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– No estoy seguro -dijo Andrés.

19.15

– Aquí Lambert hijo -dijo Oswaldo Borrero desde la habitación 516 del hotel Palace.

– Adelante -le contestaron desde París.

– La operación ha sido un éxito. Mi colega la ha aprobado. Firmamos el viernes allí en las condisiones previstas y por la cantidad que pensábamos.

– ¿Conocen algo de la procedencia del repentino aumento de capital que ha tenido el primo Basilio?

– No. Lo achacan a Qatar. Pero no hay que desdeñar a la parte contraria. No me párese ningún subnormal y lo veo bastante capas de realisar con éxito una investigación que lo condusca a la verdad, ¿sí?, por poco que tenga alguna sospecha… llegará hasta nosotros, ¿sí?

– Bien. A la hora de la verdad, aunque lo descubra, no tendrá mucha importancia. Tú te vienes ya mañana, ¿no?

– Sí, en el primer vuelo.

– ¿Y la operación subsidiaria que lleva tu colega con Holanda?

– Eso va bien, tranquilamente. Concluyen pasado mañana.

– Recuérdale que nada puede estropear el contrato que firmáis aquí el viernes. Si ve que se estropea la operación holandesa, que recuerde que es muy secundaria; que lo suelte y se venga para acá, ¿eh?

– Se lo diré. A él le divierte, porque, aunque sea cosa de poca monta, le da gusto poder reírse de sus antiguos compañeros de trabajo. Pero le recordaré las prioridades.

– Muy bien. Hasta mañana.

19.30

Impasible, casi indiferente, Jacinto Horcajo seguía sentado en el sofá del salón-comedor del piso de Carlos. Tenía un pequeño corte justo debajo del ojo izquierdo y de vez en cuando se llevaba el pañuelo a él. Le escocía y, al apretarlo con la tela, salía un poco de líquido. Pero había dejado de sangrar.

Cuando sin dejar de apuntar a Jacinto, Carlos había abierto la puerta, el Gera se había quedado mudo de asombro. Durante unos segundos no había comprendido lo que pasaba.

– ¿Qué…? -había dicho.

Y después, siguiendo con la mirada la trayectoria de la pistola, había visto a Horcajo sentado frente a la puerta abierta que daba al vestíbulo.

Se había abalanzado sobre él de dos zancadas y, agarrándole por las solapas con la mano izquierda, le había propinado una fuerte bofetada. Jacinto ni siquiera había levantado los brazos para protegerse. Apenas un gesto reflejo, como queriendo apartar la cara. Nada más. Aguantó estoicamente el golpe.

Por un momento, Carlos pensó que el Gera mataría a Jacinto allí mismo, sencillamente a tortas. Cuando vio que retenía el segundo golpe, dijo:

– Jolín, Gera, tus castañas suenan como un trueno.

El Gera respiró profundamente y se apartó. Dio la espalda a los otros dos y, durante uno o dos minutos, permaneció inmóvil, vuelto hacia la pared. En todo ese tiempo, nadie dijo nada. Por fin, el Gera giró lentamente en redondo y se apoyó contra el muro.

– ¿Puedo sacar el pañuelo? -preguntó Horcajo-. Me escuece un poco el ojo.

– Te sangra -dijo Carlos-. No hagas chorradas, ¿eh?

– ¿Dónde lo has pescado? -preguntó el Gera.

Los tres hablaban con una lentitud forzada, de una densidad hostil. En realidad, a ninguno le apetecía verdaderamente hablar. Los tres hubieran querido no estar allí. Parecía que el contacto mutuo los avergonzaba. Tal vez habían compartido demasiadas cosas, demasiada risa, demasiado compañerismo y, finalmente, demasiado odio.

– Todos estos días buscándole por la Ballesta, Gera. Don Jacinto estaba en el hotel Palace… todos estos días. Por pura casualidad, lo he pillado en el momento en que salía del ascensor.

– Carajo -dijo el Gera.

Horcajo se encogió de hombros.

