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En el centro de la habitación había una mesa cuadrada de dimensiones regulares enteramente tapizada de terciopelo negro. Sobre ella, luciendo desde el techo, un potente haz de luz halógena creaba una circunferencia luminosa de unos cincuenta centímetros de diámetro. En una esquina de la mesa sobre un cenicero de cristal de roca humeaba un delgado puro holandés dejado minutos antes por Piet. Se consumía con lentitud mientras la ceniza se deslizaba como un gusano de arandelas grises por las paredes transparentes.

Los únicos dos ocupantes del despacho estaban sentados frente a la mesa y miraban fijamente la circunferencia iluminada sobre la que refulgían, separados en tres montones iguales, un centenar de brillantes de tamaño bastante homogéneo. Ninguno pesaba más de cuatro quilates y menos de uno. Despedían un resplandor intenso hecho de mil chispas blancas, amarillas y azules.

– Aquí los tiene -dijo Aaron Leontieff-. Doscientos veinte quilates. Treinta diamantes de cuatro quilates, treinta de dos, cuarenta de uno. Todas las piedras son originarias de Kimberley y son de primera calidad. En su mayoría son River, es decir, blanco-azul e internamente perfectas.

Piet alzó la cabeza y miró a Leontieff. El joyero llevaba gruesas gafas de concha. Sobre el cristal derecho estaba atornillada una pequeña lente cilíndrica de aumento que Leontieff hacía girar hacia abajo para examinar las piedras y alzaba hacia las cejas para hablar coa su cliente. El reflejo de los diamantes en los cristales de las gafas era tan vivo que no podían distinguirse sus ojos.

– En una transacción tan grande naturalmente destinada a fines especulativos -dijo, mirando a Piet sin asomo de curiosidad-, las piezas excesivamente grandes tienden a estropear el mercado. Como usted sabe, el precio del quilate varía dependiendo del tamaño de la piedra. Dicho en otras palabras, un diamante de cinco quilates no vale lo que cinco de un quilate, sino más o menos el equivalente de diez o doce.

Leontieff abrió un pequeño cajón que estaba en el costado de la mesa más próximo a él y extrajo un rectángulo de terciopelo marrón, que dejó en una esquina, y varias hojas de papel de seda. Con rapidez preparó diez pequeños paquetes rectangulares de papel de seda. Cada uno contenía diez brillantes. Terminada esta operación, arrastró el rectángulo de terciopelo hacia el centro de la mesa, lo alisó y dispuso sobre él los envoltorios. Cerró el rectángulo como si se tratara de un sobre.

– Esto es todo -dijo. Empujó el paquete hacia Piet-. Son dos millones y medio de dólares.

18.00

A Anneke le parecía que el calor era insoportable en el interior de la cabina telefónica. Se encontraba en el vestíbulo del hotel Hyatt, a pocos metros del Rijksmuseum, y llevaba diez minutos esperando con impaciencia a que el teléfono al que llamaba dejara de comunicar.

El inspector Jongman, sentado en un pequeño automóvil aparcado unos metros más atrás de la entrada principal del hotel, observaba a Anneke a través del gran ventanal del vestíbulo. Había encendido su segundo cigarrillo y, con el índice de la mano izquierda, golpeaba rítmicamente en el volante, con mal contenida frustración.

– ¡Ah, qué tonta! -exclamó.

Haciendo palanca con los dedos corazón y pulgar, lanzó el cigarrillo hacia el centro de la calle por la ventanilla abierta.

Dentro del hotel, Anneke colgó por sexta vez el teléfono, se volvió y dio unos cuantos pasos rápidos hacia el quiosco de los periódicos. Se detuvo de golpe y dirigiendo una distraída sonrisa a un botones que la miraba sin disimular su admiración, terminó de recorrer la distancia que la separaba del quiosco forzándose a andar despacio. Cogió una revista de modas y la hojeó sin mirarla. Al cabo de un momento, dejó la revista en el estante del que la había cogido y regresó a la cabina telefónica.

El inspector Jongman hinchó los carrillos y se cuadró en el asiento del coche. Anneke descolgó el auricular y marcó nuevamente el número.

– Diga -respondió una voz masculina cautelosamente.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó precipitadamente Anneke-. ¡Por fin, Dios mío!… Necesito…

– Se ha equivocado de número -le contestaron.

