Carlos rió con ganas.
– Sí que hace falta ser retrasado mental, sí…
– Y, cuando Ochoa se la guarda a alguien, ese alguien tiene la costumbre de aparecer fiambre en una alcantarilla al poco tiempo… Sólo que el fiambre esta vez fue él.
– … Bueno, porque lo traicionaron.
– No, si hay un ambientillo allá…
– No, hombre, lo traicionaron desde el gobierno…
Hubo un silencio.
– Oye -dijo el Gera después-, tú no habrás venido aquí a cepillarte al jefe, ¿eh?
– No, Gera. No he venido a cepillarme al jefe.
– Entonces, Jacinto, ¿a qué has venido?
Un ruido, que provenía del vestíbulo, los sobresaltó. Alguien estaba metiendo un llavín en la cerradura de la puerta de entrada del piso. Carlos, el Gera y Jacinto se callaron de golpe. Pero, sorprendido y todo, el Gera no dejó de vigilar a Horcajo.
– Paloma -dijo Carlos volviéndose hacia el vestíbulo.
La puerta se abrió y entró Paloma. Iba vestida con vaqueros y una camiseta de algodón. En la mano traía una bolsa de viaje. Entonces vio a Carlos que salía del salón-comedor. Esbozó una sonrisa y, luego, bajó la mirada. Al ver que Carlos llevaba una pistola en la mano derecha, abrió mucho los ojos y detuvo su gesto risueño. Soltó el bolsón de viaje y se llevó una mano a la garganta.
– Carlos -susurró. Se acercó a él y le miró de nuevo a los ojos-. ¿Qué pasa? -Carlos hizo un gesto negativo-. No se puede respirar bien aquí -añadió Paloma en voz baja-. Tienes mala cara.
Le pasó los dedos por la barba. Miró por encima de su hombro y, sentado en el sofá, vio a Horcajo. Tragó saliva.
– Ése es Horcajo -dijo por fin.
– Es Horcajo, sí -dijo Carlos.
– Me da miedo.
Carlos se encogió de hombros.
– Qué quieres -dijo-. Así es.
– ¿Me llamarás a casa?
– No, no -dijo Carlos en voz baja-, duerme aquí. Por favor.
– Me da miedo. Me da miedo, Carlos. Aquí…, aquí huele a… miedo. -Sacudió la cabeza-. No, no. Llámame a casa. -Respiró hondo-. ¿Eh? ¿Quieres? ¿Me llamas luego?
Carlos bajó la cabeza.
– Pondré esto -dijo, señalando el bolsón- en la…, en… nuestro cuarto.
– Vale.
Paloma dio dos o tres pasos hacia atrás, salió al descansillo de la escalera y tiró la puerta hacia sí. Estaba muy pálida.
Pero el cerco de violencia se había roto.
– Entonces, Jacinto, ¿a qué has venido? -repitió el Gera como si no hubiera ocurrido nada.
– Si te dijera que a visitar mi patria chica -dijo Horcajo, un poco, muy poco, más relajado-, no te lo creerías.
– Sobre todo porque ya hemos quedado en que no -dijo Carlos desde la puerta-. Mira, Gera, conocemos a Jacinto como si lo hubiéramos parido. No nos va a contar nada, a menos de que le partamos el alma. Y, si nos cuenta algo, nos va a engañar. De modo que vamos a llamar al jefe y que se lo lleven.
– ¿Así? -dijo el Gera.
– Así.
Horcajo estaba callado. Carlos se sentó una vez más en la butaca al lado del teléfono. Descolgó y marcó el número de la brigada, muy despacio para que Jacinto viera que llamaba de verdad a la policía, a un número que su antiguo compañero tenía que recordar perfectamente.
– Oye, soy De Juan. ¿Está mi jefe…? Llama a ver.
Al cabo de pocos segundos, por el auricular se oyó muy nítidamente la voz del subcomisario, que decía:
– ¿Qué le pasa, De Juan?
– Tenemos a Horcajo… -dijo Carlos.
En ese momento, Horcajo levantó una mano.
– … Quiero decir que me parece que Gera y yo lo hemos localizado, jefe.
– ¿Dónde?
