Jacinto -dijo Carlos cuando entraron en su piso-, no quiero dejar de verte la cara ni un instante. Y lo mismo te digo con las manos. Tú estáte ahí, sentado, con las manos en las rodillas, y mírame siempre.

Le señaló un pequeño sofá que había en una esquina del salón-comedor. Horcajo se sentó en él y permaneció callado y absolutamente inmóvil. Carlos se sentó frente a él al lado del teléfono. Sosteniendo la pistola en la mano derecha, con la izquierda descolgó el auricular, se lo puso encima de las rodillas y marcó el número de la brigada.

– Pásame con el Gera -dijo cuando le contestaron.

– Qué hay.

– Gera, deja lo que estés haciendo y vente a mi casa. Ahora mismo.

19.00

Javier Montero miró a Andrés Martínez-Malo y sonrió.

– Me parece que les vamos a ganar la partida, Andrés.

– Mucho cuentas tú sobre el poder de echarte un farol y sobre lo cobarde que es Basilio, Javier. Esta vez viene con una pila de millones detrás.

Con las manos en los bolsillos fue andando despacio hasta el ventanal del despacho de Montero. En el atardecer de la primavera tardía el ambiente estaba claro y limpio y, desde el vigesimoquinto piso del rascacielos, la Castellana, iluminada en el sol poniente como con un filtro amarillo, se veía diáfana, casi vacía de coches, brillantemente cercana en una atmósfera en la que las frecuentes lluvias de este mes de mayo tenían a Madrid despejado de polución y humos.

Sonó el timbre del intercomunicador.

– Sí, Marta -dijo Javier sin moverse.

– Está aquí don Basilio, don Javier.

– Que pase. -Interrumpió la comunicación y, volviéndose hacia Andrés, dijo-: Muy fuerte se siente. Viene solo.

La puerta del despacho se abrió y Basilio, pequeño, elegantemente vestido de azul, con gafas de concha nuevas y el pelo, cada vez más escaso, cuidadosa y pulcramente peinado hacia atrás, hizo su entrada. Se veía que la había ensayado y, sin embargo, le salió maclass="underline" entró demasiado deprisa y tuvo que detenerse en medio del despacho para buscar a Javier con la mirada. Titubeó y, por fin, cambiando nerviosamente de dirección, se acercó a la mesa detrás de la cual Javier esperaba sin levantarse.

– Hola, Basilio -dijo.

– Javier -saludó con sequedad-. Andrés. Imaginaba que estarías aquí.

Antes de que pudiera sentarse, Javier le dijo:

– Siéntate, hombre. -Basilio no se sentó.

– Lo que me trae es breve y puede ser dicho en unas cuantas palabras.

– Pues venga. -Y nuevamente antes de que pudiera hablar, le dijo-: ¿No quieres beber algo? ¿Un café? ¿Una coca-cola, tal vez?

Basilio tardó unos segundos en contestar.

– No -dijo por fin-, no quiero nada. -Siguió sin sentarse en la silla que le ofrecían; cruzó las manos sobre la mesa del despacho. Eran manos pequeñas y bien cuidadas, no débiles, pero sí frágiles, de dedos cortos y uñas redondas-. Dentro de cinco semanas se celebra la junta general de accionistas del Crecom. -Miró a Javier, esperando un comentario. Como no decía nada, continuó-: Quiero más consejeros.

Hubo un silencio.

– ¿Quieres más consejeros? -preguntó Montero.

– Sí.

– ¿Con qué apoyo?

– Pues… con más capital.

– ¿Cuánto es eso?

– Ya te lo diré cuando sea necesario.

Montero se inclinó hacia adelante y también cruzó las manos sobre la mesa. Eran grandes y fuertes, de dedos largos y nudosos. Las cruzaban venas azules muy hinchadas; las manos de un ave de presa.