La línea quedó muda. Anneke bajó la cabeza con desánimo, hasta que recordó que tenía que utilizar una contraseña para indicar que estaba sola y nadie escuchaba la conversación. Volvió a marcar.

– Soy Nekele. No cuelgues, por favor.

– Tranquilízate, anda -dijo Christiaan Kalverstat-. Tranquilízate. Ydime qué te pasa…

– ¡Dios mío, Chris! -dijo Anneke con tono histérico-. Ha estado la policía en casa… Yo… ¿Qué le habéis hecho a Kees?

– Cálmate, Nekele, anda. Cálmate… Sabíamos que la policía iba a visitarte, ¿no?

– Sí, sí, pero…, seguro…, seguro que me han visto en la cara…

– ¡Tonterías! ¿Desde dónde me llamas?

– Desde el Hyatt.

– No te han seguido. -Un tono ligeramente más seco.

– No, claro que no… De verdad…, me he fijado. Pero, Chris…, tengo miedo… Por Dios, dime lo que le habéis hecho a Kees.

– No te preocupes de nada, anda. No le hemos hecho nada a Kees. Está bien. ¿Por qué?

– … Es que los policías me han dicho que le habéis cortado un dedo. -Anneke respiró hondo-. ¿Por qué?

Kalverstat rió con suavidad.

– ¡Qué tontería! Son cosas que dicen los policías para desconcertar…, a ver si te pillan en algún renuncio. No hagas ni caso. No es verdad, mujer. -Rió nuevamente-. ¿Cómo vamos a hacerle semejante salvajada a nadie? Ya sabes que a Hank la sangre le pone enfermo… y, además, mira, Kees es nuestra inversión para el futuro. ¿Para qué diablos vamos a tirarla por la borda? ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Anneke en voz baja.

– Bueno. Te han visitado los policías, ¿no? -Kalverstat guardó silencio un instante y, al ver que Anneke no contestaba, dijo-: ¿Estás ahí?

– Sí, sí. Sí, me han visitado los policías… Me han hecho preguntas, y yo…

– … les has contestado lo que acordamos.

– Sí. Pero me da miedo. -Se llevó la mano a la mejilla. Jongman, desde el coche, frunció el ceño-. Chris…, yo…, ¿cómo está Kees?

– No te preocupes por él, anda. Está perfectamente. Mira, Nekele, te tienes que tranquilizar. ¿Necesitas algo?

– No, no. Tengo, de verdad. -Pensando en la jeringuilla y la pequeña botella de polvo blanco escondidas en el compartimento de verduras de la nevera, Anneke respiró profundamente-. Tengo.

– Pues tienes que tirar todo lo que tengas al canal. Sería catastrófico que encontraran algo. Yo te daré más después.

– Chris, por Dios… Estoy asustada.

Hablaba entrecortadamente.

De pronto, se le hizo muy viva la imagen de la jeringuilla, esperándola con sus promesas de escalofríos y orgasmos en los pechos y en los hombros y en los muslos, con la subida de la savia por los costados de la garganta. Quiso colgar y salir corriendo. Sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo para concentrarse.

– Chris, yo… Me pidieron permiso para registrar la casa.

– También sabíamos que te lo iban a pedir, ¿no? Cálmate, de veras, que no hay por qué alarmarse…

– Me da miedo. ¿No…, no podríamos…, no podría irme contigo? -suplicaba-. Sólo por esta noche. Me sentiría tan bien…

Kalverstat guardó silencio durante unos instantes.

– Está bien -dijo por fin-, está bien. Pero, por si acaso te sigue la policía, tenemos que hacerlo bien, ¿eh? -Sonrió-. A las nueve, te vas a ir al hotel Krasnapolski, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Como sabes, se puede llegar al aparcamiento subterráneo del hotel desde el mismo vestíbulo. Al entrar, haz como si fueras al lavabo. Vete de prisa y, al pasar por delante del tocador de señoras, sigue sin detenerte hasta el fondo del pasillo. Tuerces a la derecha y en seguida te topas con la puerta del aparcamiento. Da tres golpes con los nudillos. Yo estaré esperando detrás de la puerta y te abriré. Como para abrirla desde el hotel hace falta tarjeta del aparcamiento o una llave de habitación, si te sigue alguien, no podrá pasar, porque yo cerraré en cuanto tú hayas pasado. Nick mantendrá abierta la puerta de la calle para que salgamos con el coche. La policía tendría que dar toda la vuelta a la manzana. Ni en un millón de años les daría tiempo…