– Cerca del Palace… quiero decir que me parece que debe de estar alojado en el hotel Palace. Veníamos siguiendo una pista que nos ha dado uno de los camellos de la Ballesta, ya sabe, jefe, el Pitri, y nos parece que Horcajo va a hacer una recogida de un paquete en el mismo bar del hotel.
– ¿Está García con usted?
– ¿El Gera? Sí.
– Me consuela bastante. Así nos ahorraremos todos tonterías. Téngame informado.
– Sí, señor. -Colgó-. Dice que le consuela que estés conmigo porque, así, no haremos tonterías.
– Un día de éstos, habrá que tener una conversación sería con el subcomisario -dijo el Gera suspirando-. No hacemos tonterías, no hacemos tonterías. Está bueno ése. No hacemos más que tonterías.
– Desde luego, Carlos -dijo Horcajo-, tienes una inventiva que para mí la quisiera yo ahora.
– Tú, ahórrate la saliva para cuando tengas que contarnos todo eso que nos tienes que contar.
Carlos se puso de pie y estuvo unos segundos mirando, primero a uno y luego al otro, como si quisiera decidirse por algo.
– ¡Bah! -dijo por fin-. Me cago en la mar. ¿Queréis una copa?
– Creí que no lo preguntarías nunca -dijo Horcajo-. ¿Tienes ron?
– No. Ginebra.
– ¿Coca?
– Cola, querrás decir, ¿no? No estoy para bromas macabras.
– Sí, hombre, jopé. ¿Tienes?
– Sí.
– Pues yo quiero un cubata de ginebra.
– Yo también -dijo el Gera.
Carlos preparó las bebidas en la cocina y volvió al salón con los tres vasos sujetos en su base por la mano izquierda, como un camarero.
– Venga. Tomar. Y tú, Jacinto, empieza a contar.
– No quisiera pareceros ingrato -empezó Jacinto-, pero yo os cuento una historia abracadabrante y a mí me dejáis que me vaya.
– No hay trato -dijo el Gera.
– Pues ya podéis ir llamando al subcomisario, que no nos vamos a entender.
– Ya diré yo cuándo llamo o no llamo al jefe. ¿Qué tienes para darnos? -preguntó Carlos.
– Doscientos kilos de cocaína, una banda aquí, otra fuera y un regalo-guinda que no os lo vais a creer.
– Desde luego -dijo Carlos-, tu lealtad para con tus compañeros me apabulla. Eres una roca de fidelidad, Jacinto.
– Mira, majo, en este mundo sólo se sobrevive defendiendo el interés propio. Entre los dieciocho mil años de trena que dices tú que me van a meter o todo el lote de regalos que te ofrezco, yo, particularmente, no lo dudo.
– No hace falta que lo jures -dijo el Gera.
– No, mira. Aquí se aplica el mismo principio con el que operan los etarras. ¿Os acordáis? Si los pillaban y no podían escapar…, la vida ante todo. Se rendían, cantaban lo que había que cantar y a la cárcel, que ya llegará la reinserción…
– Eso, si tenían suerte y no se te rendían a ti.
– Coño, Carlos, si no recuerdo mal, uno de los que se me rindió te tenía puesta una pistola en la nuca cuando se me rindió.
Hubo un silencio incómodo.
– No, hombre -añadió Jacinto sin alterar la expresión-. Lo de la estación de Biarritz fue una mala casualidad y lo siento. Coño, Gera, lo digo de verdad. Mi guerra no iba con vosotros. Pasamos demasiado miedo juntos… Pero entonces se trataba de mi vida. Oye, y no lo dudo… A mí me debes una, Carlos, pero yo no la cobro, porque tú habrías hecho lo mismo.
– Con la única diferencia de que yo lo hubiera hecho como amigo tuyo y tú…
– … Y yo también. Eres un cachondo. O sea que salvarte la vida no vale si, en vez de ser virgen y mártir, soy un traficante. Vaya baremos, chico. Que yo recuerde, no me has tirado tu vida, la vida que yo te salvé, a la cara, ¿eh? Además, tampoco pido tanto: salir corriendo, a cambio de un operativo por el que os acabarán dando la laureada de San Fernando. No sé de qué dudáis…