– Vamos a ver -dijo Montero-. Tienes cinco consejeros… ¿Tienes suficiente capital? Sé bien que tu representación ahora es pequeña. Estoy de acuerdo… Muy bien. Te voy a dar tres consejeros más.

Repentinamente, Basilio se echó hacia atrás y rió nerviosamente.

– ¿Ocho? ¿Estás de broma? Quiero trece.

– ¿La mayoría? El que está de broma eres tú, muchacho…

– ¡Dispongo del cuatro por ciento del capital y eso me da derecho a la mayoría de los puestos en el consejo! -interrumpió Basilio con vehemencia-. Lo tengo, ya lo creo que lo tengo.

– Lo vas a tener que demostrar, Basilio. Cuatro por ciento es mucho por ciento en este banco.

– Y en cualquiera -dijo Andrés.

– Demostraré que lo tengo. Lo verás cuando empiecen a llegar las delegaciones de voto.

– Tú demuestra eso y yo te meto una OPA que te acuerdas -dijo Javier, que se estaba divirtiendo como pocas veces.

Notó que, a su espalda, Andrés se ponía rígido. Basilio había palidecido.

– No puedes -dijo.

– ¿Que no puedo?

– No tienes el dinero para hacer una OPA.

– Me lo vas a decir pasado mañana cuando lo haga.

La sombra de una duda se asomó a la cara de Basilio. Frunció el ceño. Luego, recordando el diez por ciento del Crédit et Banque du Cantón, se relajó. Siempre había sido mal jugador de póquer.

– No puedes con mi capital.

– ¿Ah sí? Voy a hacer una oferta de compra del cinco por ciento a un precio que te vas a hacer pipí en los pantalones.

Basilio se incorporó con brusquedad.

– Hazla, hazla. Ya veremos. Te lo advierto ahora, Javier. Ya veremos lo que te pasa cuando hayan entrado las proxies. ¡Aj!, bah -concluyó con disgusto.

Se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió del despacho sin cerrarla.

– Me parece que tenemos un pequeño desacuerdo -dijo Javier con suavidad. Se inclinó en su asiento y agarró el borde de la mesa con ambas manos-. Un pequeño desacuerdo, sí, señor.

Andrés se había apartado de la ventana. Fue a la puerta y la cerró. Luego se volvió hacia Montero.

– ¿Te has vuelto loco? No has podido con él, ¿eh?

– Sí, hombre, sí. ¿Has visto cómo se ha puesto de histérico?

– Pero qué histérico ni qué niño muerto. El tío ni ha tenido que sacar su diez por ciento. Con decir que tenía un cuatro te ha derrotado. Ya puedes hacer las maletas, majo… ¿OPA? Pero ¿de qué hablas? Para dar una OPA tienes que ofrecer por lo menos setenta y seis mil por acción. Y, con el dinero que tienes en este momento, compras más o menos diez.

– Estás equivocado, Andrés. Siéntate, hombre, que me canso sólo de verte. Tú…, vamos a ver, tú crees que el mundo es tan impoluto como el Kempis…

Martínez-Malo se puso muy serio.

– Eso me enseñó tu padre.

– Pues mira a Basilio, que me está diciendo que tiene el cuatro por ciento y, cuando pueda, me enseñará el diez y luego, en la junta, me querrá destronar y ponerse él de presidente. ¿Eso no es mentir? No sé cómo lo llamarás tú, pero me parece que, en el mundo de la banca, este tema del Kempis sale algo mal parado. Y, además, yo no lo hago por mí. -Miró a Andrés y, corrigiéndose, dijo-:… Bueno, no sólo por mí. Como a Basilio le dejen ser presidente, el banco dura lo que un pastel a la puerta de un colegio. ¿Estamos de acuerdo? Bueno, pues desde que mi padre nos hablaba del Kempis ha corrido mucha agua debajo de los puentes. -Lo miró con aire especulativo, haciendo un mohín con la boca-. Venga, Andrés, que te voy a contar una historia, anda. Te vas a divertir.