– Bueno, Jacinto -dijo Carlos-, te van a meter seis mil años por lo que hiciste en Biarritz, seis mil años por tráfico de drogas y por lo menos seis mil años por imbécil. ¿A qué coño se te ocurre a ti volver a España? Tú eres memo.

– Hombre -dijo Horcajo con voz ronca-, te juro que no he venido por el gusto de pasar San Isidro en Madrid.

– ¿Por qué? -preguntó el Gera.

– ¿Por qué he venido? -Se encogió de hombros-. Negocios.

– ¿Por qué? -repitió el Gera, sin cambiar el tono de voz.

Antes de contestar de nuevo, Horcajo dudó. Giró la cabeza hacia la izquierda y miró directamente al Gera.

– Porque no podía quedarme allí por más tiempo, Gera.

– ¿No? Por lo menos podías haber retrasado tu perrería un par de horas y éste se habría ahorrado el tiro en la tripa y yo, el fuego cruzado con media ETA queriéndome cortar los huevos.

– No te das cuenta… No podía volver. Sabían quién era. No habría podido llegar vivo a la estación de Biarritz. Yo creo que ni siquiera podría haber llegado a la frontera.

– Tienes más cuento que Calleja -dijo Carlos lentamente-. Nadie te esperaba en ningún sitio más que nosotros para que nos cubrieras las espaldas. No, no, colega. Lo que te pasó fue que te llegó un alijo de cocaína a Barajas y nos dejaste por otra. Que lo sé yo.

– ¿Para qué iba a mentir, si ahora me tenéis aquí, cocido?

Carlos rió con desagrado.

– Para que te creamos y así te libras de lo que te va a pasar.

– Aquella noche estuve en San Sebastián.

– ¡Mientes!

Carlos se incorporó de un salto. Por un momento pareció que iba a darle en la cara con el cañón de la pistola. Horcajo entrecerró los ojos y ahuecó las mejillas. Gera levantó una mano y Carlos se detuvo.

– Aquella noche -dijo el Gera con voz tranquila-, estuviste en Barajas. Sacaste el alijo de la terminal de carga, se lo entregaste a tus clientes y, sin pensártelo dos veces, te subiste al vuelo de Avianca, rumbo a Bogotá…

– … la caliente tierra del Caribe -dijo Carlos, todavía de pie junto a Jacinto, escupiendo las palabras.

– … Que lo sé yo. Porque luego trincamos a tus clientes…

– Y aquí, mi compañero, metido en una fosa de la vía férrea Madrid-París, aguantando la lluvia de un inolvidable 29 de diciembre, con unos cien mil chicarrones del Norte buscándolo para hacerlo picadillo. No había que preocuparse, claro, porque estábamos tú y yo para salvarle la vida: tú en Madrid y yo tirado en el andén de la estación de Biarritz con dos balas en el estómago.

– Pero no te creas que te tenemos manía, no.

Horcajo volvió a levantar los hombros.

– ¿Qué queréis que os diga? Me tenéis aquí… Nada de lo que diga… Bah, qué más da…

– Sí, Jacinto… Cualquier cosa que digas te será tenida en cuenta, a ver si me explico. Porque después de nosotros, te las vas a tener que ver con el jefe… Y si nosotros estamos cabreados contigo, no te quiero contar él.

– Bueno, pero a él -dijo Jacinto con prudencia- eso le pasa por tonto. ¿O sea, se viene a Colombia como Hércules Poirot a poner patas arriba el mundo del crimen? Hace falta estar grillado… ¿Aquel mundo del crimen? Venga, Gera, allí esos tíos mandan más que el presidente de la República, no te quiero ni contar que un juez de mierda… Pretender llegar a Bogotá, hacer que me detengan y pedir la extradición… es del género idiota. Enfadarse porque los barones de la droga le ponen un kilo de nieve en la maleta… mira, Carlos, es como una broma de despedida, por decirle, venga, tío, no te quedes conmigo, chico… pero es del género macheras cabrearse… Pero, tío, conseguir trincar a Ochoa en España y vengarse dándole una patada en los cataplines, es del género suicida. Porque os juro que Ochoa se la tiene guardada…